Rosell, no marques las horas
Juan Rosell es un tipo con suerte. No necesita pertenecer al parlamento para legislar y sin embargo, cuando legisla, las culpas van para el parlamento. No necesita que lo votemos para que nos imponga, a través de sus múltiples apéndices mediáticos, su personal visión de lo que es un funcionario, un parado, un precario, un desahuciado... Todos son chusma.
Los funcionarios, chusma. Los parados, mentirosos. Los precarios,vagos. Los desahucios, merecidos. Y su opinión, abyecta y afilada como su caramisma, su opinión que lo dibuja, como validando todas supersticiones de lafrenología, su opinión que le proporciona esa esterilidad en el rostro, esaresonancia funeraria a su voz de amo, esa sayona narigota de embalsamador, esehambre de taxidermista en paro, su opinión que reedita los años de Novecento,de los Santos Inocentes, de Alzado do Chao, su opinión que valida su enjundiade burgués, su prosapia de pijo, su cuna alta y su monopolio, su opinión quenos llama –¡Socialismo!- a pasarle el finiquito por debajo del cuello, como unplato vacío de bordes afilados.
Mientras Roselldeclaraba el otro día que el paro era mentira, que los funcionarios eran unosvagos, acreedores de bolígrafos y bajas por enfermedad, llegó mi madre delhospital donde trabaja. Me interrumpió la lectura de su exordio un alborozo deladridos y la voz de mi madre, que me llamaba con ímpetu para que subiera averla desde los umbrales del vestíbulo. – ¿Cuánto le echas? – Me dijo,enseñándome un reloj de pulsera blanco – No sé, diez euros - ¡Jajaja! ¿A quesi? ¡¡Pues me ha costado tres!! Venía en una revista que hemos comprado todos,pero la pobre de Remedios se quedó sin él, entonces fuimos a hablar con elhombre del kiosco, y le preguntamos que si tenía otro, y nos dijo que hoy no,pero el hombre -el pobre- se ha comprometido a traer más mañana… es chulísimoel reloj, ¿verdad hijo? – Mientras hablaba y me enseñaba el reloj, iba mi madrependuleando como un badajo, haciendo contrapeso a las bolsas del súper, porcuyas chimeneas se intentaban escapar los puerros, enmarañados contra lasaristas del mobiliario. Yo venía de leera Rosell. Mi madre, de nutrir su vida laboral. Mi madre de sus noches y susdías, de su juventud y su madurez de trabajo constante, de sus décadas ydécadas de enfermos y hospitales, de su horario ampliado, de su sueldoreducido, de su jubilación prolongada. Mi madre llegaba de su universo humilde,en que un reloj vale lo que una revista, en que ningún reloj, de oro ni deplata, vale más que el tiempo que su esfera distribuye y que ella gasta en lashoras que arrebata a su cansancio laboral.
Rosell habría tirado ala basura ese reloj, igual que tiraría a mi madre y a sus compañeros y tiraríaa todos los enfermos de la sanidad pública. Y no lo digo yo, lo dice él. Portoda la cara. Lo dice él que nació rico y empresario, que “más valdría mantenera algunos funcionarios en sus casas cobrando el subsidio por desempleo que ensus puestos de trabajo”. Porque aRosell le parece mal que haya trabajos de ese tipo. Le parece mal que haya actividadesprofesionales que no redunden en su propio enriquecimiento. Le parece mal, porejemplo, que nadie saque rendimiento económico de un hospital. Que nadie seenriquezca de nuestra enfermedad, le parece mal. Que una vez cumplidos los 65años te jubiles con el dinero que te han ido arrebatando durante toda tu vidapara tal fin, pues le parece mal. Él prefiere que no haya trabajo fijo, quenunca termines de ganarte el pan, que se subasten los servicios públicos paraque pueda comprarlos su camarilla de magnates, perpetuando así una dominaciónincorruptible, edificada sobre nuestras necesidades imprescindibles. Y detrás de esto, de sus eufemismosmacroeconómicos, de sus elucubraciones financieras, detrás de esto o más biendelante, están las vidas. Las vidas de una madre como la mía, que me consta queson muchas, mujeres trabajadoras, mujeres y hombres que nunca han visto cómolos criados visten a sus hijos, ni cómo les dan de comer, ni han despanzurradosacos de confeti para sus cumpleaños, ni han pretendido más ilusiones a lolargo de su vida que vivir dignamente, tal vez viajando en su mes de vacacionesanual, entrampándose para dar a sus hijos unos estudios, para tener un techo y un futuro que ahoraresulta depender de la voluntad de otros.
Trabajamos más horasque un esclavo romano, pero nos creemos que somos súper libres” le escuchédecir el otro día al filósofo Antonio Fornés. No es necesario un reloj de oropara medir esas horas. Basta un reloj como el de mi madre, que cuando lo dejaen la mesa huele a hospital, y vale tres euros, y satisface la ilusión de unajornada. Y mide con exactitud, como mide las horas, cuánta injusticia cabe a lolargo de un día.