El felón renacido
Ya lo dijo Cicerón hace más de dos milenios: “La Historia es testigo de los tiempos, luz de la verdad, vida de la memoria, maestra de la vida”. En latín. Que le da más solemnidad. Como ahora casi nadie habla o entiende el Latín, gracias a los crímenes de lesa humanidad contra la educación perpetrados por el PSOE con la LOGSE y por el PP con la actual LOMCE, parece que hemos olvidado esta crucial enseñanza.
Es la maldición por vivir España. Este malhadado país no aprende de sus errores. Se permite el lujo de despreciar su historia. Vuelve a cometer los mismos pecados. Cual nuevo Sísifo: condenados a hacer rodar in aeternum la roca de sus yerros hispanos. Osamos olvidar el pasado. Éste se toma venganza volviendo a castigarnos.
Uno de los personajes más lúgubres de nuestra historia fue Fernando VII de Borbón. Hijo de Carlos IV y de María Luisa de Parma, llegó al trono después de que sus partidarios destronaran a sus padres en el Motín de Aranjuez (17 y 18 de marzo de 1808).
Poco le duró el premio a sus intrigas: el emperador de los franceses le había echado el ojo a España. Visto el desgobierno de la misma, con una oligarquía rancia y usurera, una iglesia dueña de haciendas y conciencias, un pueblo analfabeto y embrutecido, decidió entregar la corona a uno de sus hermanos: José I, el denostado Pepe Botella de las puyas hispanas.
Napoleón puso a los Borbones a cuidar flores de lis en su prisión al otro lado de los Pirineos. El cinco de mayo del 1808, en Bayona, Carlos IV y Fernando VII fueron obligados a abdicar.
No hay más que ver los rostros de ambos en los descarnados retratos que Goya les hizo, para comprender qué tipo de reyes fueron. Aconsejo echar un detenido vistazo al titulado “La Familia de Carlos IV”y leer (no en el Marca ni en La Razón, advierto) sobre sus figuras.
Carlos IV, hijo del loado Carlos III, adolecía de una grave desidia, que le hizo delegar el gobierno en su esposa y en su valido, Manuel Godoy. Fernandito conspiró para derrocar a papá. Descubierto el complot, no dudó en denunciar a sus cómplices para salvar su real cabeza. Ésta y otras maniobras borbónicas similares animaron al Bonaparte a ponerlos en cuarentena en Francia y entronizar a su hermano.
Mas el pueblo español siempre ha sido muy particular. Le tomó tirria a la polaina gala y se levantó en armas contra el invasor, convirtiéndose la Iglesia, que recelaba del tufo revolucionario y librepensador que traían los gabachos, en uno de los principales aguijones.
La llama se prendió en Madrid el 2 de mayo de 1808, antes de que los Borbones, ya en Bayona, fueran forzados a abdicar. A partir de ahí, una barahúnda de motines por toda la piel de toro, salvajemente segados por las tropas napoleónicas. Compatriotas nuestros se arrojaban a pecho descubierto contra las bayonetas de la infantería o los sables de los mamelucos, que habían derrotado a lo mejor de los ejércitos europeos. Las matanzas de civiles fueron despiadadas. No consiguieron domeñar la furia ibérica.
Mientras tanto, el rey Fernando hacía honor al sacrificio de sus súbditos lamiendo hasta la última ladilla del corso. Éste mismo recordaría en su destierro de Santa Elena al monarca borbónico: No cesaba Fernando de pedirme una esposa de mi elección: me escribía espontáneamente para cumplimentarme siempre que yo conseguía alguna victoria; expidió proclamas a los españoles para que se sometiesen, y reconoció a José, lo que quizás se habrá considerado hijo de la fuerza, sin serlo; pero además me pidió su gran banda, me ofreció a su hermano don Carlos para mandar los regimientos españoles que iban a Rusia, cosas todas que de ningún modo tenía precisión de hacer. En fin, me instó vivamente para que le dejase ir a mi Corte de París(…).
