CARTA AL DIRECTOR

La playa del Espigón: es que esto es Huelva…

Conozco la playa de El Espigón desde mi adolescencia. Acudía a ella cuando apenas éramos unas pocas personas las que disfrutábamos de sus aguas. El primer baño para mis hijos fue allí. La he paseado, la he visto crecer, y he vivido todos sus cambios. Nunca Huelva y su ayuntamiento se tomaron muy en serio esta playa. Pocas cosas se hicieron para fomentar su disfrute y buen uso. Apenas algunas mejoras, todas obligadas al estar en un paraje declarado Reserva Natural (¡que no se nos olvide esto!), pero no por eso menos aplaudidas.

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Se acotaron las zonas de baño para proteger el paraje y la anidación de aves, se construyeron pasarelas de madera para acceder a las playas y se pusieron cubos de basura (muy pocos, por cierto) en el acceso a la playa. Todos los domingos, ahí iba yo. Cargada de juguetes de playa, comida para mí y para un regimiento, que para eso somos de buen comer y, ya sabemos que “la playa da mucha hambre”. Eso, año tras año.

Pero claro, en mi ingenuidad, nunca valoré con suficiente criterio la falta de civismo de determinadas personas y el nulo interés de las autoridades y del ayuntamiento. A pesar de existir cubos de basura, era habitual encontrar restos de suciedad por toda la playa. Los servicios de limpieza apenas se limitaban a vaciar esos cubos. Se convirtió en un deporte obligatorio la pesca con caña en la zona de bañistas. Más parecía que se tratara de que picara alguien nadando que un pez. Llegué a clavarme un anzuelo en el pie, y era habitual sacar madejas de hilo de pesca, con sus aparejos incluidos, de la orilla o del agua, por no hablar de los restos de cajas de lombrices, botellas y demás.

Las acampadas se hicieron habituales, con barbacoas incluidas (ya nos podemos imaginar dónde hacían sus necesidades las personas que dormían en esas tiendas de campaña). La indefensión ante estos hechos también era notable, ya que no había puestos de socorro o protección civil y nunca había presencia de la Guardia Civil o Policía Local. En una ocasión los llamé porque un grupo de personas estaba haciendo kitesurf en mitad de toda la gente y la Guardia Civil me respondió que no era su competencia y la Policía Local que no tenían efectivos. Traducido al choquero: “me alegro de verte buena, bonita”.

También la presencia de perros se hizo insoportable: andaban sueltos por la playa, se acercaban a las sombrillas, ladraban y molestaban, hacían sus necesidades (al igual que quienes acampaban) en plena arena (no, nadie recogía luego nada) y se abalanzaban a la primera persona que pasaba. Yo misma sufrí la persecución de un perro de raza peligrosa, mientras a su dueño le pareció gracioso responder “¡si no hace nada!”. Pareció no importarle mucho que el animal me enseñara desde el primero hasta el último de sus dientes. Quizás yo tengo un aspecto caricaturesco, y por eso le resultó divertido al perro perseguirme y al dueño reírse. Me encantan los animales, especialmente los perros, pero no creo que deban estar en la playa mientras haya bañistas. También me gustan los caballos, por ejemplo, y sería ridículo encontrar una playa dedicada al baño de personas llena de ellos campando a sus anchas. Claro, respecto a esto habrá quién me diga que “un caballo no es una mascota para tener en una casa”. Rectifico entonces: también me gustan los gatos, las cobayas, los hamsters, los loritos, o los peces. Ya puestos, vamos a llevar a la playa a cualquier mascota. Será divertido ver qué ocurre cuando se encuentren todos ellos: gatos, perros, loros y roedores.

Bueno, sigo que me pierdo. Todo esto, unido al hecho de que los atascos se hicieron habituales porque la gente aparcaba en plena carretera de El Espigón, donde no caben dos coches a la vez, hicieron que decidiera no volver a esa playa. Muy a mi pesar.

Pero qué alegría recibo el año pasado cuando leo la noticia de que el Ayuntamiento de Huelva ha instalado una zona de playa canina, permite chiringuitos, controla la zona con la presencia de la Policía Local y socorristas, arregla los accesos, limita los aparcamientos, pone duchas y refuerza los servicios de limpieza. Así que el año pasado vuelvo a ir a la playa, al segundo acceso, que es donde siempre he ido. Lo primero que me encuentro es un perro junto a su dueño, haciendo kitesurf (el dueño, no el perro. Si hubiese sido al contrarió sería todo un espectáculo, desde luego) dándome ambos la bienvenida: el perro ladrando y viniendo hacia mí a toda velocidad, y el dueño desplegando su vela haciendo que me tuviera que tirar al suelo, literalmente, para evitarla. El día transcurrió mal, para qué engañarnos. Seguí viendo perros, cañas, suciedad... Y sin policía a la que recurrir. Así que, de nuevo, me prometí a mí misma, agarrando un puñado de arena cual Escarlata O'Hara, que nunca volvería a pisar esa playa.

