LA HUELVA CHOQUERA Y TABERNERA

Juan, el niño que era pirata

«Cuando yo era chico era un pirata. Porque no tenía más remedio. Estaba solo. Mi padre murió cuando tenía 5 años y mi madre se iba a trabajar al mediodía y ya no la veía hasta el otro día»

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Las casas de vecinos de Brasil Grande H24
José Ramón Andikoetxea 'Andi'

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En uno de los partidos de la calle Montrocal vivió de niño y de chaval Juan. Ahora se maneja con bastón y con una capacidad de resistencia diría yo que sobrehumana. Quizá algo tenga que ver con el espíritu indómito, rebelde e ingobernable de ese niño que habitaba los cabezos de la Huelva de los cuarenta y de los cincuenta. Porque para jugar y hacer travesuras sin parar qué mejor que el reino de los cabezos. Y en Huelva los había por doquier.

Juan es muy buen conversador y le encanta compartir estas andanzas que hoy se acercan sin disimulo ni falsas vergüenzas hasta ustedes.

Juan vivía con su familia en una casa de vecinos que, por otra parte, en aquella época era lo más habitual. Por allí cerca andaría, seguro, llorando aún en su cuna, el extraordinario músico Pepe Roca. «En mi calle había un Brasil, frente por frente a mi casa, que le llamaban Buenos Aires. Cada partido era una puerta y vivía una familia».

Imagen principal - Calle Montrocal, hoy Mckay y McDonand / Patio de vecinos del Brasil Grande / Farola frente al Cementerio de San Sebastián, que se trasladó a la calle Concepción
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Imagen secundaria 2 - Calle Montrocal, hoy Mckay y McDonand / Patio de vecinos del Brasil Grande / Farola frente al Cementerio de San Sebastián, que se trasladó a la calle Concepción
Calle Montrocal, hoy Mckay y McDonand / Patio de vecinos del Brasil Grande / Farola frente al Cementerio de San Sebastián, que se trasladó a la calle Concepción H24

«Iba a una escuela, pero la mayoría de las veces no iba». Por último, sobre los años 1955 y 1956, acudió a uno de pago. Era el Colegio de San Enrique, en la plaza de la Soledad. «Para no pagar el colegio me dedicaba a cobrar a domicilio a las familias de todos mis compañeros, cobraba los recibos para que me saliera gratis».

También hay que decir que le hacía los mandaos al director, Don Enrique. «Iba al bar La Copa a comprar vermú para el maestro». Para aguantar a los colegiales los maestros a veces recurrían a estímulos que, en aquellos entonces, no sobresaltaban la moral de nadie.

Los huertos y los cabezos

Cerca de su casa de vecinos abundaban los huertos que eran el complemento para la subsistencia de muchos onubenses en la época del hambre (de lah jambreh, escuchará usté por doquier).

En una de sus avanzadillas por los sembrados, en la retirada ya, Juan se retrasó para encontrar la intimidad y obrar de cuerpo como este le pedía. Mala maniobra fue la suya, porque el hortelano le pilló y no tuvo otra idea que confiscarle la ropa.

La solución vino vía materna. El hombre le devolvió la ropa a la madre de Juan que acudió ante la malajá de poder perder algo tan valioso. En su argumentario, el vecino tuvo amables palabras para la educación mostrada por María y duras acusaciones para los malandrines que eran su hijo Juan y sus compinches de pillerías. Le robaban la fruta, le quitaban las gallinas y los conejos… un desastre para su raquítica economía.

Casa de vecinos de Huelva H24

Aunque Juan pidió perdón al hombre eso no quitó que el castigo llegara con furia, y la ira del cielo (digamos que la madre se elevaba por encima del trasto de Juanillo) descargó golpes sin tino sobre el cuerpo de su vivaracho retoño. «Lo de costumbre».

Juan quedó dolido en el cuerpo… y en su dignidad. «Ese se creía que se iba a reír de mí». Ya dicen, con bastante acierto, que la venganza se sirve en plato frío. Juan le devolvió la jugarreta de la ropa y las penosas consecuencias, y no dudó en quemarle el gallinero y hasta una higuera.

La guapa hija del zapatero

Había una niña muy guapa en el barrio. Juan ya tenía trece y ella era más pequeña. Entre los rapazuelos se retaron para ver quién era el primero que le daba un beso a la hija del zapatero. A Juan le había falta poco para lanzarse al vacío y el desafío fue el detonante. Con una peseta por delante intentó que la niña se aviniera. Ella reaccionó con gran escándalo así que él cogió por la calle del medio y le plantó sus labios en los de ella.

Fue menuda la que se montó. El acto y el escándalo subsiguiente le llevaron a la comisaría y de segundas a la Casa de Observación, que era una especie de correccional. Aunque no era de régimen cerrado, bien cierto fue que allí se pasó tres meses sin salir. Lo que más le pesó, y con gesto rotundo lo cuenta Juan setenta años después, es que no vio en todo ese tiempo a su madre. Lo peor y más duro, sin lugar a dudas.

