Carta a su abuelo
El Gordo cayó en el Cielo
El periodista Antonio J. Sánchez, de Huelva TV, dedica una emotiva carta a su abuelo, Rafael Sánchez Domínguez, que falleció en el día de ayer a los 94 años, precisamente el día del sorteo extraordinario de Navidad de la Lotería Nacional y en su aniversario de bodas. Hoy será la misa en el tanatorio nuevo a las cuatro para todos aquellos que quieran acompañar a su familia en este triste momento.

La lotería de Navidad se ha hecho de rogar este año. No había prisas. Hasta la una de la tarde el Gordo no se ha asomado por calles y bares, la vez que más tarde lo ha hecho, y, sin embargo, hoy, media hora antes, el auténtico premio de Navidad se lo han llevado en el Cielo. Hoy lunes 22 de diciembre, a las 12:29, casi 94 años después, y seguro que con bastante retraso le habrán recriminado a las puertas de San Pedro, Rafael Sánchez Domínguez, mi abuelo, regresa a ese mecanismo invisible que habita entre las nubes, el mismo del que salió un mes de febrero hace tanto, la única máquina capaz de engendrar tamaña voluntad de hierro.
Y es que hasta hacia cuatro días subía y bajaba de un tercero sin ascensor, abría la puerta del principal y se enfrentaba a la vida con la voluntad de quien quiere seguir respirando, y todo eso después de sobrevivir en los últimos tiempos a números achaques, contratiempos, remaches e incluso un atropello. Lo dicho, un superviviente, un ejemplo de eso en lo que nos obcecamos el resto, en querer salir airosos y triunfantes de lo único que un día acabará con uno mismo: nuestra propia vida. Y es que para morirse sólo hace falta estar vivo. Lo decía Mariano, mi suegro. No hay más ciencia, y como la de andar por casa ninguna.
Hoy para más inri era uno de sus días favoritos del año, 22 de diciembre, aniversario de bodas y entretenimiento hecho cuaderno y lápiz junto al televisor o la radio, siguiendo los bombos de la fortuna, esos mismos que a pies juntillas esperaba que un día le ayudará a cambiar la suerte de los suyos, con esa fe inmortal que sólo poseen unos pocos privilegiados que aún intuyen que los dorados hilos de la magia anidan entre las costuras del tiempo.
Ordenado, metódico, dicharachero y fuerte como ninguno, el abuelo Rafa no se despeinaba por nada ni ante nadie. A quien tuviera que llamarnos al orden lo hacía sin contemplaciones, y justo era más que Salomón, aunque gracias a Dios no se presentó nunca ocasión en que tuviera que demostrarlo. Y tanto era así que hubo una época en la que hasta controlaba la hora con dos relojes en la misma muñeca. Qué cosas tenía. Parece que aún lo estoy viendo con ambos relojes, uno para que vigilara al otro, y él desde arriba ojo avizor a que ninguno se escantillara. Lo llevaba todo al punto: su hora de abrir los ojos, el momento de afeitarse, las medicinas que debía tomar... Y luego al mundo. Un mundo demasiado obsesionado hoy día en traumatizarse con fantasmas que nosotros mismos fabricamos, que sólo existen en nuestra mente y quizás nunca lleguen, miedos y agobios que se le quedaban pequeños a él, uno de esos niños que vieron de todo antes de hacerse hombres.
Seguramente él no conoció lo que era el estrés, ni la depresión ni la ansiedad. Entonces no hacían falta esas cosas, había otras mucho más importantes de las que ocuparse. Y es que la suya es ya una generación dilapidada por el espejismo del olvido silencioso, frío y hambriento que ya por entonces comenzaba a tejer las mimbres del embudo de esa España gris y distante. Y fue precisamente en ese luminoso espejismo de fachadas blancas, casas palacio y corralas de vecinos con trazas de cuartelillo donde apareciste, abuelo, en esa Vestusta Onuba llena de contrastes de luces y sombras, bañando las tardes de verano al abrigo de una legendaria bóveda de eucaliptos y calentando los inviernos como mejor se podía, en tabernas y colmados que a muchos nos hubiese gustado pisar, aunque en mi caso sólo fuera para retratar. Gracias a esa memoria y algún que otro recuerdo prestado tus peripecias ya forman parte desde ya de la inmortalidad que otorgan el papel y la tinta.
Gracias, abuelo, gracias por todo lo que nos has dado. Hoy te decimos adiós con sabor de «hasta luego», y mientras el tiempo hace su trabajo, desde ahora vivirás en nuestro recuerdo, como las grandes leyendas, hasta que el destino nos alcance.
Antonio J. Sánchez