el amor no era para tanto
Pedro y el facha
El rasero del fascismo está tan bajo que uno puede ser tildado de ello hasta por llevar sandalias con calcetines blancos
Seguro que conoce usted aquella deliciosa fábula atribuida a Esopo sobre el pastor bromista que se divertía asustando a la población con la llegada del lobo: «¡El lobo, que viene el lobo!» La población de la aldea acudía en su ayuda, alarmada por los gritos del chico, descubriendo una y otra vez que la amenaza no era más que un ardid insensato para paliar el aburrimiento del pastorcillo, hasta que se llegó a un punto en el que la gente dejó de prestar atención al bromista, hartos ya de sus constantes engaños. Ya conocen ustedes el final: cuando llegó el lobo de verdad y Pedro se puso como un energúmeno a gritar: ¡El lobo, que viene el lobo!», los aldeanos, calentitos y protegidos en la seguridad de sus casas se dijeron: «Anda ya y te pierdes, pamplinas», con el funesto desenlace que sirve de moraleja a esta historia.
Pues aquí, en España, nos pasa igual con el fascismo. De un tiempo a esta parte no paro de contemplar la atribución del término «fascista» o el más castizo y autóctono «facha» a quien ose inquirir o siquiera proponer enmiendas, por leves que éstas sean, a la línea argumental hegemónica defendida por nuestro gobierno (y digo «nuestro» porque se le haya votado o no, es el ejecutivo de nuestra nación), extraviado en su propia «batalla cultural», concepto éste que se ha generalizado en nuestro país para justificar el erial ideológico en el que nos hemos convertido, más centrados en el control de daños y en el impacto virtual en las redes sociales que en la trascendencia real de los problemas sociales, económicos, políticos o culturales que tanto nos apremian.
Y empieza a ser cansino, oiga, porque el rasero del fascismo está tan bajo que uno puede ser tildado de ello hasta por llevar sandalias con calcetines blancos. Si le parece ridículo aquel episodio de los cinco días de reflexión de nuestro presidente enamorado, es usted un facha; si la ley de amnistía fabricada ex profeso y en un cuarto de hora para alcanzar la mayoría parlamentaria suficiente para gobernar, le resulta a usted deslavazada, asaz vergonzosa, oportunista e injusta, es usted un fascista redomado, amante de la ultraderecha; si se ha reído con la tragicomedia del hermano de Pedro Sánchez explicando (es un decir) sus funciones laborales dentro de la Diputación de Badajoz (véanlo, como documento humorístico, no tiene desperdicio), es usted un facha, máquina del fango, propagador de bulos.
La proliferación del uso de «facha» en nuestra sociedad acomodaticia y ubérrima como epíteto multiusos contribuye a desnaturalizar la relación que mantienen el significante y su significado, de tal manera que las letras que conforman la palabra no definen fielmente el concepto que representan, es decir, acusar de facha a quien sea por motivos de antagonismo ideológico, despojándolo así de todo criterio, es como cuando mi madre llamaba «músico» a un fontanero que tocaba los platillos en la charanga de mi pueblo.
El fascismo es un asunto muy serio, oiga; sus raíces se hunden en lo más deleznable del ser humano, habiendo causado un profundo dolor a aquellos que han tenido la mala suerte de experimentarlo, tanto en el pasado como, por desgracia, todavía hoy en algunos lugares de nuestro planeta, por eso me resulta de una frivolidad insultante adueñarse acríticamente de un concepto tan dañino en una democracia asentada como la nuestra (con sus luces y sus sombras) con el único fin de culpar al vecino por no estar de acuerdo con uno.
El problema de utilizar el término tan a la ligera es que, como decíamos antes, el significado pierde su esencia real, lo cual puede contribuir a que nos quedemos sin herramientas para detectar al verdadero lobo cuando lo tengamos ante nuestras narices, golpeando con insistencia en la puerta de nuestras casas. No vaya a ser que nos pase como a Pedro (el pastor, no Sánchez) y cuando descubramos aterrorizados que el fascismo de verdad amenaza con devorar nuestras ovejas, gritemos: «¡El facha, el facha, que viene el facha!»… y nadie nos haga caso.