Profecías autocumplidas

“Cuidado, que te vas a caer”. / “No me voy a caer, mamá”. / “Te vas a caer”. / “Que no, que ya soy grande”. / “Verás como te caes, ya verás”. / “No me caigo”. / “Ten cuidado, que te caes, ya te lo he dicho veinte veces”.

Profecías autocumplidas

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El niño, tenaz, persiste en su empeño, culebreando como mejor puede, desplazándose a pasitos cortos y desacompasados por la acera, mientras la madre, en un sinvivir, no para de repetirle aquello de “cuidado, que te vas a caer”. En una de esas, el niño resbala y cae. Apenas se hace daño. Aguanta las lágrimas que pugnan por asomar a sus ojos porque quiere demostrarle a su madre “que ya es mayor”. La madre se acerca y le espeta en plena cara: “¿Lo ves? Te dije que te caerías”. “Es verdad, mamá, tú lo sabías”, dice, afligido, el niño y toma la mano de la madre, convencido de que es mejor estarse quietecito y obedecer a mamá sin rechistar (mamá puede ser también papá, no vaya nadie a soliviantárseme por nada).

Profecías autocumplidas

Les suena un poco, ¿verdad? Son las profecías autocumplidas, proyecciones de nuestra conciencia en forma de axiomas sobre los cuales tenemos la seguridad de que van a cumplirse inexorablemente, por lo cual, resulta absurdo permitir que el niño camine solo y explore el mundo que lo circunda, ya que, en algún momento, se caerá, y no queremos eso, ¿verdad? Pues con nosotros, con los miembros de nuestras sociedades, ocurre lo mismo. 

Estas profecías autocumplidas encierran el peligro inherente de su propia (y remotamente probable) certidumbre, motivo por el cual, suelen venir aparejadas de un miedo paralizante, el desánimo más absoluto y, por ende, de la rendición del albedrío, permitiendo así que otro u otros piensen o tomen decisiones por nosotros.

Profecías autocumplidas

“No salga usted de casa, no vaya a ser que, a su vuelta, se la encuentre habitada por okupas”.

“Haga usted acopio de aceite de girasol, que se va a acabar para siempre”.

“La guerra de Ucrania va a convertirse en la III Guerra Mundial”.

“¡Se va a quedar usted sin hielo para los cubatas!”.

“Un meteorito va a pasar rozando La Tierra y puede acabar con la vida en el planeta” (luego, usted descubrirá que el famoso meteorito pasará a unas 0.05 unidades astronómicas, es decir, más o menos 8 millones de kilómetros.

“Un terremoto de 3.1 en la escala Ritcher sacude la ciudad de…” (luego usted descubrirá que la famosa “sacudida” no llegó ni a ser percibido por un banco de sardinas que andaba por ahí.

Lo peor de estas noticias es su repetición ad nauseam, provocando en el lector/espectador/oyente la convicción de que lo que oye/ve/lee hasta el hartazgo no es producto de una especulación acientífica basada en un miedo irracional, sino que constituye una profecía cuya llegada es inminente.

Y así andamos, nadando en las aguas pestilentes y corrompidas de las profecías autocumplidas, viviendo constantemente al borde del precipicio, ansiosos, asustados, sonados, como boxeadores a quienes han dado una paliza. De modo que lo mejor es continuar parapetados tras la seguridad de nuestros “muros” en las redes sociales y la virtualidad, ya que el mundo real se antoja tan peligroso que sale más a cuenta no moverse de casa. Ahora bien, no pare usted de consumir, por favor, eso sí que no, oiga, que una cosa es el miedo al apocalipsis y otra bien diferente es dejar de consumir como si no hubiera un mañana.

Quién gana en esta desigual pelea por el control social es difícil de determinar. Una vez eliminados los Iluminatis y Bill Gates, deberíamos preguntarnos quién se beneficia de esta situación y por qué. Ustedes y yo seguro que apuntamos a los políticos y las grandes corporaciones como principales beneficiarios de esta “doctrina del shock” de la que hablaba hace unos años Naomi Klein y que continua campando a sus anchas en el mundo occidental, tan pagado de sí mismo, tan opulento, como aquellos gatos vestidos de traje de las tiras cómicas americanas.

Y no andaremos muy desencaminados. Los representantes políticos de las principales naciones del mundo ya les están advirtiendo de que, una vez acabado el recreo del verano, lo bueno se acaba y toca pagar la fiesta, con el dinero, por supuesto, del contribuyente. Así que ya saben, si Emmanuel Macron dice que se acabó lo bueno, no significa que a él se le haya acabado, sino que a NOSOTROS sí que se nos ha acabado. De nuevo toca el miedo, la incertidumbre, el desasosiego, el pánico a morir de frío y hambre, el temor al conflicto bélico o el pavor a la destrucción del estado del bienestar.

Como la madre del principio de esta columna, nos están anunciando que nos vamos a caer, en la pretensión de que abandonemos cualquier atisbo de albedrío y dejemos que, una vez más, los de siempre salven los muebles, colocándonos un impuesto por aquí, arrebatándonos un derecho de nada por allá, lanzándonos alguna carnaza irrelevante acullá… nada nuevo bajo el sol; lo mismo de siempre, como mínimo desde que Sargón de Acad unificó las ciudades estado mesopotámicas y creó el primer imperio de la historia humana hace ya más de cuatro mil años.

Esté usted pendiente, porque dentro de poco estará en su casa  tan ricamente, delante de su portátil o ensimismado en la pantalla de su teléfono móvil y aparecerá alguien que le diga: “te vas a caer, ten cuidado que te vas a caer…”

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