La calle de las putas

Cuando era pequeño aún no habían aparecido muchos de los rincones del estuario. Recuerdo el puente nuevo, en construcción, mientras era todavía un enorme desorden de vigas de hormigón y cabestrantes, en donde trabajaban los obreros en llevar los solsticios hacia la capital a través de la nueva autopista de la costa.

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El puente antiguo, junto al titán en ciernes, atascaba el tráfico de una ciudad cuyo moblaje tardofranquista, ajeno a la belleza del paisaje, hacía gala de un provincianismo encantador y sencillísimo. Todavía en los terrenos del estadio nuevo había no sé qué edificación primitiva, a la que llegó a desbaratar una máquina que era como una excavadora y presumía de un tremendo brazo  articulado, del que pendía una bola de metal gigante que recreaba todos los meteoros del universo impactando contra las paredes del inmueble. Ni tampoco habían comenzado las obras contiguas, las del nuevo paseo marítimo, ni estaba la térmica azul, ni la conurbación de supermercados que preside el tótem amarillo del McDonald, junto a la calle de las putas. 

Por entonces ellas, las putas, paraban en la calle Gran Capitán, que ya fue reformada y adaptada a las exigencias estéticas y conductuales de la zona centro. Ahora hay allí edificios enseñoreados y no queda de ellas salvo el vestigio de una pared encalada, que tapia los aposentos de aquellos lupanares donde ejercían a la antigua, con sus madamas de toquilla, sus braseros de picón y sus crucifijos sobre el cabecero de la cama. La ciudad ha ido extendiendo una apariencia de buenos modales de manera radial, como se expanden las ondas de agua, relegando a la periferia el desempeño de los oficios más execrables. Rige, por lo tanto, una forma bastante sólida de estratificación en la distribución de las viviendas, algo a lo que estamos acostumbrados pero que desvela la instalación de una mentalidad sórdida entre nosotros: la de establecer diferencias severas entre las personas en función de su poder adquisitivo.

La condición del dinero, de la posesión, acaba prevaleciendo sobre la propia lógica, sobre la propia naturaleza de la evolución. Mi padre, por ejemplo, vivía de pequeño en una casa paupérrima de la barriada de la Navidad, que se anegaba con las mareas y carecía de alcantarillado. Para alojar las deposiciones familiares la casa contaba con un pozo ciego, que mi padre y mi tío vaciaban una vez al año. Los dos niños, mi padre y mi tío, de diez, doce, trece años, aprovechaban la madrugada para no apestar al vecindario y sólo con un cubo, sin guantes ni nada, introducían la mano en el muladar de mierda acumulada durante un año entero, llenaban el recipiente hasta los bordes y lo vaciaban en las marismas. No hace tanto tiempo de esto, pero es un relato que podría corresponder a épocas más lejanas de la humanidad. Tengo entendido que hay civilizaciones remotas que ya poseían alcantarillado, cuanto menos en la Europa de los años 70 del siglo XX. 

Cerca de esa zona, en la curva del puente, donde el McDonald y los supermercados, se ponen hoy en día las putas de más baja categoría. Sigue siendo palpable la contradicción terrible que conlleva la convivencia en una misma época de tan dispares estadios de la evolución humana, y la herida que produce en los valores de la gente. La otra noche, una de estas noches de frío supremo que están dándose ahora, permanecía estacionado con las luces apagadas un coche de la policía, junto a la curva del puente, frente a las prostitutas. La disuasión de la policía impedía que ningún cliente se acercase, pero ellas seguían allí, perpetrando un gambito helado e infructuoso con la propia ley. La ley no predice que sus efectivos lleven mantas, que se construya algún tipo de refugio, que tengan bebida caliente, asistencia sanitaria. O que ninguna persona se tuviera que ver forzada a ganarse la vida de esta manera. La ley sólo proscribe el comportamiento en base a una moralidad dudosa, y va alejando y encerrando en barrios las miserias comunes, que son miserias colectivas, con tal de proteger la apariencia de civilización que ofrece nuestra especie en los barrios decentes. Apariencia, porque una civilización no puede llamarse de tal forma cuando permite una disparidad tan tremenda entre sus integrantes.

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