TRIBUNA
Monopoly: Tanto tienes, tanto vales
Ayer me senté a tomar algo en el Café Central, el único bar que resiste los envites de la especulación que atenaza, desde hace años, el antiguo mercado del Carmen. Me llevé una extraordinaria sorpresa: una de las pocas casas que quedan allí semiderruidas aparecía, de un día para otro, pintada de un alegre color rosa chicle y con un cartel que se asemejaba a la imagen corporativa de Monopoly, el famoso juego de Parker.

Rápidamente pensé: ¡Lo compro! Y cómo no; porque en mi pensamiento se concitó una mezcla entre entusiasmo especulativo, exultante alegría y una valentía fuera de lo común. Realmente lo que ocurrió es que mi cabeza sólo reprodujo esa sensación de subida de adrenalina que te produce jugar al popular juego de mesa.
Inicias la partida con un mismo capital: eres igual que tu contrincante; pero tú ansías todo el tiempo diferenciarte. Ésta diferencia la marca el dinero y la posesión desmesurada de propiedades. Y tu talante, conforme avanza el juego, se convierte en más y más agresivo; y te brillan de placer los ojos cuando alguno de los jugadores cae en pleno Paseo de la Castellana, en el que ya tienes construido tres hoteles y dos casas. Te transformas en un implacable Rockefeller u Onassis y a tu contrincante le tarareas con sorna, extendiendo la palma de la mano para el cobro, la estrofa de la canción del Último de la Fila que decía: “Tanto tienes tanto vales, no se puede remediar, si eres de los que no tienes, a galeras a remar…”
Y es que, en el juego de Parker, está todo preparado para que se produzcan en ti esos sentimientos, para que te conviertas en un verdadero rey de la compra y venta, en maestro de la especulación. La triste historia es que ese juego no es más que una transposición de lo que realmente ocurre en nuestro sistema económico actual. El juego es una forma de acostumbrar al hombre de esta cultura y sociedad a vivir y, sobre todo, a enfrentarse a la ley del más fuerte. El más fuerte, sólo, por su poder adquisitivo.
Esa casa pintada de rosa era, antes, una mueca irónica a aquel juego especulativo. Ella misma aparecía, en su total ruina, como una víctima de todo el proceso de recalificación urbanística, que un día acabó con la belleza decimonónica de ese espacio. Pero salvado ese sentimiento melancólico y reflexivo momentáneo, de nuevo me encontré arrebatada por la alegría, con ese color rosa, que reviste de una innegable belleza estética lo que era un desvencijado amasijo de ladrillos, con espacios huérfanos de vida, con paredes de tonos pajizos y descascarillados por el paso del tiempo, pastos del olvido. Incluso puedo decir que sólo esa acción minimalista de darle un color que lo inunda todo y colocarle esa imagen popular conocida por todos, ha revalorizado el edificio, lo ha resignificado.
El arte ha conseguido una clara transformación de este lugar que pasaba desapercibido para cualquier transeúnte que paseara por el entorno del antiguo mercado. Este nuevo significado se ha logrado porque ya es obligatorio que tus ojos se posen en esa fachada monocolor, que te recibe. Y más de una persona, además de admirar la nueva propuesta estética de Man-o-matic, pensará cómo fue la vida en esa casa. Si miras hacia arriba, verás que la ventana del primer piso aparece entreabierta y te invita a imaginar a la familia que pudo vivir allí; a esa niña que la abrió y contempló entusiasmada un día el trajín del entorno del mercado.
Tras fabular con ese lugar lleno de vida, vuelves a recordar el edificio tal como estaba, antes de la intervención de Man-o-matic, y ves que no es habitable, que las paredes son inconsistentes, que los alrededores son insalubres y antiestéticos; incluso tienes claro que la belleza de esa intervención de arte urbano, es efímera. Pero nunca un acto tan sencillo, tan minimalista en sus medios, ha despertado un interés tan intenso por ese edificio, que será pasto de la excavadora en un futuro muy próximo.
Y es que el valor que podemos darle a las cosas es algo subjetivo, sutil y sobre todo suele ser siempre tardío. Circula por ahí esa frase o dicho de que “uno no sabe lo que tiene hasta que lo pierde”. Y el verdadero valor de algo se pierde en cuanto a una cosa le ponemos precio. Porque el precio es lo preestablecido, lo que socialmente se consensua con un valor determinado, subjetivo, pero marcado por los poderes fácticos.
A diferencia del precio, que está marcado por la sociedad, el valor surge tras un proceso individual que nace desde lo profundo. Man-o-matic ya le comenzó a dar valor a ese espacio cuando posó sus ojos en él y vio las posibilidades de embellecimiento a través de sus grafitis. Ahora esos ladrillos, esas ventanas, ese solar degradado de la ciudad, se han convertido en una de las piezas de su museo al aire libre en el antiguo mercado: han sido elevados a la categoría de arte; y esto ha ocurrido porque las cosas bellas y sencillas están ajenas a los vaivenes del dinero: pertenecen a una cuestión diferente. Bárbara Yáñez
Licenciada en Historia del Arte y museóloga.