la huelva choquera y tabernera

El Uno, donde las señoras de la noche

Es la excusa perfecta para poner en pie una realidad que siempre se ha intentado ocultar. Sin moralina, aquí se cuentan verdades

Hay días en los que todos los caminos te llevan a Lepe

El Pollo, un héroe de barrio

Taberna El Pozo y Bar Palomeque

La libertina e industrial Avenida Alemania H24
José Ramón Andikoetxea 'Andi'

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Sigo estando de suerte, porque la vivaracha Helena me pone sobre la pista perfecta. Primero me cuenta ella. Hilvana con la historia de su Berdigón 14 la de la taberna que su abuelo tuvo en la avenida de Alemania. Porque una cosa lleva a la otra y que este relato se aposente, placentero y pizpireto, entre las páginas del segundo tomo de la 'Huelva choquera y tabernera' (editorial Niebla, 2024) es un hecho que no puedo sino festejar.

La vida nos lleva por vericuetos no siempre amables. Esta historia, desde su crudeza en mucho de lo que cuenta y sugiere, está plena de humanidad, de personas que avanzaron como pudieron. Desde la inconsciencia, a veces, y desde la lucha. Es bueno que hoy día veamos todo ello con ojos críticos y no complacientes. Con perspectiva y no desde el púlpito ni desde la tribuna de oradores. A pie de calle y con la mano en el corazón podemos sentir que trasladarnos en el tiempo y en el espacio puede ser un ejercicio de responsabilidad.

Los orígenes

Antonio Suárez era de Paymogo, «lo más cateto que tú te puedas encontrar en la vida». En Paymogo una forma muy habitual de ganarse la vida era siendo contrabandistas, mochileros (1), de productos que se compraban en la vecina Portugal. Y eso era el abuelo de Helena. Tabaco, azúcar, café, harina o pan llegaban de esa forma para sustentar las precarias economías familiares.

El padre de su abuelo le dejó pronto, asesinado en esos años negros de la Guerra Civil y la posterior represión. La madre de este abuelo tabernero tuvo que hacerse cargo de cuatro hijos. Ella también era mochilera.

Al abuelo de Helena no le convencía ese modus vivendi porque no permitía salir de la miseria. Y se vino a la capital. Se empleó trabajando en la taberna El Uno a finales de los años 30. Enseguida se convirtió en la mano derecha del dueño, Pepe Conde Díaz. Este hombre fue después el padrino de su hijo (padre de Helena). Cuando se jubiló el dueño la taberna la cogió Antonio Suárez.

La taberna estaba de esquina, en la avenida de Alemania con calle Cala, a la izquierda. Lo que se respiraba allí se movía a caballo entre su calle, muy industrial, y la calle Gran Capitán. En la avenida de Alemania había muchos negocios familiares fabriles: carpinterías de madera y metálicas.

Imagen principal - Pepe y Antonio, agachados y Rodri, en moto / José Antonio Suárez, con su hermano en una boda
Imagen secundaria 1 - Pepe y Antonio, agachados y Rodri, en moto / José Antonio Suárez, con su hermano en una boda
Imagen secundaria 2 - Pepe y Antonio, agachados y Rodri, en moto / José Antonio Suárez, con su hermano en una boda
Pepe y Antonio, agachados y Rodri, en moto / José Antonio Suárez, con su hermano en una boda H24

En la Gran Capitán es donde se daba más movimiento de prostitutas y sus correspondientes clientes de toda la provincia de Huelva. Allí había numerosas tabernas y dos cabarés, El Bahía y El Rocío. Venían barcos lituanos y los marineros lo único que sabían decir era «Rosío, Rosío». Y en las cercanías estaba el Skandinavisk y otros del mismo estilo.

En El Uno el negocio con el vino se hacía para los trabajadores de la zona y para las Señoras de la Noche y su clientela. También se vendían chapitas de licores.

«Mi abuela era de Cabezas Rubias y se vino a servir a la casa de los señoritos, como ella decía. A la calle Rico, a la plaza de las Monjas. Donde vivían los médicos, los banqueros, la gente de poder de un nivel alto». Y cuando se casó, como la taberna estaba en un lugar tan delicado y tenía una clientela femenina que no le hacía ninguna gracia, sí que entraba en El Uno. Para no perder ojo de nada de lo que por allí pasara.

Tuvieron cuatro hijos. «Mi padre y mi tío cogieron una carpintería metálica en una nave que era de su padrino, y fue como empezaron sus negocios». La taberna la dejó en los años 70.

Pinceladas de historia

Quedo con José Antonio en Berdigón 14, el pub que regenta su hija Helena. En un rinconcito con mucho encanto las palabras lo llenan todo. En un rato se incorpora su amigo José María, con el que compartió tanto en El Uno. Y entre los dos ponen en pie historias que identifican una época llena de luces y sombras.

«Mi padre era de Paymogo y contaba que, de chaval, había que ganarse la vida y nos contaba algunas historias. Que sí, que por las noches, buscaban las lunas llenas, para poderse guiar por los caminos. Que iban cambiando para que no los pillaran. Traían cosas para poder sobrevivir, de la hambruna que teníamos».

«Se quiso venir para Huelva, probar fortuna en otro sitio. Del pueblo de Paymogo se estaba yendo mucha gente, a Barcelona y otras ciudades. Vino aquí y empezó a trabajar con Pepe Conde, que era de Moguer. Podría ser en los años cincuenta por ahí».