Aun a su pesar, Fernando VII se convirtió en el en el símbolo de todos aquellos que luchaban por la Independencia. Bajo el martillear de las bombas francesas, fue aprobada por las Cortes de Cádiz la Constitución de 1812, la Pepa, por ser ratificada el 19 de marzo. Una nueva España parecía estar naciendo. Nuestros ancestros se enfrentaban al enemigo invocando el nombre del monarca. Fernando VII se convirtió en el Deseado.
Con la ayuda inestimable de las tropas británicas de Wellington, los españoles consiguieron quitarse el yugo. En el Tratado de Valençay, Napoleón firma la paz y devuelve la corona hispana. Perdida su causa y acosado por los aliados, en marzo de 1814 deja volver a Fernando, que se asegura, por su parte, de que sus padres no vuelvan con él, enviándolos a rezar rosarios con el Papa.
El Borbón fue recibido en loor de multitudes por aquellos que, con su sangre, le habían devuelto su reino. La recién aprobada Constitución, que había facilitado el retorno del rey, sin embargo, no llegó a ser jurada por éste. El 4 de mayo, apuntalado por un pronunciamiento militar, deja sin efectos la Carta Magna. Reinstaura el más acérrimo absolutismo. Ordena detener a los diputados constitucionalistas y comenzar una feroz represión contra todo aquello que oliera a liberal.
Entre 1814 y 1820 España, sumida en una onerosa crisis a causa de su atraso secular y los seis años de guerra, fue obligada a volver al más oscuro pasado. El rey ordenó hacer desaparecer la prensa libre, las diputaciones y los ayuntamientos constitucionales. Cerró las universidades, devolvió privilegios y territorios a la Iglesia, restableció los desfasados gremios. La Inquisición, odiada por el pueblo, fue reinstaurada.
En enero de 1820 un golpe de estado, urdido, entre otros, por militares liberales comandados por Rafael de Riego, triunfa, tras unos principios inciertos. Se establece el Trienio Liberal. Fernando VII es obligado a firmar la Constitución. Se suprimen la inquisición y los señoríos. El rey, que fingía acatar el régimen constitucional, no paró de conspirar contra él. Alentó, incluso, un golpe de Estado entre su guardia, que fue sofocado por las milicias urbanas.
Las intrigas borbónicas se vieron recompensadas en octubre de 1823, al ser invadida, de nuevo, España por tropas francesas. Éstas, monárquicas: los 100.000 hijos de San Luis. Nada pudieron hacer los liberales. La población se desentendió. El gobierno legítimo se refugió en Cádiz, llevándose consigo al taimado monarca. Fueron duramente bombardeados.
Convencieron al rey para que negociara la rendición, asegurando ante los invasores que él se comprometía a respetar las libertades alcanzadas con la Constitución. Una vez libre, Fernando VII volvió a hacer honor a su palabra: traicionó a los suyos, se unió al contingente galo y abolió todas las normas jurídicas aprobadas durante la ensoñación del Trienio Liberal.
Habiéndole sido, así, devuelto el poder absoluto, comenzó la llamada Década Ominosa (1823-1833). Aquellos liberales, que no se exiliaron, fueron perseguidos y ajusticiados. El mismo Riego, ejecutado en la Plaza de la Cebada, de Madrid. Algunos tan sólo, por bordar una bandera constitucional, como la granadina Mariana Pineda, a la que inmortalizó García Lorca en un drama.
Se estableció una estricta censura. Se organizó un reaccionario plan de estudios en las universidades, estrechamente supervisado por la curia eclesial. Se suprimieron buena parte de los estudios científicos, reforzando los de Derecho y Teología. Se crearon escuelas de tauromaquia.
