CONCIERTO EN EL GRAN TEATRO
La metafísica nuclear de Lapido
‘El Maestro’ Jose Ignacio Lapido ofició la liturgia en esencia y sustancia de sus canciones, virtuosismo generoso al natural con la guitarra acústica y la voz transmitiendo la hondura de su pluma. Él solo se bastó para defender con energía la vestida desnudez de sus composiciones. Con una puesta en escena sobria y sencilla demostraron seguir siendo grandiosas, capaces de maravillar a sus fieles, que saborearon la ceremonia de un modo especial en un íntimo Gran Teatro.

El hábito no hace al monje y José Ignacio Lapido siguió siendo ‘El Maestro’ y no el protagonista de ‘El traje nuevo del Emperador’ sin su túnica eléctrica envolviendo los sonidos del concierto que ofreció en la noche del viernes en el Gran Teatro de Huelva. Ante un selecto grupo de fieles entregados el oficiante desenvolvió en solitario la ceremonia sus canciones, presentadas en esencia y sustancia, desde el núcleo, sin perder un ápice de su profundidad de ideas, de sus matices sonoros, de su fuerza vital, todo ello retumbando con afilado ritmo entre las remozadas butacas. Un bocado exquisito.
La antología en cadena fue un monólogo compartido en el que Lapido desarrolló su metafísica personal musicada, presentada con crudeza natural en su mensaje y con la mística conferida por el virtuoso desempeño entre las cuerdas metálicas. Ejerció de narrador omnisciente de la dubitación irresoluble que constantemente le embarga. Su cosmogonía gira, con poesía e irónico humor, en torno a la consciencia del paso del tiempo y la devolución de sus préstamos, la fugacidad de los sentimientos, los mecanismos de una sociedad de mentiras dulcificadas y laberintos, de libertades disfrazadas, de parlamentos con el diablo, de maniqueísmos y supersticiones, de fenómenos mágicos y también habla de solitarios en huída, al margen de la ley de la normalidad, de románticos perdedores y de los recovecos de su alma…
Por primera vez en ese tiempo estaba solo ante el peligro sobre las tablas, pero logró convencer y contentar a todos los presentes, sabedores de que saboreaban algo distinto, felices con un regalo único en tiempos de pandemia. El público no echó en falta a la banda, pero un hombre de rock como él buscó instintivamente en la silenciosa penumbra del escenario alguna respuesta que sabía que no tendría.
Sin los ropajes de la instrumentación adyacente seguían en carne y hueso las canciones, pero sobre todo en su espíritu, quizás más cercanas a cómo se compusieron. Simpático y cercano, Lapido, bromeaba con ser el emperador desnudo y agradecía en los escasos segundos que dejaba entre un tema y otro en hora y 45 minutos de deleite.
Y qué mejor modo de comenzar la antología de sus temas más emblemáticos que con ‘No sé por dónde empezar’, tema de su segundo disco en solitario, donde construye “un cielo particular”, donde recorre “la distancia a una respuesta” y acaba cansado de “enroscar bombillas y creer que son ideas”. Continuó con un momento vital anterior a ese en su carrera con ‘Ladridos del perro mágico’, con un nervio más pausado pero igual de brillante.
Reconectando con su pasado salesiano y abriendo vía en su capítulo de ironía religiosa, escenificó una particular misa en ‘Estrellas del purgatorio’, de su último trabajo, donde “Sin combustible, sin repertorio / atascados entre el bien y el mal / vivimos a siete manzanas de Dios y a siete del demonio”. Luego se subió a los retratos en círculo de ‘El Carrusel abandonado’ y continuó, acordándose de su pianista, Raúl Bernal, que le iba a acompañar pero está recién operado, con ‘Antes de morir de pena’, una especia de colección de cantos de cisne: “Antes de morir de pena / brindaremos por nuestros fracasos / antes de firmar la tregua, gastaremos la munición”.
En la última oportunidad que refleja ‘No hay vuelta atrás’, desmadejó pensamientos filosóficos: “Buscasteis el sentido de la vida y la vida siempre ha sido así / dura como el olvido, breve como una caricia / quizá os lo digan cuando ya no haya vuelta atrás”. Y siguiendo con los perfiles de lo incomprensible dio el salto a su “recurrente aspiración de conseguir la invisibilidad” con ‘Hasta desaparecer’ : Estamos tan cerca de lo absurdo / tan lejos de la ingravidez / te explico en que consiste el truco otra vez / cierra los ojos cinco segundos hasta desaparecer”.
El cromatismo hecho estados de ánimo se desenfundó con “En la escala de grises / nos movemos tú y yo / ¡Se nos ve tan felices! / en la escala de grises o en la escala menor / soñando arco iris sin ver el color”. Y de ahí a la descripción del abandono apocalíptico de ‘No queda nadie en la ciudad’, donde “el asfalto ve crecer las malas hierbas, los semáforos dan paso al bien y al mal, Dios no está ni se le espera, nadie sabe dónde está”.
Sobre pérdida y pasó del tiempo hay canciones lapidianas donde elegir, pero se decantó por una “especial”, ‘Lo que llega y se nos va’, donde se desvanece “el tiempo, lo soñado y lo real”. “Sabéis que lo inmutable hoy se tambalea / y la estúpida ilusión de eternidad se contrae, se dilata y se agrieta / lo que llega y se nos va”.
“Si queréis jugar, los dados están trucados / si preferís soñar, los sueños os mentiran / Tenéis la realidad y no es como os la han contado / No es como en la versión oficial”, relató después Lapido en la canción titulada como el último verso, donde la verdad siempre resulta inalcanzable. Como lo es el lugar indeterminado pero concreto de ‘El ángulo muerto’, donde “nadie me ve”. “Estoy en ninguna parte / Rozando el desastre / sin nada que hacer / estoy flotando en el aire / supongo que sabes / que abajo no hay red”, expresa en el tema inmortalizado a dúo con Miguel Ríos.
Recreó una conversación de ascensor en la planta decimotercera con el diablo en ‘El más allá’ y encadenó a todo tren los versos de ‘Espejismo nº 7’, la primera incursión en 091 de la noche. “En papel celofán envuelvo mis sueños / mañana los regalaré / Mientras le daré gracias al cielo / la razón no sé cual es”.
Con la Venus del espejo, el hombre de las cavernas y el pensador de Rodin recorrió tristezas y estrellas de techo en ‘La antesala del dolor’ y con preciosismo bohemio se internó en ‘Con la lluvia del atardecer’: “Como el perro que esconde su hueso / como un preso en la isla de If / guardo esquirlas doradas de sueños / en un viejo cuaderno gris”. Ofició más música sin electricidad pero con palpitante fuerza en ‘Cuando el ángel decida volver’ y embelesó con la cadencia de ‘Algo me aleja de ti’. “Pusiste en el crucigrama / la P de poema y puñal / al acabar dijiste en voz baja / algo me aleja de ti”.
Lapido recobró el punto enérgico con ‘Luz de ciudades en llamas’, donde los impactos en su Gibson avivaron el fuego proyectando “sombras en el corazón” mientras hay “amantes que suben y bajan del último tren”. Como truco final, tras un breve descanso, sacó de la chistera una versión especial del ‘Sigue estando Dios de nuestro lado’ de 091, paradigma de un concierto que navegó entre olas y ecos de rock y balada, medios tiempos sin pausa y relojes de cuerda en el diapasón, poesía de dudas y meditada impaciencia.
Es la metafísica nuclear de Lapido, una asignatura de materia inagotable y en examen continuo.