La Casa de Observación la sitúan sus recuerdos por el camino del cementerio nuevo, el de Nuestra Señora de la Soledad, cerca de una vaqueriza. Una de tantas que salpicaban nuestra ciudad cuando la leche se compraba no sólo fresca sino aún caliente. Luego, por supuesto, había que hervirla para evitar bacterias y microbios que te llevaran al camposanto antes de tiempo.

Los niños van a una en las piscinas de los ingleses

Juan era muy amigo de los vecinos adinerados de la zona. Muy querido por todos, él hacía más con el pequeño, con Alfonso, aunque le llevara algunos años.

Imagen principal - La piscina de los ingleses y dos imágenes del Bar La Copa, en primer plano y al fondo
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La piscina de los ingleses y dos imágenes del Bar La Copa, en primer plano y al fondo H24

Su mansión estaba rodeada de los terrenos propiedad de la familia. Donde ahora están la iglesia de San Sebastián, el colegio de los hermanos Maristas… hasta la misma calle San Sebastián llegaban. La casa señorial lucía una decoración de castillo, con escaleras alfombradas y sujetas con dorados herrajes, con armaduras y espadas… los ojos de Juan no podían sino hacer chiribitas por la opulencia del lugar. Pero, por otra parte, era la casa de sus amigos y, en definitiva, un maravilloso lugar de juegos.

Juan recuerda cómo le contaron que el obispo de Huelva de aquellos años cincuenta, Pedro Cantero Cuadrado, engañó a la viuda y se quedó con gran parte de sus propiedades por un ridículo capital. Juan recuerda que se lo contaron y por otras voces de la época parece que cuando el río suena agua lleva. Ya decía don Miguel de Cervantes Saavedra: «Tienes que desconfiar del caballo por detrás de él; del toro, cuando estés de frente; y de los clérigos, de todos lados».

Aunque estos pillastres eran más de calle. Un lugar predilecto era el cabezo donde se encontraban las llamadas Piscinas de los Ingleses. Eran tres, de agua salada y dulce, y servían para abastecer del líquido elemento a la Casa Colón. Por tanto, bañarse allí era tan atractivo como prohibido. El vigilante, con los ojos bien abiertos, había colocado unos cristales de colores sujetos a un tensor y este a una boya que flotaba en el agua. Cuando esta era removida por los cuerpos juguetones de los niños, los juegos de la luz sobre los vidrios que se agitaban eran visibles desde abajo. Entonces él trepaba ágil y veloz para, con su escopeta de cartuchos de sol, fogonear los pompis de los niños entrometidos. Alfonso se volvió con sus santas posaderas chamuscadas y ardientes de tormento y picor. «El pobre rabiaba».

Pronto descubrieron el truco del trabajador cauteloso y pudieron gozar de los baños con absoluta libertad, una vez desasidos los cristales del tensor. Disfrutar de piscina casi privada era un premio tan grande que nadie en su sano juicio debería haber pensado que Juan y sus amiguitos iban a claudicar tan pronto.

Todas las bicis de Juan

Bici que veía, bici que tomaba prestada. Soltaba una donde hallara la siguiente y así, sucesivamente, se lo montaba cada vez que le apetecía. Tanto fue el cántaro a la fuente que se rompió. Un día eligió una bicicleta aparcada en la calle Palacios, frente al bar Onuba, apoyada en el muro del Gobierno Civil. Pues mira tú que resultó ser propiedad de un policía secreta.

«Casi acabo con la oreja descolgada»

De allí a comisaría, lugar ya conocido por Juan. Hasta que acudió su cuñado y, con la premisa de que el chaval era menor, lo rescató sin mayor dilación hasta su casa. Otra cosa es que para Juan este tipo de historias siempre acababa mal o peor. Juan pagó, cómo no, por sus fechorías. El familiar lo llevó en volandas desde el Centro hasta la familiar calle Montrocal. «Casi acabo con la oreja descolgada». No puedo evitar mirársela y sí, sigue ahí, pero de milagro.

¡Palomas, a volar!

En otra de tantas el objeto de sus amistades de lo ajeno fue un palomar. Acercándose con sigilo y con precisa ejecución echaron una manta por encima y procedieron a capturar un buen número de las volanderas. Una y otra y otra y otra… hasta a saber cuántas. Puestas a buen recaudo se fueron hasta Las Tres Calles (1). Pasaron por delante del bar La Copa y se introdujeron hasta el torno del convento de las hermanas agustinas. Por allí colaron a los animales, que revolotearon libres. Por lo menos un poco, hasta que, quizá, acabaron en los fogones de las monjas. ¡A saber!... habrá que dejar volar también a la imaginación.

Juan El Tremendo

A cada peripecia que me cuenta, Juan casi se lleva las manos a la cabeza, incrédulo de sí mismo. De cómo podía haber sido tan tremendo en todas sus ocurrencias. Todos los días al llegar a casa extremaba la vigilancia por saber cuál podría ser el recibimiento que le hacía su madre. Eran tiempos de manos prestas y zapatillas voladoras.

