el amor no era para tanto

Kevin Hart, Doritos y la paradoja Robespierre

La bola rodó y rodó y la famosa 'cancelación' se puso en marcha como una marea que arrasa con los diques de contención y destruye todo a su paso

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Kevin Hart, una bolsa de Doritos y Samantha Hudson EP

Jesús González Francisco

Ayamonte

Uno de los días más felices en la vida del cómico estadounidense Kevin Hart fue cuando le comunicaron que había sido seleccionado como presentador del principal evento cinematográfico del planeta: los Premios Oscar de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood. Hart, uno de esos actores que son muchísimo más conocidos y apreciados dentro de su país natal que fuera de él, llegaba al punto álgido de una carrera ascendente sin oposiciones de ningún tipo: pequeño, nervioso, simpático y energético, el joven intérprete caía bien a todo el mundo: el universo había sido hecho para su solaz.

Pero también fue de uno de los días más tristes de su vida.

Pocas horas más tarde, se publicaron diversos «tweets» suyos de años anteriores en los que realizaba comentarios despreocupados sobre la posible reacción que experimentaría si su hijo fuera gay. Se trataba de chistes tipo bar de la esquina, ustedes saben a qué me refiero, sin demasiada gracia, la verdad sea dicha, pero sin intención (creo yo) homofóbica, al menos conscientemente.

Imagen - «Millones de enfervorecidos adalides de la pureza moral acusaron a Hart de homofóbico y señalaron a la Academia como cómplice»

«Millones de enfervorecidos adalides de la pureza moral acusaron a Hart de homofóbico y señalaron a la Academia como cómplice»

La bola rodó y rodó y la famosa 'cancelación' se puso en marcha como una marea que arrasa con los diques de contención y destruye todo a su paso. A lo largo del planeta virtual, millones de enfervorecidos adalides de la pureza moral acusaron a Hart de homofóbico y señalaron a la Academia como cómplice de los imperdonables pecados del cómico americano. El cómico amado por todos se convertía, de la noche a la mañana, en el villano perfecto sobre el que verter las frustraciones y el odio más visceral.

Para no extenderme demasiado, les cuento el resultado de esta historia: Kevin Hart renunció a presentar los Oscar y la ceremonia de los Premios cayó en los siguientes años en una sima deplorable de contrición barata, cuyo único fin perseguía cambiarlo todo para que todo siguiera igual, si me permiten que parafrasee aquella famosa frase de 'El Gatopardo' (este año parece que se ha agotado el combustible de la indignación, habida cuenta de la ausencia de escándalos denunciados por los vigilantes de la moral).

El lodo de la integridad virtual forma una masa compacta y perniciosa que destruye carreras y vidas personales sin oír a su paso los llantos de arrepentimiento o los ruegos de clemencia de sus víctimas. Al igual que un tsunami arrastra los cuerpos de ricos y pobres (generalmente más de pobres), la ola de furia digital arrasa a romanos y cartagineses por igual, sin importar su grado de inocencia o la correspondencia entre el pecado y su penitencia.

Seguro que ustedes conocen decenas (si no cientos) de casos similares a este en los que la ira colectiva se manifiesta de manera irracional contra personajes de diversa ralea y condición, pero yo quiero establecer un paralelismo ciertamente cañí entre lo ocurrido con Kevin Hart y lo que le ha pasado (aunque ya no suene el estruendo de su eco) a Samanta Hudson.

Estoy seguro de que uno de los días más felices en la vida de Samantha (si no saben quién es, búsquenla en Google, que ya son ustedes veteranos de esta página) fue cuando la gente responsable del márquetin de Doritos le anunció que sería la próxima imagen de su campaña publicitaria. Hudson, una joven celebridad española conocida por sus controvertidas opiniones sobre lo humano y lo divino (y por cierta actitud impostado-agresiva de escasa profundidad), se convertía así en el puente dorado a través del cual, la peña de Doritos engancharía al escurridizo y desleal público juvenil. En ella se concitaban todas las prendas de la pureza: orientación política adecuada, intransigencia simpática, frescura, un look vigoroso y un posicionamiento discursivo que encajaba perfectamente (a priori) con la lucha de las personas trans por la normalización de sus reclamaciones.

De nuevo, para no ser demasiado pesado, les resumo la película: pocas horas después, se publicaron unos comentarios antiguos en los que Hudson hacía bromas de contenido 'grotesque', incómodas y sin gracia, es cierto, pero (creo yo) cuya intención no iba más allá de ganar notoriedad y ofrecer un perfil controvertido y rompedor, además de haber sido hechos cuando la chica no era más que una cría. Y la gente de Doritos (Pepsi-co, para que nos entendamos) no tardó en anunciar que había roto el compromiso con la señorita Hudson, no fuera a ocurrir que el lodo de la lapidación penetrase en el engranaje de sus máquinas y diera al traste con el millonario negocio. Es lo que tiene ser perfectos a la manera en que lo son las grandes corporaciones: exigen la misma perfección de las personas a quienes pagan cientos de miles de euros por poner la jeta.

Imagen - «Las consecuencias fueron las mismas: pérdida de contratos, insultos, borrado de «tweets», disculpas, abandono del foco público»

«Las consecuencias fueron las mismas: pérdida de contratos, insultos, borrado de «tweets», disculpas, abandono del foco público»

En su caso, el salvajismo del lodo moralista fue menos furibundo que con Kevin Hart, ya que el personaje caía bien en la órbita de los «lapidadores» virtuales, pero las consecuencias fueron las mismas: pérdida de contratos, insultos, borrado de «tweets», disculpas, abandono del foco público hasta que se calmen las aguas y la cólera vindicativa se dirija hacia otro infeliz y reclusión en la guarida a lamerse las heridas, especialmente porque asumo que la chica jamás pensó en que le sucedería lo que me gusta llamar 'la paradoja Robespierre', es decir, caer víctima del mismo procedimiento que has utilizado para ajusticiar a otros.

Robespierre, como ustedes saben, murió decapitado en la guillotina, un artilugio cuya capacidad destructiva él mismo se había encargado de perfeccionar enviando a la muerte a miles y miles de franceses, pese a que había comenzado su carrera como abogado idealista y firme opositor a la pena de muerte (estoy seguro de que el paralelismo con las dos historias que les he contado les está resonando ahora mismo en las mientes).

Dos libros

Les voy a pedir, para terminar, que revisen dos libros que hablan sobre cuestiones similares de una manera cien veces mejor de la que yo puedo poner en práctica. Se trata de 'Nadie se va a reír' (Debate), de Juan Soto Ivars y 'So you´ve been publicly shamed' (Humillación en las redes), de Jon Ronson (Macmillan Publishers), para que reflexionen sobre cómo hemos llegado hasta aquí (porque hemos llegado entre todos, no les quepa duda).

Mientras tanto, aquí seguiré, sin prestarle demasiada atención a la ceremonia de los Oscar y pensándomelo dos veces antes de coger del expositor una bolsa de Doritos.

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