A mis niños de treinta y tantos
A comienzos de junio fui invitado por el IES Pablo Neruda, de Huelva, a acudir a los actos de celebración de su 25º aniversario. Mientras recorría los casi 700 kilómetros que separan la ciudad onubense de mi antro actual, meditaba sobre el porqué mis antiguos compañeros de claustro me habían invitado a una ceremonia tan especial. La respuesta me fue enviada por los dioses ipsofacto: por aquellos entonces, 17 años atrás, aún conservaba mi primigenia forma humana y no me había convertido en la ácida harpía que hoy me habita.

Anduve en el Neruda desde 1993 a 1999. Mis recuerdos de los primeros cursos me llevaron al mítico Far West. Parecíamos colonos 'rostros pálidos' arrojados en medio de territorio sioux. A alguno de los petimetres de entonces, con ínfulas de político, pero que no pasaba de politicastro, se le ocurrió construir el centro pared con pared con el barrio chino: la calle Gran Capitán. Así, nuestras primeras hornadas de estudiantes, a la hora de acudir al instituto, habían de sortear prostitutas, lenones, pequeños traficantes de drogas y los clientes de todos ellos. Poco a poco fueron urbanizando los entornos, hasta dejar al Neruda convertido en el epicentro de una nueva barriada.
Fue bonito volver a hallar a compañeros, a los que hacía 17 años que no veía. Constatar la diversa fortuna que había tenido cada uno al afrontar los embates del tiempo. Certificar cómo algunos habían envejecido como los vinos nobles, mejorando con los lustros, y cómo otros, en cambio, nos habíamos avinagrado como los caldos de baja calidad, llenándonos de arrugas, patas, no ya de gallo, sino de pavo, michelines y estrías. ¡Qué difícil es saber envejecer con naturalidad y dignidad!
Pero lo mejor, junto con poder disfrutar de la hospitalidad homérica de uno de mis maestros, mi colega latinista Álvaro Cabeza, fue reencontrarme con 'mis niños' de antaño. A algunos los dejé con 17 años y me supuso un golpe volverlos a encarar, ya con 40 o 37. Aunque, a pesar de los casi cuatro lustros transcurridos, de que ya se hayan convertido en hombretones de calendario o en mujeres de bandera, para mí, como para el añorado Miliki, seguían siendo mis niños de treinta y tantos.
Con ellos compartí no sólo mis clases de Latín o Cultura Clásica, sino que puse en marcha mi apostolado para contagiarles, al menos, una pizca del amor que siento por el Mundo Grecolatino. Vivimos juntos aquellos lugares en los que hubiera algún vestigio romano, con la intención de completar in situ las enseñanzas que impartíamos en el aula. Itálica, Mérida, Cáceres, Alcántara, Trujillo, Salamanca fueron onubenses por unas horas, al ser recorridas por mis muchachos bajo la guía de los profesores que intentábamos hacerles vivir esos sitios monumentales.
Algunos tuvimos la suerte de hollar juntos las calles de Roma, Florencia y Pompeya, quedándosenos grabadas para siempre tales vivencias y estableciendo entre nosotros un vínculo capaz de sobrevolar lustros. Otro regalo que me ofrendaron mis niños onubenses fue el sentir en alma viva el Teatro. Con ellos creé el grupo Thaliae Catuli, los Cachorros de Talía, para quienes escribí las comedias 'El Juicio de Paris' y 'Opimus, trapacerías de un esclavo en Subura'. En ambas jugaba con el legado clásico, intentando remedar, con la torpeza de un osado principiante, el arte de mis idolatrados Aristófanes y Plauto.
Nunca olvidaremos las giras que hicimos por gran parte de la geografía onubense y andaluza, llevando nuestras producciones adonde se nos llamara: Moguer, serranía de Huelva, Almería, Osuna, etc. Nos sentíamos honrados por ser herederos del legendario grupo La Barraca, con el que Federico García Lorca quiso llevar el teatro, el cine, la cultura a aquellos lugares olvidados de la mano de los gestores, pero no de los dioses.
La guinda nos la suministró mi llorado Ricardo Alarcón, cuando en 1996 nos propuso para inaugurar, en el Auditorio del Parque Torres de Cartagena, el Primer Festival Juvenil Europeo de Teatro Grecolatino ante más de mil espectadores. Allí llevamos 'El Juicio de Paris'.
