Primus inter pares, un cuento de Navidad

Había una vez una charca donde se solazaban día y noche treinta y siete ranas. Cada jornada, al anochecer y al amanecer, croaban de manera conjunta en una cacofonía deliciosa cuyos ecos inundaban de alegría cada rincón de la marisma.

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Tres docenas de aquellas ranas eran prácticamente iguales, pero una de ellas destacaba entre las demás, no solo en tamaño, sino también en belleza, gallardía y actitud. Las demás la miraban arrobadas inflar su saco vocal hasta límites inauditos o extender sus ancas en saltos acrobáticos inimaginables con la fascinación propia del que se sabe igual, pero diferente a quien es con total claridad primus inter pares.

Al principio, el extraordinario anuro no prestó atención a las condiciones con las cuales la naturaleza la había colmado hasta el hartazgo, pero con el trascurrir de las lunas, experimentó el leve cosquilleo de la supremacía, el sutil embrujo de la hegemonía, y comenzó a pensar en que la charca donde vivía acompañada por treinta y seis ranitas no era suficiente para su grandeza; necesitaría una charca más grande, compañeras igual de poderosas que ella, objetivos más ambiciosos y un futuro plagado de éxitos entre ranas inmensas, vigorosas saltarinas en lagos profundos de orillas tan lejanas que nunca hubiera existido animal capaz de cruzar de uno a otro lado.

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Y entonces ocurrió que los vientos cálidos del verano se tornaron más fríos con el correr del otoño, y las hojas de los árboles se precipitaron al vacío, y se oyeron los primeros aullidos del frío. Había llegado el momento de partir y de decir adiós para siempre a la colonia de la charca. Las demás se reunieron para verla partir, aguardando el momento en que se dirigiera a ellas para despedirse, pero nada de eso ocurrió; al contrario, la descomunal rana dio un salto y luego otro y luego otro más y así desapareció de su vista. Ya solo quedaban treinta y seis ranas en la charca.

Poco tiempo después, nuestra amiga, orgullosa del poder de su salto y confiada, ahora sí, del seguro éxito que tendría su debut en cualquier otro lugar a donde se dirigiese, recaló en una pequeña laguna donde abundaban los sapos, las salamandras, algunas lagartijas merodeadoras y trescientas ranas.

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La antigua habitante de la humilde charca se sintió renacer cuando vio el tamaño y la belleza de sus nuevas congéneres. Por fin podría desarrollar sus talentos junto a ranas iguales a ella y no vería disminuido su potencial teniendo que compartir espacio con ranitas de charca, tan esmirriadas, como si aún no hubieran completado la metamorfosis y siguieran siendo renacuajos.

Las camaradas de la laguna la recibieron con inicial alborozo: siempre constituía un alivio encontrar semejantes entre quienes saltar, croar y alimentarse. Le encontraron una zona particularmente abundante de alimento donde alojarse y la cubrieron de atenciones. Se divirtieron con las anécdotas de su pequeña charca, donde vivía rodeada de insufribles colegas incapaces de saltar de un lado a otro del remanso de agua verdosa de un solo impulso y aplaudieron su decisión de abandonar la antigua charquita por esta profunda laguna de agua clara, vegetación abundante y trillones de mosquitos gordos y apetitosos donde por fin podría desarrollar las importantes empresas para las cuales había sido llamada. Pero más tarde, cuando acabó por integrarse en la comunidad, dejaron de felicitarla por cualquier mínima hazaña, dando por hecho que su singular naturaleza, semejante a la de ellas, aseguraba una ejecución adecuada de sus funciones anfibias; en definitiva: dejo de ser especial, dejó de ser primus inter pares. Ahora solo era una rana más.

El frío arreció y la comida comenzó a escasear. Por las mañanas, la laguna amanecía cubierta por una fina capa de escarcha que tardaba un buen rato en disolverse. Los vientos gélidos azotaban la llanura, silbando entre los juncos una canción siniestra. Las noches eran largas y frías y sus nuevas compañeras, poco impresionadas, apenas le hablaban; se limitaban a dar grandes saltos, alimentarse como podían y pasar el rato croando, un día tras otro, en una monotonía gris y predecible.

Y ocurrió que nuestra rana comenzó a evocar la felicidad en la que vivía dentro de su antigua charca, donde sus compañeras la admiraban y la contemplaban extasiadas, donde era considerada una rana especial, una rana entre un millón, una primus inter pares. Recordó la cálida brisa veraniega y el verdor dorado de la hierba que rodeaba el cerco de agua donde había nacido. Rememoró el eco inabarcable de su croar y el reflejo de su cuerpo extendido sobre el agua cuando cruzaba de lado a lado, sin esfuerzo, la extensión de la charca.

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Sus nuevas compañeras, cansadas de esta actitud taciturna, decidieron darle la espalda y continuar con sus vidas, aguardando los tiempos mejores que seguro llegarían. No estaban dispuestas a tolerar la debilidad de una de las suyas; si no podía soportar la competencia y la rudeza de la vida en la laguna, mejor sería que volviera a su charca y dejara de saltar con languidez entre los nenúfares, como una perdedora, lamentándose por su fracaso. La derrota no cabía en la laguna, solo el triunfo y la grandeza eran permitidos; pensamiento positivo, objetivos ambiciosos y actitud ganadora: sobre esos pilares se sustentaba el éxito de la comunidad de las ranas de la laguna.