El Uno vivió dos etapas principales. Con Pepe Conde Díaz, primero, y, finalmente, con los camareros que se hicieron cargo: el padre de José Antonio, y su amigo y compañero Pepe Cuella. Eso fue alrededor de los últimos setenta. Las cuentas las llevaban el hermano mayor de José Antonio y el hijo de Pepe Cuella.

La relación de Pepe Conde era muy estrecha: «Había muy buen rollo y buena conexión». Hasta tal punto que sus hijos fueron los padrinos de bautismo de la persona con la que hoy converso. «Yo era el benjamín y me llevaba al colegio cuando mi padre no podía. Era la academia San Carlos. Estaba en la calle San José, justo al lado de una panadería, enfrente de la (actual) cafetería Aktea. Iba allí mañana y tarde».

Pepe Conde también tenía una bodega, en la trasera del colegio nombrado. «Allí curiosamente se rodó parte de la película 'El hombre que nunca existió'. Está todavía el local. No lo han tirao».

Esa bodega, de principios del siglo XX, la alquiló José Antonio con su hermano para montar un taller de carpintería metálica. Después la idea fue montar un mesón. La restauraron y la dejaron tal cual estaba. «Éramos así de bohemios. Todavía no teníamos el Berdigón». Por moldes para baldosas de suelo hidráulico, encontradas en el lugar, y por los restos de cenizas que hallaron en la limpieza de las vigas de cercha de madera, provenientes a buen seguro de una chimenea, entienden que aquella nave fue destinada en sus inicios a la fabricación de dicho mosaico hidráulico.

«Cuando la gente tenía unas copas de más, los números iban aumentando»

José María

En El Uno la barra del bar era de madera y la tiza coloreaba el marrón oscuro para que ninguna consumición se fuera de la cuenta. A José María, desde el otro lado de la barra, no se le escapaba una: «también hay que reconocer que había la costumbre de que, cuando la gente tenía unas copas de más, los números iban aumentando. Eso se había habitualmente». El ambiente cardeao se aprovechaba para que el negocio fuera un poquitín más boyante. José Antonio se ilusiona haciendo memoria, avivando lo que tan feliz conoció. «Eran rayas… me estás haciendo recordar... La madera era, de tanto limpiarla con lejía, tenía los surcos de la veta de la madera. Era un madero que ya tenía relieve. Estaba trabajao, de los años. No se cambiaba. Era madera que no le entraba ni la polilla. La barra estaba ocupada continuamente».

El bar tenía un pequeño patio y allí estaba la bodega con bocoyes y buenos vinos. «Espectaculares… de vez en cuando mi padre les daba las vueltas a las botellas». También tenía una azotea, por la que los que actuaban los cacos entrando hasta el taller vecino. En el que trabajaba José María. «En el medio había una trastienda, una pequeña oficina y la caja fuerte». También tenía una colección de botellitas de licores. Cuántas veces las habremos visto sobre los estantes lejanos de tantas tabernas. Cuántos ratos de niño habremos gastado curioseando en los colores y formas de estas.

Mano a mano de amigos

Entre José Antonio y José María, viendo las bromas que se gastan, existe una gran amistad. Queda claro, además, que son amantes del cachondeo.

Tiene todo el sentido tenerlos aquí juntos. Un auténtico privilegio. Porque José María trabajó durante años en Talleres Jiménez. Tenían servicio de motos Hinson, Ossa y Ducati, de tractores UTB, de cosechadoras Claas y Agria. «Y luego pues algún 600, 124, 1500… los coches que había en aquellos momentos».

José Antonio y José María empiezan, mano a mano, a enganchar recuerdo tras recuerdo. A desgranar con nostalgia esa vida que, aparentemente, se desarrollaba a espaldas de una sociedad puritana. Nada más lejos de la verdad. Los trasvases entre una realidad y otra eran continuos. Las aparentes barreras urbanas y de clase tenían filtraciones. Se sabía. Los pactos de silencio eran frecuentes. (Casi) todo el mundo masculino se encontraba allí. Pero, en la vuelta a la vida canónica, la memoria hacía sucesivos borrones y cuentas nuevas.

La zona de la avenida de Alemania tenía una gran importancia económica. La vida en La Calle y sus aledaños continuaba a su ritmo. Los personajes se repetían, noche tras noche, en las mancebías, las tabernas y los cabarés. La marinería, los buscavidas, los currantes de una zona industrial, las meretrices, las artistas de relumbrón y las de medio pelo, los chulos, las fuerzas del orden sosteniendo o aprovechando el caos tolerable…

Una realidad de mucha complejidad. Social, económica, emocional. Y por eso, para titular este escrito tengo tantas dificultades. Podrían ser, entre tantos…

Taberna El Uno. Escaparate de la vida licenciosa y de los dramas ocultos.

• La Calle de las Niñas que fuman y hablan de tú.

Para contar todas estas historias hay medias palabras, frases suspendidas en el aire. Mensajes sobrentendidos. Era y es un terreno lleno de aristas y fragilidades. Arenas movedizas, zonas resbaladizas.

Todo se agitaba a media luz, entre el susurro y la vox populi. Entre la economía sumergida y el reconocimiento de tantas familias que vivían de lo que se movía, y tanto, en esas cuatro calles. Para alguna gente todo esto pasaba desapercibido. Para otra era la sal de las ocasiones festivas. Muchos miraban para otro lado, por vergüenza. O para disimular y, a las primeras de cambio, unirse a la jarana sin fin. Atravesando el límite para llegar a la zona prohibida.