Resulta, cuanto menos, emocionante ver cómo, 18 años después, varios se acordaban de pasajes de su texto; cómo, en la charla que precedió a los actos del XXV Aniversario, Fernando, uno de los Paris, decía que las enseñanzas que intenté transmitirles sobre técnica y táctica teatrales le sirvieron a la hora de presentarse ante un tribunal de oposiciones y aprobarlas. En una profesión tan incomprendida y menospreciada por gran parte de la sociedad y, por desgracia, por politicastros con poder, lo mejor que un maestro o un profesor puede recibir son las palabras de reconocimiento de sus pupilos, aunque sean décadas después.
La visita a Huelva me brindó seguir la trayectoria vital de Juan Quinta, mi primer Paris, que me descubrió con su colosal talento actoral y su vis cómica matices para la creación definitiva de mi personaje de ficción. Juan se lanzó al mundo de los emprendedores y lleva, a sangre y sudor, un negocio como autónomo, sin poder ponerse enfermo ni tomarse unas vacaciones durante lustros. Siempre con la soga al cuello, dejándose el alma cada amanecer para asegurarles un trozo de pan y un futuro mejor que el suyo a sus hijos. Rebelándose contra los deseos de la impresentable vicepresidenta del Gobierno, la inefable Soraya, quien dijera que teníamos que concienciarnos de que nuestros hijos tenían que vivir peor que nosotros.
Me conmovió las entrañas ver a Fernando, Héctor y Javi, otros tres de mis actores, transformados en compañeros de profesión, unos en colegios y otros en institutos. Constatar que son profesionales comprometidos hasta los tuétanos con la enseñanza pública. Que, al igual que a mí me inculcaron mis maestros, tienen claro que ser profesor va mucho más allá de impartir una clases magistrales en el aula.
Me emocionó ver la ternura con la que Javi se refería a sus niños de educación infantil, una edad clave en el desarrollo futuro de una persona, como me enseñaron Mercedes e Isabel, dos Maestras a las que dediqué uno de mis primeros artículos. Su compromiso para con ellos y sus familias. Es bonito ver a Fernando evangelizando con su Inglés e ilusionado porque se ha pedido traslado a Fuerteventura y va a seguir desarrollando allí su vocación. Reconforta ver que Héctor no ha renegado de sus inquietudes artísticas y no se limita a ser un simple transmisor de contenidos vacuos para sus alumnos de Plásticas. Lo mejor es saber que ambos, así como Irene, María del Mar y Araceli, tienen asimiladas, como intenté inculcarles, que un profesor ha de intentar seguir dos postulados que nos legaron nuestros ancestros romanos: Horacio defendía el 'docere delectando', enseñar divirtiendo, a la vez que Séneca dejó esculpido homines 'dum docent, discunt', o sea, que los hombres, mientras que enseñan, aprenden.
Por ello, fue un lujo que Araceli e Irene, con quienes compartí unas horas en Sevilla, me enseñaran ahora a mí lo que significa ser profesoras cabales y comprometidas, que me mostraran la casa natal de Bécquer. Me quedé sin palabras al ver venir a Tatiana, convertida en una mujer bellísima de 37 años. Tatiana me regaló uno de los momentos más emotivos como profesor, cuando ella tenía 17 años. Estábamos de intercambio con un instituto de Roma. Fuimos a ver el Vaticano y sus museos. Al entrar a la Basílica de San Pedro, las pobres criaturas quedaron impactadas ante lo colosal de la misma. Buscaron refugio al choque que para ellos significaba una iglesia tan magnífica, dirigiéndose hacia una de las capillas laterales, a su derecha. Otro nuevo golpe les estaba aguardando: allí, protegida por un cristal blindado, se hallaba la Pietà de Miguel Ángel. Sus rostros se tiñeron primero de estupefacción y, luego, de entusiasmo. Tatiana no pudo sobreponerse. Comenzó a llorar, desconsolada, víctima de lo que los especialistas llaman el Síndrome de Stendhal, cuando quieren describir las emociones que asaltan a una persona sensible al ponerse frente a una obra de arte, paisaje o monumento especialmente bellos.
Viéndola tan frágil y desvalida, la abracé para intentar consolarla. Sus sollozos apenas le dejaban articular palabra. Sólo conseguía balbucear que era mucho más bonita en la realidad. Que no podía ni imaginar lo bella que era en vivo, mientras que su profesora de Historia del Arte se la explicaba en clase a fin de prepararles la visita. Agradecí a los dioses el tener una discípula con el alma abierta, que no estaba de vuelta de nada y era capaz de emocionarse con una obra de arte. Miraba alternativamente a la escultura y a mi muchacha, sin decidir cuál de los dos rostros era más bello: el de la Virgen desolada sosteniendo en su regazo a su Hijo o el de Tatiana, impactada ante la visión de esta obra maestra.
