Colombinas
091, de la resurrección a la apoteosis flamígera
La banda granadina encendió la noche de Colombinas con su sublime rock, potente y electrizante, con sus poéticas letras como munición para enérgicas melodías, para fusionarse con la vitalidad de los fans que no perdieron la esperanza en su vuelta. Con su ‘Maniobra de resurrección’ se recupera un tesoro musical que ahora se encumbra a los altares para demandar que no haya más despedidas.


A los muertos del rock no se les llora, se les recuerda a través de su parte inmortal, sus canciones. Durante los últimos 20 años los fans de 091 han sentido que aunque sus componentes se habían separado, la banda granadina aún latía a través de los potentes ecos que dejaron sus himnos. En muchos de ellos había profecías del apocalipsis y conjuros poéticos que gritar, salmos para la eternidad. “Aún sigo esperando que llegue el tiempo de mi reencarnación” habrán cantado incontables veces asumiendo el rol del crucificado con los brazos de paja y la cabeza de calabaza, sabiendo que “no hay cuento de hadas sin milagro”.
Y así fue. Las partes del mismo cuerpo, desmembradas y enterradas por separado, sin que se reconociera autor del crimen, sin necesidad de emparentamiento con Lázaro, volvieron a encajar como piezas en un puzzle que revela un mapa que lleva a descubrir unas antiguas ruinas de un valor incalculable. Siguiendo esa ruta, José Antonio García, José Ignacio Lapido, Tacho González, Jacinto Ríos y Víctor Lapido iniciaron una ‘Maniobra de resurrección’ que el público ha hecho efectiva en una exitosa gira, que en Huelva y sus Fiestas Colombinas ha tenido una feliz confirmación. Cada vez más lejos del letargo, cada vez más cerca del cenit, 091 demostró que su talento está ‘on fire’, que su vuelta es una tendencia hacia la apoteosis, que la experiencia acumulada en su ‘más allá’ particular ha eclosionado para encontrar un despertar más dulce que el pasado.

En vida la luz de las joyas talladas que fueron sus canciones permanecieron en la penumbra. No había hace más de dos décadas un grupo como éste en la escena española y no lo hay aún hoy. Por eso su vuelta ha llenado tanto, por eso el contraste tiene un efecto brillante y queda patente que el espacio que ocupan es el de mucho más amantes de la buena música de los que el quinteto nazarí que pensaba y que ahora tienen como reto que no vuelva a haber luto y despedida.
El regalo para los onubenses y visitantes fue un espectáculo de rock potente y electrizante, cargado de intensidad y fuerza, con guitarras arañando el viento en escalas y solos de los hermanos Lapido, batiéndose en duelo como empuñando sables de Star Wars, con sonidos afilados y flamígeros, ametralladoras que no paraban de encadenar notas y acordes con una ejecución perfecta y arrebatadora. Y con ellas el bajo incesante y musculoso de Ríos, vibrando en la base, donde marcaba el ritmo con contundencia arrolladora la batería de Tacho. Y fluyendo en el paisaje musical como un instrumento más la voz de José Antonio García, proyectada con ímpetu y furor para verbalizar poéticas letras que marcan la diferencia en la expresión de melodías de las que los más incondicionales no se desviaron un ápice para acompasar cada sílaba desde el coro.

Con el negro dominando las escena, la intro 'The man wiht the harmonica', de Ennio Morricone, dejó paso al tema instrumental 'Palo cortao', el esquema habitual de los shows la gira, que a estas alturas goza de una madurez precisa, en la que sus protagonistas se sienten cómodos, muy en forma en una maquinaria engrasada que fue devorando el tiempo con canciones como ‘El baile de la desesperación’, ‘Zapatos de piel de caimán’, ‘Para impresionarte’, ‘Este es nuestro tiempo’ y ‘Tormentas imaginarias’. Diversión, energía y emoción a raudales.
Siguieron echando leña al fuego temas que como ‘Nada es real’, en el que Víctor lo dio todo con una cuerda rota al viento, ‘En el laberinto’, ‘Huellas’ y ‘Si hay tormenta’, tendencia que rompió el riff de yedra del maestro Lapido en ‘La noche la luna salió tarde’, una preciosidad tras la que se volvió a pisar el acelerador con la fuerza imponente de ’Otros como yo’, con su palmas marcadas del respetable, y ‘Sigue estando Dios de nuestro lado’, ambas con su carga social tan de actualidad.

Los himnos se sucedían y el público cantaba, se dejaba arrastrar y vibraba, se entregaba al deleite del concierto con el que mucho soñaron, los que ya vivieron alguno y los que llegaron tarde. ‘El cielo está de color vino’, fue la siguiente canción y luego otro enérgico arranque de guitarra anunciaba ‘La Torre de la Vela’. A todo pulmón se cantó ’La calle de viento’, tras la que llegó un fundido a negro.
De nuevo la calma y en el silencio emergía la guitarra acústica de Lapido. Tejía notas para dibujar la versión lenta de aquel último concierto del 96 de ‘La canción del espantapájaros’, emocionante en la voz de José Antonio, que sin signos de flaqueza continuó con ‘Esta noche’, rebosante de significado con lo vivido en ese momento. El final más apoteósico posible llegó con el retrato fiel a la pasada centuria ‘Qué fue del siglo XX’ y la multicoreada ‘La vida que mala es’. Mala, muy mala, pero que a veces deja un resquicio por el que la música transciende lo físico y corpóreo y permite sentir por tiempo limitado la eternidad.