Entre todos lo mataron y él solo se murió

“Cine, cine, cine, cine, cine,más cine por favor,que todo en la vida es cineque todo en la vida es ciney los sueños,cine son”.'Mas cine, por favor”', Luis Eduardo Aute.

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Entre todos lo mataron y él solo se murió

        Debió de ser durante el verano de 1983. Yo tendría 8 años. Mi hermana me llevó al cine Cardenio a ver 'ET', la nueva película de Steven Spielberg. Era mi primera vez en una gran sala. Como se suele decir, no cabía un alfiler; En cuanto se apagaron las luces y la pantalla se iluminó, me encontré sumergido en un mundo completamente diferente al mío. No solo eran diferentes los chicos protagonistas de la película, también lo era - ¡y de qué manera! - la madre de ellos: joven, bonita y criando sola a tres hijos (una imagen asombrosa para aquella España de principios de los años 80). De igual manera, me sorprendieron los juguetes, la cultura de barrio tan distinta, los coches, las casas, la forma de abordar los problemas, la sensación de prosperidad económica encarnada en la acumulación de objetos… fue como viajar a otro planeta. Pero hubo un momento que transformó mi vida para siempre: Elliot, disfrazado de Halloween, lleva en la cesta de su bici a ET (convenientemente tapado con una sábana, disfrazado de fantasma) hasta el lugar donde podrá comunicarse con su familia. La música entra en un crescendo de violines que augura la revelación de algo extraordinario a punto de ocurrir. Y así es, justo cuando parece que van a despeñarse por una cantera, la magia ocurre: ET hace volar la bicicleta, con Elliot y él mismo encima, la luna llena de fondo y el bosque umbrío bajo sus pies. La orquesta se vuelve loca y la melodía inolvidable de John Williams inunda la escena, transportándome, en ese mismo momento, a una especie de felicidad absoluta, una conmoción primaria nacida en las tripas y que jamás, jamás olvidaré. Recuerdo que entre el griterío enfervorecido del público, acerté a pensar entre lágrimas de emoción: “es mía, la película la han hecho para mí”.        Me juego la mano derecha (mejor la izquierda, no vaya a ser que pierda y yo no soy zurdo) a que todos compartimos un recuerdo similar asociado a la experiencia de una sala de cine, a oscuras, entre montones de desconocidos, compartiendo un instante de catarsis colectiva… ¿verdad que sí?

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Pues el cine se muere, señoras y señores. O mejor, si me permiten, voy a cambiar la oración anterior de enunciativa a interrogativa: ¿se muere el cine?

                    Los datos parecen ofrecer un sí rotundo a este pregunta. A continuación van a leer algunos datos sobre la asistencia a los cines en 2020. Ya sé que el Covid-19 detuvo cualquier expresión cultural de masas, pero estos datos se basan en entrevistas sobre frecuencia habitual de asistencia, no se refiere a la recaudación o al número de personas que fueron al cine. Bien, el 56,4% de los encuestados afirmó no ir nunca o casi nunca al cine; el 18,4% declaró asistir menos de 5 veces al año; el 11,6% de la población manifestó que iba a las salas unas 5 o 6 veces al año, mientras que un 8,8% aseguraba ver una película mensual en pantalla grande. Solo un 3,8% de los encuestados iba dos o tres veces al mes al cine y, finalmente, un paupérrimo 0,9% de las personas entrevistadas confirmaba una visita semanal o más a las salas de cine. Hasta aquí los datos fríos e inapelables.

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Entonces, ¿se nos muere el cine o no? Pues si quieren mi opinión personal, creo que sí, al menos en lo que respecta a la asistencia a las salas de cine, no al lenguaje artístico, que a buen seguro seguirá existiendo, mutando según los vaivenes de la sociedad del momento y ofreciendo, como siempre, miles de historias de diferente factura y de diversa calidad, justo como hasta ahora. Esto podría deberse a varios motivos. A continuación trataré de explicar algunos de ellos.

En primer lugar, la asistencia a las salas de cines durante el siglo XX dejó de ser casi un acto religioso para convertirse en un acontecimiento de menor importancia popular con el paso de las décadas. Primero la irrupción y generalización de la televisión y posteriormente el vídeo Beta o VHS, el DVD o la conexión a internet, anclaron cada vez más a los individuos a los espacios privados del hogar. ¿Para qué ir al cine si podías acercarte al videoclub y alquilar miles de películas y disfrutar de ellas en la oscuridad de tu salón atiborrándote de golosinas? Actualmente, como hemos comprobado con los datos anteriormente expuestos, la asistencia es cada vez menor. La enormidad de soportes y posibilidades, unida a un estilo de vida sedentario basado en la gratificación instantánea y el culto a lo inmediato, alejan al público más y más de la experiencia cinematográfica compartida en una sala oscura.