«Yo era un pirata, pero un pirata auténtico. Yo no me explico cómo podía hacer tantas gamberradas»

A tal punto llegaban sus indómitas travesuras, que las madres le daban una buena somanta a sus hijos cada vez que se juntaban con él. «Yo era un pirata, pero un pirata auténtico. Yo no me explico cómo podía hacer tantas gamberradas». Aún muchos amigos que se lo encuentran por la Huelva de hoy le recuerdan las trastadas que Juan protagonizaba como un sino irremediable de su existencia.

Una obsesión recurrente

Y, cómo no, esta era buscarse la vida. Primero para dar satisfacción a algún capricho de niño.

Imagen - «Escarbábamos en el cabezo de La Joya y sacábamos monedas. Las vendíamos en un baratillo que había en la Plaza»

«Escarbábamos en el cabezo de La Joya y sacábamos monedas. Las vendíamos en un baratillo que había en la Plaza»

«De chaval me encantaba el cine. Para sacar dinero para la entrada escarbábamos en el cabezo de La Joya y sacábamos monedas. Las vendíamos en un baratillo que había en la Plaza. Y también cogíamos maderas viejas de los barcos y las cargábamos en un canasto de mimbre. Las vendíamos por una peseta en las casas que estaban enfrente del Manuel Lois (2) y que tenían cocinas de carbón».

Imagen principal - Tres imágenes del Teatro Mora
Imagen secundaria 1 - Tres imágenes del Teatro Mora
Imagen secundaria 2 - Tres imágenes del Teatro Mora
Tres imágenes del Teatro Mora H24

Así que las cuentas salían y las tardes de magia e ilusión, que el milagro del cine representaba en aquellos años, se hacían realidad también para los mozalbetes buscavidas. «El cine del Teatro Mora costaba cincuenta céntimos, en lo de más arriba, en el gallinero (3)».

Pero enseguida Juan entendió que estar tan despierto no le podía dar tan sólo disgustos y muchos palos en el lomo. Había que ganarse la vida, esa en la que a los pelados nadie regala absolutamente nada.

Eran tiempos en los que pronto esa idea se instalaba en la cabeza de tantas personas que veían cómo las apreturas y las necesidades eran el día a día de sus casas.

El niño Juan era un grumete en el barco de la vida, siempre presto a la zozobra por olas que casi se lo llevaban por delante, a cada momento que se acercaba más de lo debido a la borda. Después tuvo más que oportunidades para graduarse y ser capitán de los mares océanos. Astuto personaje, digno de novela de caballería o, quizá, más de la picaresca patria, vivió aventuras que muchos escucharán y pocos no se caerán de espaldas.

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Imagen secundaria 1 - El Hospital Manuel Lois, conocido como El Agromán / Cementerio de San Sebastián
El Hospital Manuel Lois, conocido como El Agromán / Cementerio de San Sebastián H24

De repente, Juan ya era un mozo, aunque aún la edad legal le pillaba algo lejos. Esto poco le importó y en cuando el azar, la suerte y el destino encendieron sus antorchas él vio que el camino estaba marcado a fuego. «Tuve una persona que fue un padre para mí, de nacionalidad griega. Alexander Aleko Lambiri se llamaba. Venía a menudo a Huelva y al final se quedó, y se casó con una vecina de enfrente mía».

«Fue una persona muy conocida en la calle Marina. Siempre estaba en una taberna, de un gallego, y buscaba gente para llevársela. Hizo mucho por los españoles. Así que hablé con él porque me gustaba navegar y trabajar. Tenía que tener un permiso materno para poder salir fuera y mi madre autorizó para que fuera mi tutor».

«Me llevó con él y nos embarcamos. Me obligó a sacar un folio (la Cartilla de Navegación) en la Comandancia. Tuvo que ser como pinche, porque de otra cosa yo no sabía nada». Y así empezaron otras historias increíbles de un chaval que fue antes pirata que marinero.

 

Notas al pie

  • (1) Las Tres Calles es de esos lugares que quedaron engullidos por el nuevo trazado urbanístico de la ciudad a partir de los años ochenta. La actual Plaza de la Palmera amplió su espacio asumiendo las Tres Calles y la zona de casas que lindaban entre la plaza y la calle Pablo Rada, que es la más afortunada, pues al quedar integrada en la zona de la plaza dio el salto a la nueva arteria y un personaje segundón en la historia es el que tiene la mejor avenida de la ciudad. Cosas de nuestra querida Huelva. Volviendo a las Tres Calles, desaparece en el nomenclátor al eliminarse los edificios que se introducían en ella. Primero se le conoció a la zona como la Plazuela o Plaza del Vizcaíno; aquí estuvo la llamada Cruz del Vizcaíno en un pozo y abrevadero, allá en el siglo XVIII.

  • (2) Llamado popularmente, hasta hoy día, El Agromán. Y ello por el cartel que durante años figuró a la vista con el nombre de la empresa constructora.

  • (3) En el gallinero.

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