Al caer la tarde de ese día del evento del aniversario, pude reconfortar aún más mi alma en compañía de Pablo, Rocío Lorenzo y Valeria, a quienes tuve la fortuna de intentar enseñar Cultura Clásica o Teatro y seguían guardando tan buen recuerdo de ello, que vinieron a saludarme. También pude vivir momentos con Rocío González y Mario. Ambos se dedicaron de una manera u otra al mundo del periodismo y la comunicación audiovisual. En ello siguen, a pesar de lo injustamente difícil que se lo está poniendo esta pútrida crisis y, sobre todo, la forma de gestionarla por un Gobierno y unos políticos aún más putrefactos y elitistas. Ahí siguen estos dos titanes, partiéndose las entrañas a diario, a fin de demostrar a su gente, pero, en especial, a sí mismos que los muchos años invertidos en sus estudios, los varios idiomas en los que se mueven no han sido en vano y que pueden vivir de lo suyo, aunque sea con las apreturas en las que esta sociedad condena a vivir a los autónomos. Rocío conserva esa testarudez y empuje que la hacían especial entonces, pues sabía que con ellas iba a saber salir adelante con dignidad, por muchos obstáculos que intentaran ponerle. Mario aún atesora esa mirada limpia que se iluminaba cuando les refería cosas romanas o griegas, cuando pisábamos el Coliseo o los vestigios de Pompeya.
Por motivos diversos no pudieron acudir Luisfer, Luz, María, Marta, Sandra, José Antonio, Quico, Chema y tantos otros que, de una manera u otra, dejaron rastro en mi corazón, otrora humano. Entre los ausentes estaba J.R., que ahora se hace llamar Juan Ramón. Fue mi mano derecha en el grupo de teatro, ya desde sus 14 años, en los que debutó con nosotros. Su compromiso, su seriedad, su disciplina lo hicieron indispensable para mí. Inspirándome en su forma de ser, por entonces algo fanfarrona, escribí mi personaje principal en la segunda obra que me publicaron, 'Caligae Magnificus', donde jugaba con el estereotipo del soldado fanfarrón, tan querido a mi adorado Plauto. J.R. se formó y curtió en el mundo de la ingeniería informática, convirtiéndose en un portento. Hoy trabaja en Munich. Sólo allí recibe el sueldo y el reconocimiento debidos a su valía. Como en tiempos de sus abuelos, se ha visto forzado a emigrar para encontrar lo que los empresarios y gobernantes de su propia nación le niegan. Me consta que añora su tierra, su forma de vida, pero se niega a aceptar alguno de los contratos que le han ofrecido en España: disposición horaria total, en jornadas de hasta 12 horas, por 1.000 Euros al mes. Para él, un ingeniero informático internacionalmente reconocido, capaz de manejarse en inglés, alemán y francés. Éste es uno de los dolorosos ejemplos de lo que el Gobierno de Rajoy y sus palmeros llaman recuperación. ¿Cómo piensan los votantes del PP que los jóvenes a los que obligamos a emigrar o a trabajar con contratos basura, podrán pagar en un futuro no muy lejano sus pensiones, las propias y las de que apoyan las políticas neoliberales de los gobiernos populares?
Duele que países centroeuropeos, como Alemania, uno de los verdugos de la Europa del Sur, se beneficien del dinero que el contribuyente español destinó para que JR y tantos como él se formaran. Que les obliguen a emigrar, si se niegan a aceptar que a España la quieren convertir en el chiringuito, el asilo y el prostíbulo de la Europa rica, con el beneplácito de las élites políticas y económicas hispanas.
Mis compañeros del Neruda y yo, involucrados con la educación pública y con las familias que nos confiaron a sus hijos, nos volcamos en dejar encauzados a futuros profesores, médicos, arquitectos, conductores de autobús, amos de casa, autónomos varios, etc. En líneas generales, creo que cumplimos con la sociedad devolviéndoles personas bien formadas e implicadas con su entorno. Mas tengo la desazón de que los engañamos. Les dijimos que no debían rendirse, que estudiar era infinitamente difícil, pues se trataba de un sacrificio continuo y agotador, pero, si persistían en su formación, la sociedad sabría reconocer sus titánicos esfuerzos y premiarlos con un trabajo, reconocimiento y sueldo dignos.
Vencido, observo a JR en el extranjero, a Marta desaprovechada como la excepcional arquitecto en la que se convirtió, a Rocío, Juan y Mario trabajando sin horarios para mantener a duras penas sus negocios. Maldigo una y mil veces a este país, que elige a unos gobernantes y empresarios que se permiten el lujo de despreciar tanto talento, tanto potencial como el que atesoran mis niños de treinta y tantos años. ¿Cuántos otros más hay diseminados a lo largo de esta ingrata España?