Limpia, fija y da esplendor... no es el KGB

Hace muy poco tiempo, mantuve una conversación reveladora y, en cierto modo recurrente, sobre cómo asumimos algunas cuestiones de índole idiomática, especialmente cuando esta aborda asuntos candentes desde el punto de vista social, ya sea el lenguaje inclusivo, la terminología políticamente correcta o la introducción de nuevos pronombres, anglicismos, “palabros” varios, etcétera.

Limpia, fija y da esplendor... no es el KGB

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La charla, amistosa desde el inicio hasta el final, versó sobre las palabras que “pueden o no decirse”, según la RAE. Hablamos de cocreta, almóndiga, toballa, bayonesa, amoto, murciégalo, pero también de bizarro en su acepción de extraño o raro, remover como quitar y otras propuestas confusas o divertidas que dieron para un distendido cambio de impresiones lingüístico sin más pretensiones que pasar el rato. Vaya por delante que no es el objeto de este ripio discutir la pertinencia o no de las formas vulgares de estas palabras. Carezco del tiempo y de los conocimientos necesarios para ello. Sin embargo, sí me gustaría hablarles de lo que atrajo mi atención en la charla de la que les hablo.

Del desarrollo de la conversación, lo que más me interesó fue la idea, tan generalizada por otra parte, de que la RAE (Real Academia Española) es una suerte de institución coercitiva que puede “prohibir” o “sancionar” de alguna manera el inadecuado uso de la lengua española. Es curioso esto que les digo, sobre todo porque es consistente en el tiempo, es decir, pese a los numerosas aclaraciones de sus académicos a lo largo de los años, una gran mayoría de la población continúa asegurando que tal palabra o expresión “ya no se puede decir o escribir” porque la RAE la ha prohibido o ha cambiado su uso, como si un señor o señora de uniforme fuera a amonestarnos por emplear la expresión “si quieres, le puedes poner bayonesa a los caramales” o reconviniesen a la chavalería cuando dicen que “estalkear a mi crush no me renta”.

Lo mismo ocurre cuando abandonamos los ejemplos simpáticos y nos acercamos a cuestiones más espinosas. Verán, en alguna ocasión me han atribuido una cierta hipocresía por el hecho de usar la diferenciación genérica (maestros y maestras, por ejemplo) en algunos casos y en otros no. Y mi argumentación es siempre la misma: la lengua que uso es mía, me pertenece en su totalidad y la empleo como me venga en gana, tratando de utilizarla de forma que mi convivencia sea lo más amistosa posible con el otro, sin permitir imposiciones, eso sí, pero abierto a las corrientes sociales y a la sensibilidad propia de mi época. El llamado lenguaje inclusivo está ahí, sobre la mesa, sea o no correcto gramaticalmente, y es mi prerrogativa hacer uso (o no) de él cuando lo considere así. Entiendo, también, por el contrario, que la lengua que empleamos todos proviene de un largo proceso de sedimentación de alrededor de mil años y que ese proceso casi geológico merece atención y respeto; no es cuestión de cambiar por las buenas un depósito acumulado durante años empleando para ello argumentos apremiantes de índole ideológica o política. Por lo tanto, trataré de acercarme a ella teniendo en cuenta sus usos y costumbres, basados en la revisión constante (más o menos) por instituciones como, por ejemplo, la RAE.

Mientras escribo esta columna me persigue la sensación de estar molestándoles con obviedades, pero resulta que las obviedades, precisamente, suelen pasarse por alto de forma habitual, por eso tenemos después los problemas que tenemos. Uso y normas de uso son cuestiones completamente diferentes. La primera se alimenta de la calle y posee vida propia, y la segunda supone el intento pormenorizado de sistematizar el uso habitual de la lengua mediante unas instrucciones compartidas socialmente, por lo cual camina a un ritmo y a una velocidad diferentes, pero incluso siendo así, ninguna de ambas puede proceder de la imposición, y menos de la exigencia temporal derivada del interés político, sino de la responsabilidad individual. La forma en que presentamos nuestro discurso, oral o escrito, descansa sobre nuestras propias ideas y sobre nuestro conocimiento de la lengua, pero, por encima de todo, debería sustentarse sobre el compromiso ineludible con nosotros mismos, con lo leído, escuchado y hablado a lo largo de los años, en un contexto social determinado.

Cuando asisto a debates lingüísticos sesgados ideológicamente sobre el uso de tal o cual palabra, siempre llego a la misma conclusión: tanto pierde el tiempo quien ataca como quien se defiende, pues ambos se empecinan (maravillosa palabra cuyo origen siempre me ha parecido delicioso, búsquenlo) en imponer una visión determinada que solo existe en contraposición a la otra, abundando en el adagio clásico español de “o conmigo o contra mí”.

Y, por favor, no esgrimamos a nuestro antojo la carta de la RAE como si de un “Ministerio de la Lengua” se tratase; la Academia recoge las costumbres de los hablantes y después orienta, aconseja y elabora normas para el uso correcto de la Lengua española, pero no castiga ni impone; nótese que acabo de decir “elabora normas para el uso correcto…”, es decir, confecciona un marco común, pero no puede exigir su cumplimiento, faltaría más. Dejemos de lanzarnos la RAE a la cara según y cuando nos convenga, a ver si vamos a ser como esa gente que amenaza a los niños con llamar a la policía si no se portan bien: “como no digas lo que yo quiero voy a llamar a la RAE y te vas a enterar”.

Así que, hable usted y escriba como mejor le parezca, emplee las palabras que sienta necesarias y utilice el criterio personal primero y el social después, si quiere, para nombrar el mundo y lo que contiene en él de la forma en que se sienta usted cómodo, sin tener que sentir el aliento de la imposición de otros en el cogote constantemente, pero recordando que existe un acuerdo común, un contrato social en forma de normas de uso con la Institución para alcanzar el mejor entendimiento posible.

Recuerde que la RAE limpia, fija y da esplendor, pero no le dará unos azotes ni lo castigará enviándolo al rincón de pensar… al menos todavía.

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