Habitantes de un mundo que sí existió

José María: «La gente se tomaba su café, el vino pesetero. Buen vino del Condado. Buen jamón, porque cortaban jamones de pata negra… siempre tenían colgaos unos pocos de jamones. Buenos quesos de por aquí y chorizos y morcones. Era todo tapa fría. Recuerdo, que nunca se me olvidará, que compraban latas de conserva grandes, de éstas de Tejero, enormes, de a quilo. Yo las veía enormes, porque era pequeño. Yo creo que eran de filetes de caballa, mayormente».

«La mañana también era mucho de consumo de aguardiente. En esa época era muy habitual, y más en la zona donde estaba: enfrente tenía lo que le decíamos en aquel tiempo la calle de las niñas que fuman y hablan de tú. Porque justo enfrente lo que estaba era el muro de Renfe y pegado, en la misma esquinita del muro, un quiosco de madera. El Minero. Detrás del muro había un caserón grande y ahí vivían trabajadores de Renfe, como un conserje. Y había otro edificio también de Renfe con un economato».

José María lo cuenta como si fuera ayer: «(El Minero) Era un quiosco de toda la vida, de chucherías. Allí mi jefe me mandaba a comprar, porque fumaba el paquete de Goya. Y un poquito a escondidas… porque te estoy hablando del año setenta y cinco… todavía estaba un poquito, digamos, prohibido lo que era el tema de preservativos… y este señor, como estaba donde estaba, allí los vendía. Me imagino que tendría, a lo mejor, un poco de paso de mano de las autoridades. Pero no lo hacía descaradamente. Lo ponía en el mostrador, al cliente que lo solicitaba, boca abajo. El sitio era ideal».

El Minero, Antonio, y su señora vivía donde el actual edificio de Rajisa, en la calle Granada. «Era ciclista, un campeón de Andalucía. Era un veterano, pero corría muy bien».

«En el bar El Uno yo no solía entrar nada más que para pedir las copas para mi oficial de trabajo. Por la copita de aguardiente a media mañana. Cuando terminábamos el sábado a lo mejor terminábamos allí. Y el ambiente que había era eso: pues las señoras que estaban allí, o señoritas, y cuatro gentes que se iban simplemente a tomar la copa». También cuenta cómo se acumulaban los vasos en el taller y era el padre de José Antonio el que tenía que ir a rescatarlos cada tanto, «porque no se los devolvíamos». Y se ríe José María por la travesura. «Y se llevaba los de él más los del Escandinavia». Podemos tomarlo como los intereses por el préstamo. «Porque cuando mi jefe salía a tomar café al bar Los Curros… lo conocerás también, en la esquina calle San José con calle Cala… mi oficial o me mandaba a mí por la copa de aguardiente o se iba él. Mayormente me mandaba a mí».

Surge la anécdota de un chaval de dieciséis años al que le pasó… ¡y que no pasaría allí!... José María duda en destapar lo ocurrido, pero con decir el pecado y no el pecador todo arreglado. Estamos hablando de los años setenta y las turbulencias sociales aún no habían llegado a un mundo tan sórdido como sugerente. «Había una gallega, muy potente ella, y dos amigos le dijeron nosotros te la pagamos. Recuerdo en la barra, estar tomando la copita de aguardiente, un sábado, después de salir de trabajar. Y le dijeron esta mujer cobra quinientas, te la tienes que llevar por cuatrocientas. Uno le dio las doscientas pesetas, pero el otro no las soltó. No cuajó. En la misma barra del bar había el trapicheo, digamos, de ¿cuánto cobras?... pues quinientas, y la cama, se solía decir».

«Una que paraba mucho ahí, que estaba continuamente, era La Pampanini (2). Era una mujer bajita, pero con pechos bastante grandes. Una de las más veteranas que estaba allí en el bar» («ostias es verdad, La Pampanini», exclama José Antonio).

José María se acuerda de otro personaje que añadía color al escenario humano de El Uno. «Le decían Ayúo, y era gitano. Y éste se dedicaba a vender fichas. Unas tiras con números, de colores. Iba sorteando y, a lo mejor, te costaba una peseta la ficha y sorteaba cien. El bar El Uno era su punto de venta. Allí es donde había más movimiento. En el bar todo el mundo paraba. Hace unos cincuenta años de eso. Tendría él unos veinte, treinta a lo mejor. Hubo una época después en la que con un carrillo de mano vendía lechugas, también allí».

«¿Y dónde me dejáis el personaje éste que había, que era torero, pero fracasao?

José Antonio

Ahora le toca a José Antonio. Tengo la impresión de que podríamos seguir tirando del hilo hasta el infinito. «¿Y dónde me dejáis el personaje éste que había, que era torero, pero fracasao? Era El Nini (3). El Nini y El Platanito. Esos son más antiguos. El Nini llevaba una muñeca, a lo mejor, y también la rifaba. Hacía rifas de ese tipo, para subsistir». «Y con santos de escayola», apostilla José María. «Había un dicho que decía eres más malo que El Nini».

José María: «Solían venir barcos sobre todo con cargamento de fosfato. El Sahara era todavía… ya creo que estaba ahí la cosa que no… pero habíamos tenido mucha relación. Y venían a llevarse el mineral de hierro y de cobre, de las minas. Teníamos bastante movimiento, antes de que hicieran el puerto definitivo». Haciendo referencia al puerto exterior. Entonces era el de la propia ciudad.

«Los marineros paraban mucho. Si llevaban embarcaos varios meses… venían allí… Sobre todo, barcos rusos. Un hermano mío que trabajaba en una farmacia me contaba que iban allí y no llevaban dinero en efectivo. Con el grupo iba un comisario que es el que iba pagando lo que ellos consumían. El alcohol se lo tomaban directamente. Puro de farmacia».