A frente de tan seráficas reformas se puso a un tal Francisco Tadeo Calomarde, Ministro de Gracia y Justicia (un híbrido incestuoso entre Gallardón y Wert). Debió calar tan hondo el obrar político del susodicho que, más de 100 años después, Jacinto Benavente criticaba al gobierno que le había tocado sufrir diciendo que “era el peor gobierno desde los tiempos de Calomarde”. Vamos, como si ahora dijéramos que el Gobierno Rajoy es el peor desde Calomarde. Que también.
El que comenzó Deseado, concluyó siendo conocido como el Rey Felón. Fernando VII, fue un soberano que no tenía escrúpulos, vengativo y traicionero. Sin palabra. Rodeado por una corte de incompetentes, meapilas y clérigos ultramontanos.
En nuestra Historia ya no habrá sólo un Felón. Otros vendrán que sombra le harán. El último, al que los dioses nos han castigado con sufrir hoy, por no haber aprendido la lección, comenzó de monaguillo de un felonín con bigote apolillado y acíbar en el carácter. Se pasó por el arco de su entrepierna el sufrimiento de sus paisanos gallegos y, sin importarle ir contra el Sexto Mandamiento de su Santa Madre Iglesia, mintió para tapar la incompetencia de sus compañeros de gobierno en el naufragio del Prestige. Lo que, según su frívolo parecer, sólo eran hilillos de plastilina de chapapote, provocó un inconmensurable desastre ecológico.
En un rasgo preclaro de lo que su partido entiende por Democracia, fue “democráticamente” señalado por el dedo del dios Ansar. Batido y humillado en dos elecciones consecutivas, ganó las últimas por descarte, por hartazgo general ante las papanatadas de su antecesor Zapatero.
Fue también “secuestrado” nada más llegar al trono. Esta vez, no por Napoleón: ahora la corona imperial la tienen la Führer Merkel y sus conmilitones de la Troika. En estas casi dos semanas que estuvo desaparecido, dejaba patente que no iba a gobernar para el país que le había entregado su confianza. Antes los mercados que el común de los españoles.
Los felones, conscientes de su insoportable mediocridad, suelen rodearse de otros más cenutrios. Así como Fernando VII encomendó el gobierno a mindangos cuales Calomarde, el nuevo felón reunió en torno a sí una oscura camarilla de ministros, que, para empezar, nombraron directores generales u otros altos cargos a parientes o barraganes. El consabido nepotismo de la Marca España: vales más por “ser de” o “acostarte con” que por “lo que haces”.
Algunos de entre sus ministros, adeptos a ciertas sectas católicas, pronto olvidaron que habían de servir a los ciudadanos de un país que, constitucionalmente, es aconfesional. Intentan aplicar su talibanismo religioso a una sociedad, que, hace ya tiempo, quiso quitarse el cilicio.
El felón renacido confió un ministerio clave a un directivo de una de las empresas que especuló a tontas y a locas, provocando el crack del que nació la crisis que hemos de afrontar. El zorro guardando las gallinas.
Aunque fueron las primeras felonías, quedaron empañadas por la amnistía fiscal, que preparó a la carta para los grandes evasores otro de sus tétricos ministros. Ningún pringado asalariado se vio agraciado por esta medida. Al contrario, más de uno nos sentimos gilipollas por venir pagando impuestos, sin posibilidad de escaquear nada para que nos puedan amnistiar también.
Y llegó el rescate a la banca. En vez de enchironar al puñado de banqueros que especuló a cuerpo de cabaret y consintió que sus hombres de paja estafaran a pensionistas, enfermos y otros incautos, miles de millones para tapar los socavones de su gestión. La población, que no tuvo ni arte ni parte en el tsunami de la crisis (más allá de sucumbir, algunos, a cantos de sirena y dejarse atrapar por un préstamo o una hipoteca, que, cual cáncer, los está devorando) fue castigada con recortes despiadados.
Muestra de la empatía de los nuevos señores del país con sus ciudadanos, cómo recibió la bancada del PP los anuncios de los recortes: aplausos, mofas y “que se jodan”, entre éxtasis orgásmicos. Ya dejó bien claro el agradable Montoro que la empatía no iba con ellos.
