Carta al director sobre la marcha de Núñez del Recre

Un hombre de Madrid

Si usted, estimado lector, es aficionado del Decano del fútbol español, el Real Club Recreativo de Huelva, sabrá a quién están dedicados los párrafos siguientes, pues la historia que a continuación se relata ha de serle familiar.

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Si, por el contrario, sus simpatías futbolísticas están depositadas en otros pagos, es probable que no experimente la misma sensación, aunque estoy convencido de que comprenderá que el fútbol, aun con todo lo que de negocio posee –hoy más que nunca–, sigue reservando lugares especiales para aquellos tipos que conservan esa esencia deportiva que se traduce en lealtad y pundonor dentro y fuera del terreno de juego.

Con su permiso, le invito a hacer un ejercicio mental: sitúese, por ejemplo, en el año 2030 –ese “por ejemplo” le da a usted, no obstante, la completa libertad de ubicarse antes o después en el tiempo futuro, en el caso de que no le convenza o, simplemente, no sea de su agrado la fecha ofrecida– e imagínese al Recreativo de esa época. Como cada uno de nosotros no deja de ser sino hijo de su padre y de su madre, en esas hipótesis a largo o no tan largo plazo habrá de todo: un club ya extinto por no poder afrontar tanta deuda, una entidad que sigue instalada en la molicie institucional y deportiva, una sociedad anónima deportiva que recuperó fulgores otrora conocidos y que milita más que dignamente en Primera o en Segunda…

En suma, son dables tantas opciones como lectores se hayan tomado la molestia de participar en el experimento. Sin embargo, en todas ellas hay un elemento indefectiblemente invariable, algo que se repite sí o sí: el recuerdo nefasto de todo lo acaecido en la segunda década del siglo veintiuno, el cual habrá servido en algunas recreaciones como motivación del certificado de defunción del club; en otras, para marcar el sendero continuado y no cambiado; y, en las más optimistas, como lección aprendida cuya reiteración se convirtió en comportamiento prohibido.

Esa década negra de la cual le hablo reúne todos los componentes que habrían de figurar en un tratado dedicado a cómo no gestionar una entidad deportiva: contabilidades falseadas, promesas incumplidas, contratos torticeramente ocultos, lecciones no deseadas de Derecho mercantil a cuenta de préstamos societarios y de la sorprendente ausencia de actividad registral, gestiones municipales kafkianas, esperpénticas o gatopardistas –no dirá que no le doy opciones literarias para escoger–; fuga de canteranos, fuego cruzado de unos contra otros con mensajes “krípticos” –a buen entendedor…–, planificaciones con la apariencia de haber sido ideadas por el enemigo, personajes innombrables, futbolistas abúlicos y otros tantos epígrafes que hacen que un diálogo entre recreativistas sea un listado no necesariamente exhaustivo de lamentos y quejas sobre la situación del Decano.

Mención aparte merece la afición, esa masa social albiazul que nunca permitió que el Abuelo, nuestro Abuelo, expirase. Demostraciones de la fuerza de los hinchas hay en esta década unas cuantas. La de octubre de 2015, manifestación mediante, es una de las más señeras, pero el muestrario es amplio. Tan amplio que, en el caso de que en el cielo haya tertulias futbolísticas sobre las vivencias de unos y otros, a buen seguro habrá en ellas onubenses que den a conocer lo que en este lugar del globo se vivió en medio de tanta fatiguita.

En líneas anteriores mencioné que, en esta década, hemos tenido en plantilla a algunos jugadores cuyo rendimiento ha sido, como mucho, discreto. Sí, ya sé que esas no fueron mis palabras exactas, mas bastante tengo con recordarlos como para encima volverme impertinente a través de la repetición de adjetivos. La sola mención de aquéllos degradaría la calidad de este texto –en el caso de que usted, estimado lector, sea tan buena gente que considere que este texto tiene algo parecido a “calidad”–.