La protagonista de esta historia abandonó el lugar los últimos días del último mes del año. Nadie se acercó a despedirla, ni una de las trescientas ranas grandes y poderosas quiso siquiera dedicarle un adiós frío e impersonal. Viajó sola durante un tiempo, sumida en la tristeza. El frío apenas le permitía avanzar, paralizando su cuerpo e inutilizando la capacidad extensora de sus ancas, ahora temblorosas y delgadas, sin las nervaduras musculosas de otros tiempos. Las noches eran especialmente peligrosas, viéndose obligada a sortear mil peligros, a evitar ser devorada por decenas de animales misteriosos y hambrientos para quienes una suculenta rana, llena de grandeza lagunera, constituía una cena salvadora con la que alcanzar una nueva primavera. Pasó días escondida bajo el fango, observando la rudeza del mundo a través de sus ojos redondos, debilitada por la falta de alimento y angustiada por la imposibilidad de encontrar el camino de regreso a la charca, su charca, el único lugar donde había sido feliz, donde el conjunto de su existencia encontraba sentido y razón de ser.

La noche del veinticuatro de diciembre, en vísperas de la Navidad que celebran los humanos, nuestra amiga la rana, resignada a morir en aquel escondrijo fangoso donde había pasado tanto tiempo que apenas podía recordar cuándo había llegado, oyó un leve ronquido, apenas perceptible entre los aullidos de la corriente invernal. Se desasió del abrazo untuoso del fango y asomó la cabeza entre la hierba para captar mejor el sonido. De nuevo le llegaron las notas sueltas de un ronquido, solo que esta vez más claro, de mayor envergadura. Consiguió salir completamente de su escondrijo y avanzó cuidadosamente, por entre los matorrales y la hierba húmeda, buscando el origen del sonido. Al poco, volvió a llegarle el mismo sonido, pero esta vez amplificado, claro e ineludible: era el sonido de varias ranas croando.

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Entusiasmada por el descubrimiento y esperanzada de nuevo en sus posibilidades de supervivencia, se esforzó al máximo para avanzar, dando saltos cortos y dolorosos, intentando cubrir la distancia que la separaba del origen del sonido en el que confiaba sus expectativas de salvación.

Ahora no cabía equivocación alguna: eran ranas croando; no muchas, pero por la entidad del sonido parecía una comunidad lo suficientemente amplia como para garantizar la supervivencia de una hermana anfibia. Se aproximó aún más, empleando sus últimas fuerzas y llegó así a la orilla de una pequeña charca, donde para su sorpresa, descubrió con incomparable alegría cómo treinta y seis pequeñas ranas croaban al unísono, como si fueran una sola, cubriendo la noche glacial con un manto de calidez proveniente de su evocadora canción. Cuando supo que había conseguido regresar a su amada charca, donde había sido tan feliz en otros tiempos, una alegría revitalizadora inundó su elástico cuerpo y dichosa, aunque sin fuerzas, se desplomó allí mismo.

Despertó poco después, rodeada por tres docenas de ranas pequeñas, inquietas y que brillaban como esmeraldas bajo la luz de la luna. Croaban de felicidad al ver que su querida compañera seguía con vida. Le proporcionaron alimento y cobijo, entre grandes demostraciones de gozo. El amanecer del día de Navidad trajo consigo una nueva mañana, más cálida que la anterior, sin una sola nube. Nuestra amiga fue recuperando el pleno control de su organismo y trató de saltar para demostrar su recuperación, pero no consiguió desprenderse del suelo. Las demás ranas la rodearon y comenzaron a croar con fuerza e insistencia para alentarla. De nuevo, hizo acopio de toda su energía recuperada durante la noche y volvió a intentarlo, consiguiendo esta vez, para alegría de sus compañeras, un salto limpio, una extensión completa de sus poderosas ancas que la condujo, si bien no hasta el otro lado, como antaño, sí hasta la mitad de la charca, donde pudo remojarse y disfrutar de la vuelta a casa. Las treinta y seis ranitas inflaron sus cuerpos al máximo y croaron como nunca, regocijándose por la recuperación de su amiga, la rana por la que habían sentido desde siempre una admiración desmedida y que volvía a la charca para regocijo de sus hermanas pequeñas.

A partir de aquel momento, nuestra rana disfrutó de la compañía de sus semejantes, gozando de la sensación inequívoca de pertenecer a una comunidad donde era querida y respetada y abandonando su antigua actitud condescendiente y desdeñosa hacia sus hermanas anfibias.

Si os acercáis por allí, veréis a treinta y siete ranas llenar el aire gélido de diciembre con las notas de una nueva canción. Y entre todas ellas, una es la que más destaca, no por el tamaño de su cuerpo, la gracilidad de sus movimientos o la potencia de sus ancas, sino por la amplitud de su sonrisa.

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