La generación de cristal
(O cómo nos chifla inventarnos nombres para eludir la responsabilidad de nuestros propios errores).

“Imaginóse el desdichado que era todo hecho de vidrio, y con esta imaginación, cuando alguno se llegaba a él, daba terribles voces pidiendo y suplicando con palabras y razones concertadas que no se le acercasen, porque le quebrarían; que real y verdaderamente él no era como los otros hombres: que todo era de vidrio de pies a cabeza”. (Novela del Licenciado Vidriera) Miguel de Cervantes.
Llevo un tiempo dándole vueltas a la dichosa “generación de cristal”, es decir, los chicos y chicas nacidos en el entorno del año 2000. Existe una percepción negativa e intelectualmente arrogante sobre las costumbres, las esperanzas, los métodos de evasión o los desempeños habituales de esta cuadrilla de chicos y chicas: que si son indolentes, que si no les importa nada, que si carecen de referentes culturales sólidos, que si no respetan a sus mayores… No nos engañemos, en todo ello hay, como siempre, una parte de verdad, por supuesto, pero si nos paramos a reflexionar un poco, la cosa cambia.
Las generaciones humanas no se desarrollan en virtud de una suerte de reproducción espontánea, o sea, que no surgen como los gurumelos en el campo, oiga; son más bien un producto social sedimentado, derivado de la progresiva colmatación del espacio previamente existente en las generaciones previas. Las prendas que las embellecen y las vilezas que las corrompen son responsabilidad compartida entre quienes viven plenamente en ellas y quienes hemos vivido antes de ellos y que, a su vez, hemos recibido de generaciones previas.
Imagine que es un chico o una chica y acaba de nacer. Es, por ejemplo, septiembre de 2001. Hoy tendría usted algo más de 21 años. La flor de la vida; fuerte, elástico y, en su cabeza, la inmortalidad está garantizada. Tiene toda la vida por delante, el éxito al alcance de su mano; si no le ha llegado aún, estará a punto de vivir las mieles del amor, la amistad imperecedera y la diversión irresponsable. El mundo está a sus pies. Sin embargo, algo falla. No despega los ojos del móvil, continuamente enfrascado en una sucesión infernal de vídeos y más vídeos, memes, selfis y tiktoks; no estudia o, si lo hace, no parece mostrar entusiasmo; no obedece a sus padres, ni muestra respeto por los adultos; no sale a la calle a divertirse, sino que se sienta junto a otros miembros de su especie en conciliábulos virtuales donde apenas se cruzan las miradas entre ellos; no soporta la frustración o que le digan NO; es irascible y violento; se lamenta por no tener mayor número de seguidores en las redes sociales para así poder dedicarse a lo que de verdad le gustaría: ser youtuber, gamer o tiktoker; escucha una música enlatada, manoseada, posproducida de forma artificiosa y aberrante a los oídos; la sexualidad es confusa y agresiva, casi palpable a primera vista, alimentada por la pornografía que consume a toneladas desde hace varios años… podría seguir añadiendo “argumentos” como los anteriores hasta mañana.
Todo esto les tiene que sonar, si no lo han dicho alguna vez, lo habrán escuchado de otras personas o lo piensan en lo más profundo de su ser. Lo que tiene de engañoso este argumentario es que nos confiere la posibilidad de sentarnos en nuestro sofá favorito, quitarnos los zapatos, arrellanarnos en el asiento y juzgar cómodamente desde lejos a nuestros jóvenes, sintiéndonos liberados de la responsabilidad por la deriva desastrosa de su futuro.
Y qué quieren que les diga: eso, además de peligroso, muy justo no es, que digamos.
