Grandes palabras

“Hay que recuperar las grandes palabras”, decía Julio Anguita en su último artículo del Mundo Obrero, atento a la extrema desideologización general del personal, miedoso o desacostumbrado a rescatar el mantra secular de la auténtica izquierda: reparto del trabajo, clases sociales, burgueses, proletarios, lumpen, lucha de clases.

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La izquierda izquierda, que ataca al capital, al libre mercado, a la reforma laboral y a la obsolescencia programada; la izquierda que sabe distinguir un progre de un militante, que no se deja embaucar por el palo rosa de la cancerígena virtualidad de un centro equidistante, ni por la falacia de las clases medias, ni por el decoro aparente y naturalmente transitorio de un estado neutro, del bienestar, que arbitra nuestras necesidades como un padre que se esfuerza y se esfuerza pero dice no poder darle estudios a todos sus hijos, ni casa, ni hospital, porque no hay. 

Las grandes palabras no tienen cabida en el discurso dominante, en el discurso único, de los medios de comunicación. Grandes palabras y bien altisonantes como Tortura, evocadora de otros tiempos, ya no se oyen. Y precisamente en este año 2013 están torturando a Alfon, un chaval que lleva cincuenta días en prisión preventiva, sometido al cruento régimen FIES, por si acaso. Un chaval al que presuntamente la policía le preparó dos o tres bombas caseras, simples como cencerros, en las que no se han encontrado huellas de ninguna clase, porque cuando lo detuvieron, al salir de su casa, no llevaba nada. Una acusación torpe e infundada, por cuya condición rudimentaria no han podido aún probar condena alguna, por lo que su encarcelamiento sigue constando como ‘preventivo’, es decir, por la cara. Igual que por la cara son las denuncias que están sobreviniendo a mucha gente que participamos en la huelga general del pasado 14 de noviembre. Lo sé porque he leído el acta en la que se acusa a un militante onubense de haber agredido a policías, partido dedos, descuajaringado a golpes, a varios de los cientos titanes armados y enormes que aquella noche aseguraban la validez del piquete de la burguesía, ese piquete que a diferencia de otros se ejerce impunemente y todos los días, y hoy mismo ha impedido a varios millones de personas que acudan a su puesto de trabajo.  Por aquella denuncia, falsa, inverosímil, ilegal (no tomaron sus datos, pero como es “un dirigente destacado de Huelva” ni falta les hacía) le han caído 60.000 euros, o lo que es lo mismo, diez millones de pesetas de multa. 

No sé qué gran palabra conviene invocar para estos casos, pero se me ocurre una: dictadura. Dictadura como cualquier otra dictadura, de esas que en ocasiones no parecen dictaduras, porque gran parte del pueblo que la sufre cree no estar sometido a ella. Cada vez que encendemos un interruptor, por ejemplo, estamos soportando la dictadura. Estamos pagando un 80% más que hace unos años por incrementar la ganancia del dueño de la empresa eléctrica, a cuyo servicio nos encomendamos porque no hay otro, y ese hombre no se presenta a unas elecciones, ni es su sueldo, fruto de la amortización de una necesidad social, revisable por la ciudadanía. Ponte ahora a reclamar que la luz sea pública, de todos. Quien más y quien menos te llamará dictador. Comunista. Come-niños.  Quien más y quien menos expresará su temor, su pánico, a que pongas en cuestión que el dueño de la empresa  eléctrica haya nacido en las mismas condiciones que tú, que él sea mucho mejor y haya trabajado mucho más para obtener su monopolio.   Es más común justificar, por ejemplo, un desahucio, una drogadicción, la mendicidad, porque ellos no se lo han currado como el dueño de Iberdorla, en tanto los desharrapados carecen de medios para legitimar lo ilegitimable.  Amancio Ortega, sin ir más lejos, aumentó su patrimonio el año pasado un 63%. Si tenía cien, ahora tiene ciento sesenta y tres. Pero tenía más de cien. Y era y es, oriundo de un país ruinoso, atosigado por deudas que no nos pertenecen, un país en crisis, cuyas instituciones comparte con nosotros, unas instituciones apriorísticamente encargadas, entre otras cosas, de evitar que haya tan grandes diferencias entre las clases. Pero él ha aumentado su fortuna un 63%. Tiene 57.500 millones de dólares, 43.560 millones de euros.  Según los argumentos del sistema, Amancio es un superhéroe. Es 43.560 millones de veces mejor que cualquier parado, 43.560 millones de veces mejor que cualquier sin techo,  43.560 millones de veces más inteligente que la gente que se suicida por no tener casa. Si tú has trabajado ocho horas al día todo el año para cobrar menos de mil euros, imagina cuánto ha trabajado él. Millones de horas más que tú. Ha vivido mil vidas. Tiene setecientos años o más.

Hay grandes palabras en la Historia para entender esta diferencia, cuánto menos pueriles que el simple mérito. Argumentos científicos, como la Plusvalía. Conceptos certeros, como alienación o propaganda. Explicaciones razonables, como violencia organizada de una clase contra la otra. Grandes palabras que si bien han sufrido la misma incomprensión que las grandes personas, cuentan con el tiempo que pone a cada cual en su sitio, y hoy renacen y recobran esa vigencia que nunca debieron perder, porque siempre arrojaron una explicación coherente de la realidad.  Tenemos que recuperar las grandes palabras y con ellas vendrán grandes personas que las transmitan, formando pueblos grandes, cultos, a los que sea imposible engañar como nos engañan ahora. Así habrá de ser, tarde o temprano, pues es más fácil que nos rebelemos todos a que unos pocos consigan someter a tanta gente inteligente durante tanto tiempo, mediante tan pequeñas palabras. 

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