El número de salas abiertas (tanto en multicines como salas independientes) ha caído dramáticamente, consecuencia directa del descenso de público, la subida de precios y las propias guerras entre distribuidores. Esto último es muy importante, porque cuando un distribuidor se convierte también en exhibidor, controla el mercado de una manera muy poco sutil y, de forma más grave, puede iniciar “guerras” con otros exhibidores-distribuidores que únicamente repercuten en el hastío del espectador. Cuando miren las carteleras de los diversos multicines (ahora hablaremos de ellos) pregúntense por qué algunas películas nunca se exhiben en algunos cines, mientras que en otros sí.

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Los últimos años han destapado una auténtica revolución, paralela al nuevo paradigma social organizado en torno a las redes sociales y al consumo cultural online dentro del hogar: la irrupción de las compañías de contenido en streaming, como Netflix, Amazon Video, HBO, Apple TV o Disney+, dueñas virtuales (y reales) de los contenidos audiovisuales que se producen y emiten en el planeta Tierra. El acceso relativamente barato a innumerables productos audiovisuales ha transformado de arriba abajo las costumbres de los espectadores en todo el mundo. El entramado es tan eficaz que Netflix incluso tiene una opción de emisión aleatoria, es decir, si estás cansado de buscar qué serie o película ver, ellos se ofrecen a decidir por ti y comenzar por donde el algoritmo de búsqueda decida: una posibilidad tenebrosa, en mi opinión, ya que supone una forma de entrega del libre albedrío a una máquina. Además, venciendo la resistencia de festivales cinematográficos como Venecia, Cannes o San Sebastián, Netflix y las demás compañías han impuesto un nuevo modelo de emisión que funciona al mismo tiempo en la plataforma online y en las salas de cine. Con un panorama así, podría entender perfectamente (aunque no lo comparta) a quien diga: ¿Para qué voy a ir al cine si Disney+ ha estrenado la película en su portal y podemos verla en casa? No en vano, las grandes compañías que hemos mencionado son actualmente las que más invierten en la producción de películas, habiendo absorbido, en algunos casos, estudios cinematográficos clásicos (Amazon compró este mes de mayo por 8.450 millones de dólares los célebres estudios Metro Goldwyn Meyer (MGM))”. Porque todo el mundo sabe esto: la mejor forma de vencer a tu enemigo es hacerte pasar por su amigo y salvador, hasta que dependa tanto de ti, que finalmente puedas hacer con él lo que te plazca. Netflix y las demás no solo invierten cientos de millones de dólares en películas y series, sino que también se han convertido en la segunda oportunidad de miles de actores y actrices cuyo acceso al trabajo se encontraba en apuros unos años atrás.

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Por último, y espero que de manera puntual (si logramos controlar su incidencia), el Covid-19 ha supuesto un seísmo de incalculable potencia en el epicentro de la industria cinematográfica. Además de interrumpir rodajes y dificultar la distribución, se han cerrado salas, se ha paralizado la exhibición y, como en cualquier otro ámbito, se ha contenido la respiración esperando que los daños no fueran irreparables. Si ya íbamos poco al cine, el nuevo invitado a la mesa, el miedo, no ha hecho más que incrementar la incertidumbre. Es difícil augurar posibles escenarios en una situación así, pero esperemos que con el ritmo de vacunación, el sentido común (¡ay el sentido común!) y la reapertura de las salas se normalice la asistencia.

Entonces, qué pasa, ¿se muere el cine y ya está? ¿No tenemos solución? ¿Ma vas a decir eso y te quedas tan tranquilo?

Bueno, hombre, tampoco te pongas así; supongo que podríamos ser optimistas o intentarlo, al menos. La vuelta del público a las salas depende de varios factores. Lo que está claro es que a la gente le siguen chiflando las películas, eso es incuestionable. ¿Qué puede ofrecer una sala de cine en contraposición a la tranquilidad y el confort acomodado del salón de una casa convencional donde una Smart TV hace las veces de altar pagano alrededor del cual se reúnen las familias? Pues poca cosa, si he de ser sincero. Pero destacaría las que me impelen a mí a abandonar la tranquilidad del hogar y acercarme a las salas de cine: el abandono de la rutina, la calidad del audio y la imagen en pantalla grande, la sensación de abandono (aquello que solemos denominar “meterse en la película”), la posibilidad de asistir a una experiencia colectiva, pero individual al mismo tiempo, y sobre todo, a la posibilidad de soñar, aunque suene cursi, durante un par de horas, y dejarme llevar por una historia cualquiera, ya sea la familia de Vito Corleone en el New York controlado por la mafia, Harrison Ford persiguiendo replicantes, un niño que en ocasiones “ve muertos” o el martillo de Thor y los chascarrillos de Iron Man.

Así que, ya saben, acérquense al cine, lleven consigo a sus hijos, edúquenlos en la experiencia de la gran sala a oscuras; vayan, vayan al cine, no sea que cuando cierren, nos tiremos de los pelos y lloremos añorando aquello tiempos en los que… ustedes saben cómo acaba la cosa.

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