«Al bar solía llevarlos un gitano que, por lo visto, hablaba varios idiomas. Tenía el tema de ir al puerto, recogía a los trabajadores que querían ir a tomar copas. Un gitano bien metido en el mundo, digamos, del bilingüismo, porque traía gente de todos los barcos extranjeros. Él después venía por detrás. Me imagino que le darían la comisión. Lo mismo hacía con el bar que con el ultramarinos que había en la calle de atrás. En la calle Cala, esquina con Rafael Guillén. Se llamaba tienda Lucas. Si la botella de licor valía mil pesetas, les cobraba mil doscientas». José Antonio asevera «la gente vivía de esas historias».

José Antonio: «Llegaba la noche y lo que entraba era mucho extranjero. ¿Por qué? Porque date cuenta que la calle Gran Capitán, que estaba enfrente y a la derecha, tenía dos cabarés y decían ¿coño, Huelva tiene dos cabarés? Pues tiene que ser enorme. Y Huelva era un pueblo. Entonces, claro, tenía los cabarés, que eran de ciudad grande. Pero era por la cantidad de barcos mercantes con extranjeros. Lo que querían era que los llevaran a un sitio en condiciones, para gastarse parte de la pasta que habían ganao, porque ya estaban hartos de agua. ¿A qué iban? Pues fiesta, fiesta, fiesta. Y, cuando ya estaban jartos de fiesta o querían comer algo, iban para allá y comían bocadillos de buen jamón. A lo que antes aquí no se le echaba mucha cuenta, porque no había pasta».

Haciendo referencia a esta economía, sumergida e invisible a la oficialidad, afirma José Antonio: «en otras ciudades se ha mimao, porque ha sido una forma de traer pasta. Y aquí se ignoraba».

Los dos cabarés de la calle Gran Capitán eran el Rocío y el Bahía. En este segundo había hasta pianista estable y batería permanente, detalles que marcan su nivel. «Hacían funciones de sala de fiestas y de striptis». José Antonio me enseña fotos de ésta, una Pearl Wood-Fiberglass, que ahora es propiedad de un amigo suyo.

José María cuenta cómo su jefe fue el que compró El Uno para, con otros solares, construir. Encima de su empresa, que llevaba el servicio de las motos Ducati, había una pensión. Pensión Hidalgo. «Es donde pernoctaban las señoritas que iban al cabaré».

José Antonio: «Había otra pensión, más hacia delante del taller (de carpintería metálica) que teníamos nosotros en la avenida Alemania y allí también se quedaban. Hay un nombre que siempre me ha llamado la atención que es el de tanguista (4). Eran mujeres que iban a los cabarés y eran vedés. Bailaban y cantaban o tocaban el piano, y hacían su número. Era un nombre que se decía en la Calle: es que allí, en la pensión de esta mujer se quedan las tanguistas… allí se alojaban las que tenían un poco de más nivel. Se llevaban hasta las tantas de la noche en el cabaré y, a lo mejor, pues les salía un plan y lo aprovechaban. Ese era su rollo».

José María: «En aquel tiempo había muchísimo movimiento, por el trasiego de barcos, y esa gente lo que buscan es ese tipo de situaciones. Y sobre todo en esa época. Se movía mucho lo que era el cabaré».

«Había muchas broncas cada vez que había un barco. Solían emborracharse y, al final, terminaban… porque las mujeres tenían sus chulos y entonces cada vez que había una aglomeración…».

«Había también una zona que le llamaban el Callejón de las Lágrimas. Porque era donde acudían los homosexuales con chavales que iban… porque entonces esta gente pagaban para que tuvieran relaciones con ellos. Eso era por el muro de Renfe que iba rodeando. Era la calle Granada, y después continuaba por detrás, lo que es Doctor Rubio ahora mismo. Pues ahí. Estaba entre el muro y las edificaciones de planta baja que había en esta zona».

Economías paralelas

José Antonio «Allí estaba Talleres Arroyo, que era la Renault. La Renault, fite tú, era ahí. Y en la esquina del final de la calle, dando a Ruiz de Alda pues eso era Ebro (5), ¡la casa Ebro! Eran camiones españoles. Nosotros teníamos un Ebro».

«Hay un detalle curioso que me contaba a mí mi padre porque yo le decía papá, ¿cómo ha hecho tanto dinero mi padrino? Hombre, date cuenta que los señoritos de la provincia, hijos de ricos, cogían pasta y ¡me voy de fiesta! Y no se sabía cuándo iban a volver al pueblo. Sean de La Palma, sean de Bollullos… Se ponían a gastar pasta por un tubo. Cabarés, comían, luego volvían, pa´rriba, pa´bajo. Y llegaba un momento en que este hombre tenía habilidad y les hacía gastar dinero también en bar El Uno. Este hombre, Pepe Conde, congeniaba y le decían Pepe, me he quedao sin dinero y, de verdad, que necesito más pasta, porque es que me lo estoy pasando del copón. Y entonces cogía y le daba un préstamo. Pero ese préstamo era al doble. Si yo te dejaba mil pesetas, de las antiguas pesetas, que era una pasta en aquel tiempo, pues ya sabes que me tienes que dar mil quinientas. Y al final dejaban una deuda tremenda y este hombre hacía una pasta muy grande. Por eso el Escandinavia era suyo, la bodega, donde se rodó la película, era suya, donde vivía El Minero era suyo, la otra casa era suya. Donde estaba el Tú y Yo era suyo. Donde ahora mismo está Auto Recambios Coronel (en el número 1 de la avenida de Alemania), había comprado una pensión… Cuando te dabas cuenta… En Las Colonias también tenía unas pocas. Muchos terrenos y muchos locales».

