EL AMOR NO ERA PARA TANTO

Yo soy del 'Team Camilla'

Yo siempre fui del 'Team Camilla'. Sí señora, he de reconocerlo: me gustaba la Bruja mala del Este, la desheredada, la cruel víbora cuya influencia había destruido el cuento de hadas de la pareja más famosa (o casi) del mundo

Camilla Parker Bowles ya coronada Gareth Cattermole/Getty Images

Jesús González Francisco

No podía evitarlo: cada vez que surgía la discusión, elogiaba sus encantos físicos y defendía con denuedo su papel de oscuro objeto de deseo en aquel inolvidable sainete amoroso de la disfuncional y divertidísima familia real inglesa (así, en minúsculas, como la suya o la mía). A mí me gustaba la arpía, como no podía ser de otra forma, de igual manera que me atraía Bette Davis en 'Eva al desnudo', Diana, la devoradora de ratones de 'V' o Úrsula, la bruja cefalópoda de 'La sirenita'.

He de reconocer que su estatus como mujer más odiada del 'planeta rosa' (amarillo en los predios anglosajones) ayudaba a mi filiación espiritual con sus cuitas, que eran muchas y muy variadas. Siendo por deformación intelectual algo quijotesco, apoyar a la Bowles casi constituía una obligación. Camilla era odiada por la familia real inglesa, por la prensa y por el público en general. Los adjetivos que acompañaban su dimensión física solían ser desdeñosos: «fea», «horrible», «arrugada», aparecían habitualmente como descripciones de su envoltorio carnal; «villana», «ladrona», «intrigante» o «manipuladora» asomaban en sus retratos morales, así que, cuanto más desaforados eran los ataques contra ella, más firmeza mostraba yo en mis convicciones.

Nunca me gustó demasiado la desdichada Diana Spencer. Cuando la veía en televisión me parecía una mujer de belleza justita, aunque sí que desprendía un aura muy atractivo de fragilidad, además de un 'charme' inigualable. Pese a esa cápsula de tragedia operística en la que vivía constantemente (un aspecto que aumentaba su imagen de huérfana de amor entre sus millones de fieles), sus atributos físicos no despertaron jamás mi romanticismo trasnochado ni mi interés lúbrico. Para mí, la 'princesa del pueblo' era Camilla, no Diana, aunque ambas tenían poco de pueblo y mucho del mundo aristocrático y pijo británico en un grado u otro, pero desconociendo (y sin que me importara lo más mínimo, vaya esto por delante) la categoría nobiliaria o el abolengo de ambas, la amante del 'Orejas' me parecía más real y definida, más humana y carnal, sobre todo después de aquellas anécdotas calentorras del támpax.

Figura de cera de Camila de Inglaterra Museo de cera madame tussands

Mientras Diana reinaba sobre un Olimpo de súbditos catódicos obnubilados por su leyenda, Camilla gobernaba con su desangelada presencia el Hades de las mujeres despechadas por la opinión pública, acompañada por el lelo de su actual marido, todo un rey, el muchacho, después de no sé cuántos años esperando para ello, quien, por cierto, es el único culpable (si es que hay que buscar un culpable) de las desgracias del trío. Y a mí, que me va la marcha (como a ustedes, picarones), prefiero el Hades que el Olimpo, dónde va a parar, mucho más divertido e interesante.

La sonrisa coronada de la consorte de Carlos III de Inglaterra durante los fastos de la entronización de su maromo, el seis de mayo pasado, inundó la abadía de Westminster como la luz de la aurora después de una noche tormentosa. Su rictus triunfal bajo la mole Art-Decó de casi seiscientos gramos de peso con la que fue coronada junto a su marido irradiaba tal sensación de ajuste de cuentas con la vida, que no pude más que emocionarme por la nueva mandamás de Buckingham Palace.

El opio de las historias felices

La de Camilla es la victoria de los 'underdogs' del mundo frente las divinidades forjadas por el pueblo, el triunfo de aquellos que fueron apartados de la luz y arrojados a las mazmorras del desprecio; a lo largo de décadas de paciente espera, tragándose la censura de los británicos, vivió abochornada por ser la gorgona que había destruido el sueño de perfección de una sociedad huérfana de héroes reales (reales de verdad, no de la realeza) y que se había entregado, como hace siempre la muchedumbre, al opio del pueblo, y no hablo ni de la religión ni del fútbol, sino del verdadero opio del pueblo: las historias felices.

Y después de tanto escarnio público, después del desprecio, de la satirización de su aspecto, de la inquina y de la culpa, resulta que Camilla se corona como reina de los británicos y aquí paz y después gloria, oiga, como si no hubiera pasado nada; «pelillos a la mar, que tampoco ha sido para tanto, Camilla», le dicen ahora los enfervorecidos ingleses, por fin reconciliados con la «otra», con la perversa conspiradora reconvertida en bondadosa reina consorte (como se encargan de recordarle constantemente para que no se crea reina) de la 'pérfida Albión'… cosas que pasan, como diría el sabio.

La pena de todo esto es que, ahora que la muchacha ha hecho las paces con el mundo, posiblemente no tengamos más historias rocambolescas con las que alegrar las penas. Pero, ¡qué digo!, si estamos hablando de la familia real británica: no desesperen, ya saltará la liebre por algún lado, y allí estará Camilla, con su sonrisa bobalicona y su corona de medio kilo para recordarnos que, cuando no tengamos ganas de pensar en las terribles amenazas que sobrevuelan nuestro planeta y que deberían ponernos en guardia, su cuento de hadas personal seguirá alimentando nuestra desidia.

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