Volvamos de nuevo a su nacimiento, en septiembre de 2001. Pocos días después de nacer, dos aviones se estrellan contra el símbolo principal del capitalismo estadounidense, que es lo mismo que decir de la economía mundial. El shock es automático y está punto de derrumbar los pilares del mundo anterior a esa fecha. A partir de ahí, la inocencia en la que vivíamos, desaparecerá para siempre. Poco después, el desenfreno inmobiliario llevará al mundo a un crecimiento económico sin precedentes. Usted todavía es pequeño, pero sus padres se suben a la ola: trabajo seguro, sueldos no muy altos pero estables, vacaciones asequibles, créditos e hipotecas por los suelos, inversiones inmobiliarias delirantes… “el milagro español”, como se le llamó durante un tiempo; pero, de repente, todo ello se derrumbará y dará paso a la mayor crisis económica experimentada por la humanidad, cuyas raíces se irán extendiendo por todos y cada uno de los recovecos del mundo.
Ya tiene usted 9 o 10 años y empieza a entender algunas cuestiones. Su padre y su madre han perdido el trabajo o bien lo han mantenido en unos niveles de precariedad desalentadora; la hipoteca de su vivienda comienza a convertirse en una losa imposible de evitar y el banco aprieta cada vez más. Sus mayores no encuentran sentido a la existencia y se constata que una vida de esfuerzo y dedicación puede derrumbarse de inmediato por motivos que uno no alcanza a comprender. Por otra parte, el consumo desaforado y el uso desenfrenado de combustibles fósiles sitúa al planeta en un punto de no retorno, en el que las imágenes apocalípticas se suceden, provocando desasosiego.
En este mundo carente de sentido, comienza su adolescencia. El entramado digital gobierna el mundo; todo funciona a través de complicados algoritmos que deciden por nosotros; surgen por doquier redes sociales que perpetúan una imagen distorsionada de felicidad y belleza eternas o que permiten sacar lo peor de cada uno de nosotros. En todo este tiempo, sus padres han tratado de alejarse de la educación que recibieron ellos, tan estricta y negadora; ahora, pese a carecer de entrada económica estable, le regalan todo aquello que pide; nunca escucha un no por respuesta a sus requerimientos, por muy absurdos que sean; lleva usted años escuchando que es el mejor, que nunca se equivoca, que puede decidir lo que usted quiera, porque se lo concederán. Si tiene una rabieta, la calmarán otorgándole su deseo; le organizarán cumpleaños dignos de la corte de Nabucodonosor y su Primera Comunión surgirá de un crédito a casi el 10% de interés que ya veremos cómo se paga, porque usted merece la mejor Primera Comunión del mundo.
Para rematar la faena, allá por marzo de 2020, un virus del que nunca se ha escuchado hablar, nos mantendrá aguantando la respiración durante mucho tiempo. Usted tiene ahora 19 años y NECESITA salir, pero no puede. El riesgo es real y grave, la muerte está ahí, agazapada. De nuevo se instala en la sociedad la idea de la inevitabilidad de la desgracia; de nuevo se percata de que no vale la pena hacer nada, porque aún obedeciendo a sus padres, estudiando, trabajando y respetando a sus mayores, la realidad puede enconarse y arrebatarle cualquier cosa, incluso su vida. Así que se refugia en el mundo virtual, calentito, lleno de luces, filtros y paraísos artificiales. Un lugar irreal, pero seguro y gratificante.
¿Y me dice usted que la actual es una generación de cristal? Por supuesto que lo es, y que la indolencia, la irresponsabilidad y la desidia son habituales, también es cierto, pero reconozca que el vidrio del que están hecho nuestros jóvenes lo hemos soplado y le hemos dado forma nosotros, no es cosa de magia ni de generación espontánea, como les decía al principio. Recuerde que somos “nosotros” quienes desarrollamos las redes sociales y les entregamos móviles y tablets desde que nacen; somos nosotros quienes los sobreprotegemos y les evitamos la frustración y el necesario desconcierto del error; somos también nosotros quienes hemos llevado al planeta al borde del colapso y queremos pasarle “el marrón” ahora a otros; somos nosotros, en definitiva, quienes hemos modelado a una generación entera de jóvenes en el mayor escenario de desconcierto de la historia de la humanidad.
Así que sí, vale, generación de cristal, pero recuerde que ese mismo cristal, cuando lo miramos, nos devuelve claramente el reflejo de nosotros mismos.