«Mi padre también hacía sus historias. Por ejemplo, llegaba un inglés y le decía… sabía chapurrear un poco el inglés… y le decía si vendía el reloj. Igual traía un Omega, o un Citizen y eso no lo veíamos por aquí. Eran pedruscos. Y le contestaba que no. Pero el tío llegaba un momento que cogía una tajá y se había gastado todo y estaba petao, que aguantaban tela marinera, y le decía ¡reloj, ponme otra ronda! El inglés calculaba. Esto vale tres rondas. O cuatro rondas. Lo que fuera».

Zona prohibida, zona discriminada, zona olvidada

José María: «A las mujeres sus maridos le tenían prohibi… bueno, prohibido. No querían que pasaran por allí. Incluso las clientes que me llevaban el coche al taller, a finales de los setenta todavía, porque ya se iba un poco abriendo el tema. Pero, aun así…, el coche lo llevaban los padres o los maridos para que ellas no fueran a aquella zona y salieran de allí andando. Era incluso en la Transición prácticamente, no era en los sesenta».

Un buen amigo me cuenta cómo su padre, prestigioso cirujano recién llegado a Huelva, indagaba, por la zona, acerca de un taller mecánico para su vehículo. Se lo habían recomendado como muy bueno. Preguntó por la calle Gran Capitán a un policía municipal que, extrañado, quizá escamado, le inquirió que si sabía a dónde se dirigía. Apostilló el celoso guardián de la concordia y las buenas costumbres, allá por el año 1968, que esa calle era La Calle de los Chalecitos. Eufemismos tienen los vigilantes de la salud moral en la reserva espiritual de Occidente.

José Antonio: «Mi madre me decía, cucha, para el bar no cojas, eh. Tira por la plaza de La Merced. Porque nosotros vivíamos detrás del cine Oriente. Coge por García Pons. La carpintería. Y cortábamos camino, atravesando desde la avenida Alemania hasta paseo Independencia, para ir a la academia San Carlos. Yo ya me había hecho amigo de to la gente que trabajaban allí, porque me veían pasar por ahí to los días». Aunque sería otro capítulo, lo de las medidas de seguridad también era de otro mundo ¡un escolar pasando cerca de sierras eléctricas y demás aparatajes! «O me hacía coger mi madre por la calle Ruiz de Alda, para dar un rodeo. Y yo era un niño».

José Antonio recalca cómo, en la avenida de Alemania, en pocos metros, en pocos portales, había un cambio radical en el estatus social de sus moradores. Y muy cerca de La Calle, de El Uno, había otro mundo muy distinto. «En la primera casa que te encontrabas, al lao de García Pons, vivía Antonete. Era este hombre que suministraba a los buques. Un caballero. Estaba to muy cerca. Lo único que pasa es que la calle se dividía. A partir de García Pons la gente que vivía para allá eran de otro nivel. Ya, ahí, vivíamos otro tipo de personas. No sé si me estás entendiendo. La gente de la mala vida, como se decía antiguamente, o más discriminada, no vivían ahí. Era curioso. Pegabas el salto y era absurdo, pero era así».

«Mi madre lo del bar lo llevaba bien. Como mi padre era un trabajador… Allí no se explicaba nada».

José Antonio: «Donde conocí yo a mi mujer, en Gibraleón, nos hicimos unos amigos. Y recuerdo que un día nos vinimos al cine a Huelva. Venía yo con mi coche y, claro, yo me metí por la avenida de Alemania, que era por donde trabajábamos, y por la calle Gran Capitán, para acortar camino. Y coge y me dice ¡ah, ah, ah, me estás metiendo, ah…! y la chavala empezó a gritar. Y yo me quedé así: qué le está pasando a ésta. ¡Me estás metiendo por una calle prohibida, ah, ah!, y la tía gritando y horrorizá. Y digo yo a esta tía se le ha ido la olla. Yo lo veía como una cosa normal. Ya los cabarés estaban casi cerraos».

José María: «Que las mujeres entraran solas en un bar estaba muy mal visto. En cualquier zona. Incluso lo de fumar». «Hubo una temporada que el tramo ese de avenida Alemania estuvo abandonao. Con agujeros como trampas para leones. El asfaltao estaba de pena. Como que se discriminaba un poco aquella zona por lo que era. Y recuerdo que en el muro había pintado Avenida Alemania cloaca de Huelva. Aquello era entonces la antigua carretera de Gibraleón. Y era como algo tabú».

José Antonio: «Aquí había un comisario, que se llamaba don Antero. Él iba allí a hacer uso de lo que le diera la gana. Quería beber, bebía, quería mujeres, mujeres. Y allí era uno más que se lo estaba pasando del caraho. Pero luego, fuera, era un señor. Buah, escucha: don Antero. Lo que te quiero decir es que a todos nos gustaba esa historia, a lo mejor, pero había una doble moral. Allí era amigo de to el mundo, y buen rollo y buena historia, pero fuera… Eso era así».

José María: «Había una serie de policías secretas que estaban por allí. En algunas cosas pasaban la mano, y en otras estaban pendientes de que no se desmadrara mucho el asunto. Se movían libremente y de cuello. Pero, vamos, que eso era habitual en aquella época en toda España».