Encabeza nuestro héroe un gobierno de mercachifles, de tenderos de pacotilla. De usureros. De emprendedores Marca España. Todas sus medidas son mercantilistas, cortoplacistas. Venden, a precio de saldo, al país y a su clase trabajadora. A su reclamo, buitres.
Como Ministra de Trabajo, una señora, que, en su vida, ha trabajado. Sabedora de ello, confía el futuro a la Virgen del Rocío. Otro ministerio, para una que sufría apariciones marianas (mejor, “correrianas”): automóviles de lujo en su garaje, viajes y fiestas a tutiplén familiares…
Al frente de las Fuerzas de Seguridad, un presunto nostálgico del Régimen, que pretende acallar los gritos de los que padecen sus tropelías a base de leyes mordaza y represión policial.
Se desmonta, a través de sus recortes, lo público. Una panda de córvidos afectos llena sus ya pingües bolsas, haciendo negocios con la salud y la educación de todos. A cambio de dejar escuelas, institutos y hospitales públicos para beneficencia.
Todos los felones cierran o ahogan universidades públicas. Las privadas, sobre todo si están “bendecidas”, son bien halladas… Siempre habrá algún cargo esperando. Los suyos sí pagan a traidores.
Intentan establecer la censura. Dan ruedas de prensa en pantallas de plasma o en el extranjero. Vetan a algunos medios no afines, mientras que subvencionan con publicidad institucional, sufragada por la ciudadanía, a los que actúan de mamporreros. Convierten RTVE en RTVPP.
Desatienden la ciencia y el progreso. Hacen salir del país a centenares de científicos, trabajadores cualificados y millares de jóvenes. Sustituyen la solidaridad, que se ha de practicar entre iguales, por la caridad, que se ejerce de arriba abajo (quedando ellos y los suyos, por supuesto, arriba).
Conviven con la corrupción. Personajes como Bárcenas, Mata, Correa o Camps, con los que antes se llevaban a partir un piñón, son, ahora, escondidos con siete llaves. Bajo su égida, bien con su conocimiento bien por su omisión, comunidades enteras, cuales Valencia y Murcia, domeñadas lustros ya por el PP, fueron arruinadas, se convirtieron en viveros de corruptos y corruptores. Y se premia a algunos mandándolos a Europa.
No importa haber sido considerado por la ciudadanía el peor ministro de educación de toda la democracia. Como premio a tu ineptitud, a que sólo el Opus Dei y la Conferencia Episcopal estén contentos con tu LOMCE, el nuevo felón va y te da un puestazo en París, al ladico de tu parienta, pagado con fondos públicos, por supuesto. Que para eso somos neoliberales y de la FAES.
Cínicos e hipócritas, cual felones, ponen ahora carita de contrición y confiesan que, hasta hoy, han gobernado repartiendo dolor entre sus súbditos, porque pensaban más en la prima de riesgo, en los mercados que en sus ciudadanos. Pero que ahora (que se acercan las generales) van a ser buenos de verdad. A ver si sólo les votan la prima de riesgo, los mercados y los nostálgicos del antiguo régimen.
Daño enorme han hecho a la Democracia con sus mentiras, con sus atropellos, con su alienación con respecto al sufrimiento generado con su política merkeliana. Mucho más daño podrán hacer aún a la sanidad de todos, a la educación pública, a las pensiones actuales y futuras, si se les premia por su gestión y se les dan alas para seguir recortando y privatizando. Difícilmente pueden defender y gestionar lo Público quienes no creen en ello y lo ven sólo como oportunidad de negocio para los de su cuerda.
¿Por cuánto tiempo estará este desmemoriado país dispuesto a sufrir la nueva Época Ominosa? O, ¿es que, tal vez, lo que se merezcan los españoles es ser regidos per saecula saeculorum por felones?