Empero, hay luces entre tanta oscuridad y entre tanto maremágnum de desánimo. Una de ellas nos llegó en el estío de 2014, aunque nosotros ignorásemos en aquel momento la dimensión que alcanzaría esa buena nueva. Se trataba de un veterano nacido en Madrid que venía de batirse el cobre varios años en Segunda y que traía en el zurrón de sus méritos una Liga de Campeones ganada con un club inglés que viste de rojo y que no es el Manchester United, el Nottingham Forest ni, por supuesto, el Crewe Alexandra.

Sincérese consigo mismo, futbolero: por más cartel que traiga, el fichaje de un jugador de 35 años no suele situarle en un nivel de ilusión comparable al de un niño de ocho años cuando ve por televisión a un personaje rectangular y agujereado de color amarillo que tiene por amigo a una estrella de mar. Usted, por esas crueldades que encierra el fútbol, podrá pensar –y no se culpe por ello, puesto que la reflexión es compartida por muchos– que alguien de esa edad no se halla en su mejor momento, que viene aquí a quemar, si es que lo guarda, el último cartucho, a ganar los últimos euros de su carrera y a conocer las bondades del lugar.

El primer año de ese hombre de Madrid en Huelva resultó marcado por dos acontecimientos de singular importancia, cada uno por cuestiones bien dispares. El primero era el 125 aniversario del club que un buen día de diciembre de 1889 fundase el escocés Mackay. El segundo, notablemente más luctuoso, fue quedar en vigésima posición. Tuvimos nuestro particular fantasma de la B y acabamos siguiendo los derroteros que nos marcaba. Debíamos abandonar la segunda categoría del balompié español, y nos acogía con los brazos abiertos el grupo IV de la división inmediatamente inferior, lugar del cual nos habíamos despedido por la puerta grande a finales del siglo pasado.

A pesar del varapalo, descubrimos que ese treinteañero de Madrid no llegó a Huelva con el propósito único de echar buenos ratos en cualquiera de los lugares paradisíacos de nuestra provincia. Antes al contrario, empezamos a advertir que la entrega y el sacrificio partido a partido eran las divisas de su juego, sensación que con el transcurrir del tiempo se convirtió en aserto y, posteriormente, en orgullo del club.

El periplo de este hombre en Segunda B tiene una lectura que se antoja paradójica. Intentaré explicar esto de la mejor manera posible, aunque le pido mil disculpas desde ya a usted, lector, pues reconozco que no soy ningún dechado de virtudes en lo que a expresar ideas se refiere. Una nueva temporada significa una nueva oportunidad para fortalecerse, enmendar errores del pasado y aprender lecciones valiosas desde todo punto de vista. Pero, por un cúmulo de eventos sucedidos en las tres últimas campañas –a cada cual peor–, para el Recre una nueva temporada es igual a una nueva oportunidad para abundar en el defecto, confirmarse en la desdicha y no interiorizar moralejas del pasado.

Este quilombo recreativista ha tenido su fiel reflejo en lo deportivo: clasificaciones muy por debajo de lo esperado, resultados a priori imposibles –cómo nos hicieron pelo y barba con ese seis a uno en El Ejido…– y juego colectivo que ha rozado y, por momentos, sobrepasado lo infame. Y, aun con todo ello, cualquier análisis serio que una persona pretenda hacer sobre este período no puede obviar otra realidad, aquella que demuestra con hechos contundentes que ese hombre de Madrid, el más veterano de la plantilla, era el que más parecía sentir los colores y el escudo, el que creía firmemente que su función era vaciarse en cada encuentro para intentar beneficiar a sus compañeros. El que le ponía más gónadas al asunto, vaya, usted me entiende.