José María: «El taller estaba más bajo que el nivel de lo que era la carretera, y sufríamos inundaciones cada vez que llovía. Como teníamos el muro de Renfe enfrente el agua no salía por allí. Entonces, cuando cogía la marea alta toda el agua que venía del cabezo de San Pedro hacia abajo desembocaba ahí. Ya venía a lo mejor con veinte centímetros, por calle La Palma y calle Cala, porque tampoco las canalizaciones no eran importantes. El muro paraba el agua y no le daba tiempo a desaguar por la parte de la calle Gran Capitán. A veces llegaba a un nivel de hasta medio metro de altura. Tiraba hacia la derecha, hacia La Merced y El Molino». El agua que llegaba al taller entraba, pero no salía».

«El que siempre se dedicaba a hacer fotos era Juan, el de Platero Hermanos, que era la Casa Michelín. Cogía su cámara, una buena cámara, con sus botas de agua altas y se iba haciendo sus fotos de la riada y de los edificios»

«Había una fábrica de hielo en la esquina de calle Cala con avenida Alemania, a la derecha. La famosa fábrica de hielo».

Esperanza la grande y La Moni

Las dos aparecen, chispeantes, en la conversación que mantengo con José Antonio y José María.

Al poco tiempo, por Pablo Rada, me encuentro a La Moni. Llega bien derecha, con una mascota y su carrito de la compra. Aprovecho y le saco a colación a Esperanza. Enseguida exclama que eran muy amigas y, a pesar del frío en este desabrido enero, y que va directa al mercado del Carmen, se apresta a contar un sucedido.

Tenía una mona la tal Esperanza y un día apareció fatal, como borracha. La Moni le preguntó que qué le había hecho al animal. La mona se había tomado ¡medio bote de optalidones! Y Esperanza le decía ¡hijaputa!, ¡cómo te has puesto, te voy a traé un guitarrista pa que ahora bailes! Y la mona salió para adelante, a pesar del atracón químico.

La Moni es una excelente contadora de historias y me regala otra. «Esperanza no tenía na que ver con el Bahía. Ella tenía un bar, abajo de su casa, frente de la fábrica de nieve. Allí tenía al mono en el mostrador, pero ya después se lo llevó pa su casa. Era una mona. La mona después la donó al parque, ese del muelle, porque, ¡je!, le dio un jalón de un zarcillo de coral de la oreja y se lo tragó. De oro. Y tuvo que esperar a que la mona estuviera cagando en la jaula, para que saliera el zarcillo. No sé si lo echó o no lo echó».

Cuando de La Moni se trata, me alegra comprobar que de sus bocas sale una frase recurrente: «Es muy buena gente». Qué bueno constatar que mi Huelva tiene una ría y gente generosa reconociendo la valía humana de esta persona entrañable. También dicen que está estupenda: «ha hecho un pacto con el demonio». Nuevamente las risas explotan sin cicatería.

Ya que hablamos de Esperanza la Grande, José María da más datos. «Entre mi taller (talleres Jiménez) y El Uno había un edificio que tenía arriba la casa de Manolo. Era primavera, vamos, era homosexual, pero al mismo tiempo había sido el marido de una muy nombrada que le decían Esperanza la Grande. Y también paraba en el bar».

Paco de Castro Jarana

En este momento, y vía móvil con altavoz, tenemos otra aportación estupenda a esta animada charla. José Antonio llama a su amigo Paco de Castro Jarana.

«Recuerdo cuando la tienda de Castro Jarana era el bar Skandinavisk… Escandinavia. Era una casa de dos pisos y la tienda ocupó la parte baja. Estamos todavía. Medio edificio, la parte izquierda, de Castro Jarana era el antiguo bar. El bar también tenía un tapao de… de mujeres. Ya no me acuerdo el nombre. Era una zona tabú».

«La avenida de Alemania estaba adoquinada, y tenía tantos baches y se le echaba tan poca cuenta que los autobuses urbanos no pasaban por allí. Entraban por la calle Puerto y tiraban por la calle San José. Es que era imposible circular por esa calle, del abandono que tenía. Porque, claro, nos llevaba a un sitio… Bueno, un puterío: la calle Granada, la calle Gran Capitán. Esa calle estuvo siempre abandoná, completamente. Yo no sé, cuando montaron aquí la tienda esta gente de Jerez y Cádiz, yo no sé qué vieron… no sé si tendrían planos ya de lo que iba a ser esa zona porque meterse en esa calle, que no pasaba nadie ¿sabes? Fue un momento de lucidez que tuvieron porque, la verdad, es que el sitio que tienen ahora mismo es estupendo».

«Yo recuerdo, tenía trece o catorce años entonces, aquella calle... los adoquines eran montañas, estaban amontonaos. Y no pasaba nadie. Ya de por sí había pocos coches. Pero es que no pasaban por ahí».

Hace remembranza de cómo empezó Castro Jarana, con Juan García Jarana, de Jerez, y Antonio Castro Jiménez, de Cádiz. «Mi padre trabajó con ellos de viajante en aquellos años, en los años cincuenta ¡en moto! Hacía los pedidos por los pueblos de Huelva, de Sevilla, de Cádiz, de Badajoz ¡en moto! Con su pelliza, su maleta de cuero con los catálogos. La única forma que había de vender. Agua, rayos y centellas le han caído a él por ahí». La primera tienda que montó Castro, como Castro, en Huelva fue en la calle Rafael Guillén, en un pequeño local, junto a un obrador de pastelería que ya no existe. «Cuando se compró el Escandinavia ahí entró Jarana».

«Castro murió, en un accidente, volviendo de Zaragoza. Llegando a Sevilla por la autopista encontró una manada. Un montón de cabras y de borregos esparcíos por la carretera. Había dos o tres accidentes y se paró a ayudar a quitar cadáveres de borregos de en medio. Y un coche que venía, no lo vio y se lo llevó por delante. Ahí murió este hombre. Fite qué historia, fite qué historia».