Pero, hete ahí, que este año vuelvo leer en el periódico a principios del verano que la concejal de Vivienda, Medio Ambiente y Sostenibilidad insistía en todas las mejoras que comentaba antes y que iban a ir creciendo, poco a poco, hasta convertir la playa de El Espigón en la playa de la capital: mascotas prohibidas de la pasarela uno a la cuatro, Policía Local presente, duchas, infraestructuras, caseta de salvamento... Esto, sumado a que la Autoridad Portuaria había prohibido el tráfico de coches por el espigón, me hicieron cambiar de opinión. Se me olvidó entonces la promesa que me hice de no volver a tropezar en la misma piedra y, confiando en las palabras de esta buena señora y en el hecho de que no todo lo que dice la clase política tiene por qué ser mentira (vale aquí alguna carcajada), me coloqué mi bikini, mis chanclas, y animé a toda la familia a volver a esa playa maravillosa que un día fue.

Sábado 12 de agosto, pleno puente. Decidí ir a la primera pasarela, donde el aparcamiento es más grande, hay un chiringuito, y pensé, por pura lógica que, al ser la playa principal, a buen seguro sería la mejor vigilada. Nada más llegar, en el aparcamiento salieron dos aparcacoches ilegales que más que organizar el aparcamiento buscaban el euro de rigor. “No pasa nada”, me repetí como un mantra. Un gran cartel ya advertía que no se permiten mascotas en esa zona. Justo cuando terminaba de leer eso, pasaron a mi lado cuatro perros con sus respectivos dueños. “Bueno”, me dije, “lo mismo es casualidad y no se han enterado que a 300 metros hay una playa canina”. Al entrar en la pasarela de madera de un avispero salieron un grupillo de alegres avispas a darnos la bienvenida (sí, picaron a gente, entre ellos a alguien de mi familia). Sé que no tiene la culpa nadie de que unas avispas hayan decidido acampar allí, porque también tienen derecho al veraneo, pobrecillas. Pero pensé que, en cuanto viera a la Policía o a alguien de la caseta de salvamento, le informaría de ello y la familia de avispas terminaría su estancia en su apartamento de playa antes de lo previsto. Pero nada, ni rastro de alguien a quien comentarle el asunto.

Nada más llegar a la playa, al menos seis carteles a la derecha del camino indicaban algo así como “está usted accediendo a un paraje natural donde está prohibido el baño”. Detrás de esos seis carteles había muchas familias con sus cañas, y alguien bañándose. Decidí no darle importancia. Que hubiera gente en una zona protegida parecía no preocuparle a nadie, y que lo hicieran en medio de cientos de anzuelos, menos. Así que seguí mi camino hasta llegar a la arena. Me pareció verla muy sucia. “No te embales”, pensé, “son imaginaciones tuyas, has venido a relajarte”. Salí de esa bonita reflexión cuando se me pegó un chicle en el pie. Tras varias palabras malsonantes, decidí calmarme. Había ido allí con la intención de pasar un precioso día de playa. Y ni unos aparcacoches, ni perros despistados, ni avispas, ni gente bañándose en una zona protegida, ni un puñetero chicle iban a estropearme el día. Decidí darme un baño, para lo que tuve que esquivar a dos chicos y sus respectivas cañas. Pobrecillos, debían tener un problema de visión porque no me vieron, ni a mí ni a las otras quince personas que estábamos en el agua en ese momento.

Decidí dejar jugando en la arena a la hija de una amiga. Dos añitos que tiene, una ricura. Parece que a un perro que por allí andaba también le pareció adorable, así que el animal comenzó a correr hacia ella y a saltarle alrededor. Me dio pena del perro, sordo perdido, porque por más que su dueño le gritara desde la sombrilla, no lo escuchaba. Nunca había visto a un perro sordo. Cojo sí, pero no sordo. “Quizás también sea mudo”, pensé, pero me sorprendió que ladraba con total claridad. El dueño debía tener también una discapacidad, pues aunque gritaba a pleno pulmón, no se podía levantar y agarrar al perrito. Así que me fui hacia la niña, que la muy tonta no entendía al perro y parecía darle mucha importancia al hecho de que el bicho fuera tan grande como ella. En fin, que como si estuviera en mitad de una escena de la película de Los Pájaros, comprobé que había al menos veinte chuchos, todos sueltos, en la playa. “¿El cartel de la entrada qué ponía, que era una playa para mascotas o no?”, me pregunté. Pero recordé claramente el simbolito de un perro tachado.

Miré hacia la silla del puesto socorrista, y ahí lo vi. Sentadito muy serio en su sitio. Me acerqué, sonriendo. Al fin había algo de lo prometido por la concejal del Ayuntamiento. Dejé de sonreír cuando recordé que soy miope, y que lo que me pareció un socorrista era un niño de unos cuatro años con un bañador rojo subiendo junto a unos amigos a la silla donde debería haber alguien vigilando.

Así que mi día en la playa de El Espigón fue como los de años atrás. Cuando volvía a casa, después de sortear el avispero para evitar que picaran a la niña y ésta pensara que la habíamos llevado a la selva en lugar de a la playa, decidí darme una ducha y quitarme la arena y la sal. Ni gota de agua, nada de nada. Como adorno, lo que se dice como adorno, la ducha no estaba mal, pero habría agradecido que sirviera para algo. Una pareja que venía detrás debía de pensar igual cuando quiso refrescarse para bajar la inflamación de las picaduras de avispas. Me preguntaron, con claro acento del norte, “¿en la playa no habrá un botiquín en el puesto de socorro?”. Y yo, con mi acento choquero, que para eso una es muy de su tierra, no encontré mejor respuesta que decirles: “es que esto es Huelva”.

Carmen Serrano Aguilar

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