De esta saldremos mejores

La primera vez que escuché los términos 'estado de alarma' o 'confinamiento', conducía hacia mi casa desde la sierra de Aracena, donde trabajaba en aquel momento, con la certidumbre de que no sería tan fiero el león como lo pintaban.

De esta saldremos mejores

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Aquel virus de nombre extraño y procedencia lejana no cruzaría Despeñaperros, se quedaría holgazaneando un poco por la zona de Madrid y desaparecería en un par de días, como cualquier otro ataque de pánico colectivo en nuestras sociedades hiperconectadas y globalizadas. Me gustaría decirles lo contrario, que siempre supe el alcance y la gravedad de la situación, pero no es así; más bien al contrario, supuse que se trataría de un chaparrón y poco más. Jamás imaginé que las escuelas cerrarían, que el país se clausuraría o que la pesadilla se extendería a lo largo de muchos meses cobrándose la vida de miles y miles de personas (y aún sigue ahí, agazapada, como cualquier otra pesadilla). 

Las continuas actualizaciones de los noticieros radiofónicos aumentaban la gravedad de la situación a cada minuto, exhibiendo el aumento desproporcionado de contagios en todo el mundo, la imposibilidad de los sistemas sanitarios para atajar una enfermedad incomprensible contra la cual no funcionaba ninguna de las barreras epidemiológicas conocidas o las primeras medidas establecidas por los gobiernos que incluían soluciones temporales tan insólitas como el cierre de los espacios aéreos o la clausura sine die de las fronteras terrestres. Cuando llegué a casa, tras unas tres horas de viaje, el mundo había cambiado para siempre. Ustedes se me acuerdan de esto, ¿verdad?

Una de las frases más utilizadas en España durante el confinamiento de 2020 fue la que da título a esta torpe columna: “De esta saldremos mejores”, cuya formulación encerraba el deseo de sublimar el sufrimiento colectivo mediante una especie de utopía en la que la sociedad encontraría la manera de perfeccionarse, convirtiendo la injusticia en equidad, la desidia en esfuerzo común o el desinterés por el otro en empatía universal.

Mientras tuvimos miedo aplaudimos a los sanitarios, elogiamos el denuedo de los cuerpos de seguridad del estado, vindicamos a los trabajadores de todo tipo que arriesgaban la vida (literalmente) para que no nos faltara harina para los bizcochos y compartimos nuestra vida en reclusión solidaria. Incluso aceptamos, con la indulgencia característica del opulento, que nuestros pedidos de Amazon pudieran retrasarse unos días. La sociedad aprendía de sus errores, el estado de bienestar ofrecía cobertura generalizada y el acceso ilimitado a internet nos permitía mantenernos conectados a nuestros familiares, emitir conciertos multitudinarios o reconciliarnos con el cine y las series gracias a la intervención de San Netflix.  

Pero el miedo desapareció y ni rastro de mejoría social, oiga. Al menos yo no la veo. Ni siquiera les voy a afirmar que el mundo se encuentre hoy en peor situación que hace tres años, sino que, lamentablemente, me temo que no ha cambiado gran cosa. Es normal, si me permiten la simplificación: el miedo nos hace precavidos y la ausencia de él despreocupados. ¿Cuántos de nosotros hemos dejado de fumar cuando ha llegado el “susto”? ¿Cuántos volvemos a realizar actividad deportiva mínima o abandonamos temporalmente la cervecita del mediodía cuando los resultados de la analítica nos preocupan? ¿Se acuerdan ustedes de cómo iba a cambiar el mundo tras la crisis de 2008? El escenario había sido tan aterrador que solo se podía avanzar en dirección contraria a la de los años anteriores. La especie humana se prometía a sí misma la contrición necesaria para transformar los desmanes avariciosos del ínfimo porcentaje de la sociedad que controlaba la salud económica del mundo en una mayor equidad, algo, por cierto, que jamás se cumplió. Y no solo no sé cumplió, sino que los mismos perpetradores y responsables del descalabro mundial continuaron llenándose los bolsillos en nuestras narices realizando las mismas operaciones que nos habían conducido al desastre. 

¿Y qué hemos hecho nosotros después de que el (o la) COVID nos haya dado algo de tregua? Pues nada, ya les contesto yo; seguir haciendo lo mismo que hacíamos antes, básicamente. Como les decía, ni siquiera creo que estemos peor que en 2020, sino que nos encontramos más o menos en el mismo lugar, anestesiados por el exceso de estímulos audiovisuales y por nuestra propia autocomplacencia; los grandes dilemas sociales que íbamos a restañar cuando la enfermedad desapareciera siguen produciendo los mismos quebrantos que antes; la pobreza y la desigualdad social han sido devueltas al lugar donde se encontraban: bajo la alfombra; la solución de los gravísimos problemas medioambientales vuelve a ser menos inminente; la sanidad, la cultura o la educación permanecen tendidas al sol, como la ropa mojada, al albur de los vientos electorales. En definitiva, la vida sigue igual, como cantaba el gran Julio.

Durante el ocaso del imperio romano de occidente, los mayores ejemplos de dispendio, despreocupación, cinismo, apatía o negligencia se produjeron cuando la situación era, precisamente, más desesperada, como si el ser humano hubiera sido diseñado biológicamente para desdeñar la realidad hasta que esta nos explota en la cara con toda su virulencia. No tengo certeza de ello, pero estoy convencido de que entre la ciudadanía romana de la época una frase esperanzadora y llena de optimismo sobrevolaba las conversaciones en el foro, el coliseo, el arco de Constantino o las cientos de tabernas diseminadas por la ciudad: “De esta saldremos mejores”. 

Ya conocen ustedes el resto de la historia.

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