Solamente con ese ardor y con esa convicción de que rendirse es un concepto inválido se pueden entender esas carreras por la banda derecha, donde más de una vez y más de dos hemos sido testigos de cómo ese señor de Madrid, ya con 38 anillos en su corteza, ganaba por velocidad a un lateral izquierdo que, por edad, podría ser perfectamente su hijo. Solamente de ese modo, con la fe de quien sabe que puede y debe intentarlo, se anota un gol fantástico como el que encajó el filial del Sevilla en enero de 2016. Nuestro madrileño recibió un pase casi pegado a la banda izquierda, con un rival que lo marcaba muy de cerca. Se deshizo de él con un movimiento inteligente. El resto de la maniobra consistió –ojalá fuese igual de sencillo relatarla que ejecutarla– en correr hacia la portería sin sufrir la falta o el robo de balón de ese dorsal cinco que recién quedó detrás y que recién se dio cuenta de que su juventud, contrariamente a lo que pudiera pensar al inicio de la acción, no iba a jugar a su favor. Cuando quedó frente al portero, la sentencia fue letal: tiro raso cruzado. Andá a buscarla, arquero.

La valía técnica y física de un futbolista se mide dentro de un estadio y, sin duda, deviene en la clave de bóveda que permite construir la opinión que uno guarda sobre su desempeño. Es lo que nuestro discernimiento trabaja para forjar nuestro criterio y aseverar que fulanito es un pelotero o que menganito es un pelotudo. En este sentido, usted y yo ya sabíamos que este hombre de Madrid no era ningún tronco con la pelota en los pies. Lo que no podíamos ni sospechar, en cambio, era el compromiso social que adquirió con estos colores y con la provincia, traducido en la participación en no pocos eventos con fines solidarios. Esa disponibilidad, acompañada de una amabilidad absoluta –mientras escribo, se me viene a la memoria con mucho afecto el día en que le pedí una fotografía que hubo de ser repetida en tres ocasiones porque salía borrosa–, es la que se ha apropiado definitivamente del corazón de los onubenses, quienes hemos comprendido que la valoración futbolística de este hombre, aun enorme, se nos queda corta.

La torpeza –o la visión puramente empresarial– de quienes gestionan hoy por hoy la entidad nos privan a partir de ahora de seguir disfrutando del buen hacer de nuestro capitán con la casaca albiazul, esa que, sin ser la que protagonizaba su sueño adolescente de debutar en Primera, adoptó como segunda piel, armadura bicolor que resistió embates varios y se ganó el respeto de propios y extraños.

El tipo se nos va, pero nos queda su legado. Y muy poco hábiles tendríamos que ser para no aprovecharlo. Es por ello que a los chicos de la cantera, de todas las edades, hay que hablarles de ese hombre de Madrid que llegó en 2014 a Huelva y que en cuatro años se ganó el cariño de la afición a base de entrega por unos colores dentro y fuera del verde. Hay que hablarles de ese hombre de Madrid que, con 38 y con 39 años, corría más que muchos de veinte. Y hay que hablarles de ese hombre de Madrid que, en las peores que hemos vivido, nos demostró que dejarse la piel por el Recre era la fórmula para seguir adelante –aunque otros futbolistas no se aplicaran el cuento–.

No afirmaré que el futuro del Recre está, en un dicho bien argentino, como para tirar manteca al techo. Hoy por hoy, con el corazón en la mano, más bien nos hallamos en un momento en el cual podríamos afirmar sin temor a equivocarnos que la vida es eso que pasa mientras le descubren al club deudas otrora ignotas.

El gran Ricardo Iorio nos dejó escrito y cantado en una de las canciones más famosas del grupo Almafuerte eso de “sé vos, no más, y al mundo salvarás”. No se me escapa que la persona que ha protagonizado estas líneas no es un héroe surtidor de mayor felicidad a la raza humana mediante la invención de algún prodigio que haya eliminado las consecuencias negativas de padecimientos indecibles. Es un futbolista, y usted, estimado y paciente lector, bien podrá pensar que dedicarle estas líneas a una persona que desarrolla ese oficio es exagerada laudatio y que únicamente me falta leerle un pergamino a la usanza de 'Senderos de gloria', aquel programa que emitió Canal Sur hace ya unos cuantos lustros, y poner de fondo la zarabanda de Händel. Pero ese futbolista, ese hombre de Madrid, es un ser humano querido por los recreativistas. Y nos consta que esta tierra y sus gentes hemos dejado recuerdos imborrables en su mente.

Juan Diego Sández (Conquero) 

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