La mercantilización del mito o el antisíndrome de Stendhal
Stendhal, pseudónimo del gran escritor francés Henri Beyle, da nombre a un síndrome caracterizado por el ahogo, sofoco, temblores, vértigo o confusión derivados de la contemplación de obras de arte, especialmente cuando estas se acumulan en sucesión y son extraordinariamente bellas.


Stendhal sufrió una experiencia de este tipo visitando Florencia, una ciudad en la que es imposible sustraerse a la fascinación de sus manifestaciones artísticas, cuyas calles ya de por sí son, como suele decirse, “museos al aire libre”. El mito de Florencia ganaba así más enjundia aún de la que ya por motivos propios poseía previamente.

Dudo mucho de que en este momento, si el insigne autor francés viviera entre nosotros, pudiera experimentar un episodio similar al que vivió en el primer tercio del siglo XIX.
Los mitos, bien es sabido por todos ustedes, constituyen la argamasa fundamental sobre la cual construyeron sus identidades las sociedades de cualquier época y condición, incluida la nuestra. Efectivamente, las historias fundacionales de orígenes más o menos míticos, configuran nuestra particular manera de “pertenecer a”, de sentirnos parte de alguna superestructura más grande que nosotros mismos. Estos mitos fundacionales han dado lugar a conceptos como Patria, Religión, Nación, Raza, etc., desde cuyos cimientos los humanos nos hemos comportado como hacemos habitualmente: unas veces con dignidad y grandeza y otras con furia destructiva e ignominiosa. Hoy, estos mitos forman parte de la irremediable rueda de la economía occidental, habiendo sido desnaturalizados y convertidos en productos de consumo rápido.
Esta pequeña introducción me sirve para contarles una anécdota sobre cuya narración gira la idea a la que aludo en el título. Fui a Roma por primera vez hace quince años, para celebrar el Fin de Año junto a quien hoy es mi mujer. Nos acabábamos de conocer y ambos preparamos el viaje con la ilusión propia de quien experimenta la cercanía del mito, la consolidación de la leyenda: Roma, la Ciudad Eterna, la capital del gran imperio mediterráneo, el origen de nuestra política, nuestras leyes o nuestra lengua. La ciudad de los mil monumentos, cantada por los poetas, pintada por los mejores artistas, trufada por cientos de esculturas inolvidables e iglesias maravillosas. La contemplación serena de aquellas extraordinarias piezas de la capacidad creadora humana, me tuvieron al borde del famoso síndrome de Stendhal en varias ocasiones, incapaz de asimilar la acumulación de arte en todos y cada uno de los rincones de la ciudad (estar enamorado y realizar un viaje romántico también ayuda, ustedes me entienden).
Pues bien, para no alargarme demasiado, como suele ser habitual en estas torpes piezas mensuales con las que les doy la brasa, les contaré que este año, hemos repetido el viaje, en esta ocasión acompañados de nuestro hijo de siete años y he bautizado la experiencia, examinándola de forma general, como el 'Antisíndrome de Stendhal', así que ya pueden imaginarse cómo ha sido la cosa.

La Roma abierta y acogedora de hace tres lustros se ha convertido hoy en un parque de atracciones superpoblado, vetado a quien no esté dispuesto a dejarse por el camino grandes cantidades de dinero; donde antes la entrada era libre, ahora se suceden verjas, vallas y cordones rojos que segregan al turista que paga y accede a las maravillas de la ciudad del turista que no quiere (o no puede, al menos en todas las ocasiones) andar abonando pasta cada cinco minutos para contemplar de cerca la esencia del mito.
Las hordas de turistas (yo incluido, por supuesto) se mueven de manera sincronizada por los lugares emblemáticos de la Ciudad Eterna entre el deslumbramiento y el desconcierto, contemplando la grandeza a través de las pantallas de los teléfonos móviles, incapaces de detenerse un instante a disfrutar de la belleza que el ser humano es capaz de crear de la nada; siempre en movimiento, a la caza de la foto perfecta que demuestre nuestra estancia junto al mito. Ya no importa estar, solo cuenta dejar constancia gráfica de que hemos estado. Así, los reportajes interminables frente a la Fontana de Trevi, los selfis en la Piazza Navona y las fotos de familia en el Coliseo o San Pedro se suceden en una marcha alucinada, golpeándonos unos a otros, girando, girando, girando y gastando, gastando gastando… la mercantilización del mito, es decir, la imposibilidad del goce o, como les digo, el Antisíndrome de Stendhal.

Este acontecimiento no es nuevo, desde luego, pero se ha recrudecido en los últimos años, especialmente en esta época 'postcovid', en la que viajar no es ya moderadamente factible, sino éticamente necesario (Carpe Diem, otro mito). La grandes ciudades se han convertido en espacios deshumanizados, sin alma, parques de atracciones recaudatorios, donde no hay árboles ni apenas lugares en los que sentarse y frenar momentáneamente el impulso voraz de la masa. El tiempo medio que cada visitante dedica a la contemplación de una fachada, un cuadro o una escultura es el tiempo que se aplica a fotografiarse junto a él; después de eso, ya no vale la pena quedarse, sino continuar la búsqueda de otro mito donde capturar nuestra presencia y compartirla con otros a través de las redes sociales (un mito, el de las redes, igual o más poderoso que los mencionados, por cierto). Al igual que en la antigüedad las profecías del Oráculo de Delfos o el templo de Salomón en Jerusalén atraían a miles de peregrinos dispuestos a gastar lo necesario por tener proximidad al mito, hoy el Coliseo de Roma, el Big Ben de Londres, la Torre Eiffel de París o la Plaza Mayor de Madrid se han transformado en epítomes de este nuevo paradigma turístico consagrado al consumo rápido y la dictadura del “yo estuve aquí”.
Así que ya saben, si desean ser consumidos por el irrefrenable deleite al que sucumbió Stendhal y caer presa de palpitaciones, sudores fríos y sofocos, vayan ustedes a donde quiera que sea y si de entre la muchedumbre agolpada en el parque de atracciones al que hayan ido son capaces de vislumbrar un goce parecido al que el novelista francés vivió hace doscientos años, cuéntenmelo, háganme el favor.