Sobre El Minero y su quiosquillo de madera recuerda cómo iba a comprarle el paquete de Winston todos los días, de contrabando. «Al Minero lo he visto yo correr, detrás de un extranjero… Porque era muy grande. La mujer era pequeñita, pero el tío tenía casi dos metros… detrás de un extranjero, con una barra de hierro, porque no le pagaba a una… un servicio que le habían hecho ¿entiendes? ¡Una pelea que había allí…!»

Se despiden los amigos con el deseo de encontrarse. Paco dice que ha pasado por Berdigón 14 pero que no ha visto a José Antonio. «Pa que tú estés allí tiene que haber algo estropeao ¿no? Tiene que haber algo que te ha dicho tu hija mira, que la ventana ésta no cierra, la puerta está encajá…». Y con risas y más risas iluminan el final de la conversación.

Un reservado muy flamenco

Otra perspectiva de estas tabernas es verlas como el lugar en el que el flamenco se refugiaba. Porque era una música y un arte con mala prensa. Casi relegado a las horas y los lugares de la llamada vida licenciosa y disoluta. Donde habitaban los nocherniegos, los crápulas. La noche interminable y salvaje. La vida alegre y bohemia.

«Llegaba un momento en el que los extranjeros solicitaban flamenco. Querían pasárselo bien. Alguien que cante y que toque la guitarra… Y siempre había gente disponible para eso. De hecho, yo he conocido personalmente al padre de Niño de Migué. Estoy viendo ahora mismo el bar: tú entrabas, te ibas a la derecha, entrabas por la barra, que era circular un poquito, te metías pa dentro y había un reservao con una mesa de madera enorme, para un montón de comensales. El tío se ponía allí a tocar la guitarra. Y tocaba la guitarra… impresionante. No veas cómo tocaba la guitarra».

«Y llegó un momento que ése era su taller. Donde él cambiaba las cuerdas, daba clases a algún chico de por allí cerca… pues te vas al bar El Uno y te doy clases de tal hora a tal hora. Le pagaban y ésa era, digamos, su oficina, por llamarlo así, para que nos entendamos hoy día. Tuvo un alumno que fue Juan Carlos Romero. Ese chaval daba clases allí, porque vivía en calle Isaac Peral, a mitad de calle. Yo era amigo de su hermano Juan Carlos Romero».

«El Niño Miguel (6) aprendió allí a tocar la guitarra. Le pegaba cada colleja el padre que no veas cómo era. Porque el padre decía que tenía que tocar perfectamente. Que no podía fallar. Y ostias que le pegaba. Yo era muy niño. Yo al padre le estoy viendo ahora mismo. Con el pelo medio cano y un tío más serio que la ostia. No hablaba apenas. No se reía. Un tío súper recto».

«Por ejemplo, llegaba un extranjero que quisiera los servicios de este hombre y él se buscaba un cantaor, y que tocara las palmas. Se montaba una fiesta increíble. Se quedaban allí mientras que le pagaran. De eso vivía este hombre, porque en aquellos tiempos no existía un reconocimiento como porque este hombre va a dar un concierto, va a hacer una turné por España. El flamenco no estaba reconocío como ahora. Este hombre subsistía. Tocar la guitarra era su pasión. Era un fenómeno. Tocaba la guitarra de escándalo».

José Antonio tiene un tesoro en su poder. A su taller llegó un gitano chatarrero, «de golpe y porrazo», a preguntar por desechos que llevarse de la carpintería metálica. «Serio, alto, muy bien puesto el hombre… Venía muy a menudo y llegamos a un momento que conectamos». Al tiempo les pidió que le hiciesen un carrito para transportar la chatarra. No le cobraron nada y vieron que sí, que era un carro estupendo, pero que los quilos sobrepasaban la capacidad del mismo. «Lo habíamos hecho de viga, para que no se partiera y eso pesaba una barbaridad. Y resulta que este hombre conocía al padre de José Antonio y Francisco y así se lo contó: «porque yo estuve trabajando en uno de los cabarés, y yo iba mucho para allá (a El Uno) y me preparaba unos bocadillos de jamón que ¡buah!, qué maravilla, qué rico estaban».

«Nos cayó bien y nos daba cosa que fuera tan cargado. Y dice mi hermano le vamos a regalar una furgoneta a ese hombre… vamo a preguntarle si tiene carné de conducir… ¡Juan…!» Le llamaban Juan el Gitano. Era un vehículo que había que arreglar de chapa y pintura, pero les daba pereza. Como de motor andaba bien, aprovecharon la situación y José Antonio se lio. «No lo hice pa nosotros y lo hice pa´l hombre». Le dieron una grandísima sorpresa.

«Y el hombre ¿qué te crees tú que hace? Que llego un día al taller y me encuentro una guitarra, en un rincón. Digo está hecha trizas, está destrozá, le faltan tres palomillas… ¿con tres cuerdas?, ¿quién ha estao tocando con tres cuerdas? Con un lápiz y con un cordón, de cejilla en el quinto, sexto, traste. Qué cosa más rara. La dejé allí. Tenía buena pinta. Una guitarra hecha en Granada».

