Y esto, ¿para qué sirve?

Cualquier docente que esté leyendo estas líneas reconocerá de inmediato la expresión inquisitiva que surge de tanto en tanto de la boca de niños, adolescentes y adultos en el entorno educativo: “Y esto, ¿para qué sirve?”

Y esto, ¿para qué sirve?

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Es el viejo debate de la instrumentalidad del conocimiento. ¿Para qué quiero aprender a resolver matrices, saberme la localización de los principales huesos del cuerpo humano, dónde está la Cordillera Cantábrica o ubicar temporalmente el desarrollo de la escritura en Mesopotamia? ¿Para qué? Si yo voy a litigar en los juzgados, pondré ladrillos o seré un youtuber. A mí me gusta devolverles a mis alumnos su argumento asegurándoles que, en términos filosóficos, nada “sirve” para nada o, al menos, completamente, ya que vamos a morir y ese axioma invalida cualquier aprendizaje posible. Evidentemente, es una broma cuyo último objetivo es la reflexión sobre las palabras de uno mismo, aunque suele funcionar, también se lo digo. 

Y esto, ¿para qué sirve?

El dilema sigue ahí, instalado desde hace una eternidad, repitiéndose una y otra vez, emborronando el horizonte educativo generación tras generación, irresoluble de momento, y más en este mundo donde el conocimiento ha sido secuestrado por los adalides de la hiperespecialización y la funcionalidad del aprendizaje. El gran pedagogo brasileño Paulo Freire lo llamó ya hace mucho tiempo “educación bancaria”, refiriéndose a aquella en la que el educador se reserva la prerrogativa de decidir cuáles son los conocimientos necesarios y cuáles no (necesarios para el mundo de la empresa y los negocios, se entiende) y los transmite al educando de forma memorística y acrítica. Poco más o menos como cuando le decimos a nuestros hijos: “porque lo digo yo. Y punto”.

Estas semanas vienen vientos controvertidos para el ámbito educativo. El nuevo currículo de secundaria elimina el límite de suspensos para poder titular como graduado en ESO, se olvida de la filosofía definitivamente e introduce perspectivas sociales a mundos tan usualmente asépticos (no lo son, pero así se ven desde hace siglos) como las matemáticas. Incluye bastante más asuntos, pero estos tres concitan la mayor parte de los conflictos. Interpretaciones hay, como siempre, para todos los gustos. En España, por tradición, la cuestión se ha desplazado hacia, cómo no, la política. Los “a favor” y los “en contra” suelen coincidir en una cuestión: jamás aceptarán ni parte ni toda la visión del adversario. Mientras tanto, el deseado consenso nunca llega; las normativas se aprueban mediante arabescos parlamentarios lastrados por devoluciones de favores o aprobaciones de presupuestos cuando sea menester. 

Desconozco el efecto que tendrán estas medidas en la sangría de alumnos que huyen del sistema educativo cada año. Lo que sí les recuerdo es que el currículo español es, probablemente, el más sobrecargado de nuestro entorno. Si leen ustedes lo que, según la normativa, un niño de primaria debe aprender, se caerían de espaldas. Y en secundaria, más de lo mismo. Es descorazonador. No se puede abarcar en el período lectivo anual. Imposible. Al menos, con el mínimo de calidad necesario. El problema, en cualquier caso, radica en la selección, más que en la cantidad. La decisión de suplantar el saber humanístico, tan necesario para la formación académica y ética del ser humano va en detrimento de la calidad educativa. Y eso lo han hecho consistentemente los dos partidos políticos que han gobernado España desde hace más de cuarenta años. 

El objetivo del aprendizaje debe ser el desarrollo intelectual, ético y social (y político, por qué no) del individuo, no un título, diga este lo que diga. Sin embargo, en España vivimos envueltos desde hace décadas en eso que llamamos “titulitis” y que nos impele a conseguir los documentos acreditativos, más que los conocimientos necesarios para ello. Facilitar la consecución del título podrá maquillar los datos del fracaso escolar endémico de la sociedad española, pero no solucionará el problema de fondo: elegir qué tipo de sociedad queremos ser, en quiénes queremos convertirnos como nación.

Los matices normativos son solo el escenario donde la verdadera trama se desenvuelve. Los maquillajes curriculares proveen al sistema de leña suficiente para mantener el fuego de la discordia encendido, pero soslayan una y otra vez la gran pregunta necesaria para reconducir de una vez el rumbo educativo en nuestro país: quiénes queremos ser. Y esta pregunta sigue aún sin respuesta. 

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