«Un día me sentí eufórico y la desmonté entera y tiré los clavijeros a la basura, el lápiz, el cordón… la pegué, la reforcé, le metí cuerdas nuevas… la dejé perfecta. Suena bastante bien. Y llega Juan un día y dice te ha gustao el regalo ¿verdá? Porque veo que ya no la tienes aquí». Cuando José Antonio le preguntaba por el origen del instrumento Juan era seco: eso no te lo puedo decí. Hasta luego. Y se iba. «Y eso me lo hizo una pocas de veces», hasta que, por fin, un día «¿tú me quieres decir de quién coño es la guitarra, tanto misterio que tú tienes, tanto misterio? Es que no lo puedo decir, pero es del maestro, me dijo y se puso el tío a llorar… ¿no será del Niño Miguel?» Juan se largó. El Niño Miguel iba con esa guitarra por todos los bares de Huelva, arrastrándola y dándole golpetazos por las calles y los rincones.

José Antonio es un gran aficionado a la música. Forma parte de una big band de jazz en la Escuela De Música de Aljaraque, incluso como profesional, acompañó en su tiempo a gente como Blanca Villa.

El Skandinavisk

Como se asoma a nuestras palabras en numerosas ocasiones, indago sobre este bar que yo conocía de pequeño. Cuando pasaba por su puerta, mi curiosidad de adolescente me hacía indagar con una rápida y huidiza mirada. Apenas captaba imágenes confusas que, para mí, eran símbolo de lo misterioso y lo prohibido. José María me explica: «antes de ser Castro Jarana estaba el servicio Michelín y, a continuación, el bar Escandinavia. Que la dueña era la misma de la de la pensión Hidalgo. Allí más que na… sí había un par de ellas, una de ellas trabajaba en el cabaré. Allí sí que era más de tomar café y esas cosas a primera hora. El camarero se llamaba Manolo. El Uno era como más festivo, por decirlo de alguna forma. De copas, de aguardiente, de vino, cerveza. De cubatas».

«El Escandinavia era también de mi padrino, Pepe Conde. Era, bueno... había mujeres un poco de alterne, iban para allá. Era un poquito… yo no sé hasta qué punto llegaba… habría habitaciones que estaban arriba. Salías a la calle y por ahí, ¡pa!, subías». La gente lo conocía con el nombre españolizado.

Me cuenta José Antonio de un edificio que compraron y que no pudo llegar a buen puerto porque una mujer instalada allí se la lío bien, pero bien. De hecho, tuvieron que renunciar al proyecto «¡y realmente no vivía! Ahí lo que tenía era una casa de trato, y nosotros no éramos capaces de echarla. Pusimos unos investigadores privados y descubrieron que tenía un pedazo de piso detrás de los Bomberos, comprado con pasta. Pero ni por juicios la echábamos. No había forma de construir. Y va y se muere y entonces se lo llevó el banco. ¡Tiene cohone el asunto!».

Y los clientes de la prostitución se iban haciendo la ruta de club en club, de mancebía en mancebía.

El Uno es la excusa perfecta para poner en pie una realidad que siempre se ha intentado ocultar. Sin moralina, aquí se cuentan verdades. Debemos hacer el esfuerzo de ver todo en su perspectiva ya histórica. Recordar para saber, para aprender, para rectificar rumbos. Sin juicios maniqueos y cómodos.

Me llevo una gran historia y muy contento estoy de compartirla.

Notas al pie

  • (1) Un artículo ilustra con datos históricos ese pasaje tan señalado de la zona de «la Raya». Y hoy día hay una ruta de senderismo que nos puede hacer revivir la experiencia de estas sufridas familias en la España de la jambre y la postguerra.

  • (2) Para ser totalmente justos con su memoria, también vivió sus tardes de gloria. Fue un fenómeno taurino de la época en la que hizo ganar mucho dinero a los empresarios que, en esos años, llevaron las plazas de Huelva por cuanto cada vez que se anunciaba el lleno estaba asegurado, de tal manera que en nuestra ciudad se decía que la plaza de toros los únicos que la llenaban era El Litri y él, Lázaro Gallego «El Nini».

  • (3) Silvana Pampanini fue una actriz icono del cine italiano de posguerra. Saltó a la fama por ganar el concurso de belleza de Miss Italia, pero fue mucho más. «La actriz y directora Silvana Pampanini, de larga trayectoria en cine, teatro y televisión, nació en Roma el 25 de septiembre de 1925 falleciendo también en la capital italiana, el 6 de enero de 2016. Silvana, que era sobrina de la soprano Rosetta Pampanini, perteneció a una generación importante de actrices italianas de la posguerra, con películas basadas en bellezas exuberantes como Gina Lollobrigida, Claudia Cardinale, Silvana Mangano y Sophia Loren, que se las denominó maggioratas. Silvana Pampanini fue una de las más populares actrices italianas de las décadas de los 50 y de los 60 del pasado siglo, donde encarnó a decenas de personajes desde los albores del cine de Italia. También hizo cine en Francia, España, Japón, México y Argentina, siendo considerada como una sex simbol en los años 50».

  • (4) Tres acepciones encontramos en la RAE y en la red: Cantante de tangos. / Mujer contratada para que baile con los clientes de un local de esparcimiento. / Mujer que actúa en un cabaré o alterna con los clientes de éste.

  • (5) El Niño Miguel fue un genio que se asomaba constantemente al precipicio. La admiración que causaba su arte se derrama por doquier. Aunque en vida fue imposible que la ayuda que se le prestaba pudiera fructificar. Aquí deposito un artículo de muchos, donde se habla con cariño sobre él, escrito por el crítico de flamenco Manuel Bohórquez.

  • (6) Ebro era una marca de automóviles española creada en 1954 por la compañía Motor Ibérica, S.A., tras nacionalizarse las factorías de Ford. Se dedicaba a la fabricación de autobuses, camiones, furgonetas, vehículos todoterreno y tractores.

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