Las máquinas

Escuchar al dueño de uno de ellos hablando como si lo hubiese diseñado él es una experiencia de la que trato de huir. Enfrentarse a lo que nos disgusta suele tratarse de un acto de valentía, así que un día, mientras conducía mi coche híbrido con variador electrónico, velocidad de crucero, posa vasos, niña y violonchelo en el asiento trasero, y con la radio apagada —imprescindible esto último para escucharse a uno mismo—, me puse a pensar en el porqué de aquellas conversaciones sobre la máquina que nos compramos, y he ahí la clave. No es del diseño de lo que presumimos, no; es de la compra que hemos hecho. Me caí del guindo. Comprar bien es el acto supremo de occidente. La ropa, el móvil, la casa, el coche. Todo lo que «tenemos» lo compramos, así que si somos lo que compramos, deberemos comprar bien para ser «buenos». 

Occidente está desapareciendo ante nuestros ojos. Lo que nos definía era la construcción, pero eso se lo hemos dejado a unos pocos para convertirnos en compradores. Y ahí reside, también y desgraciadamente, el éxito del deporte profesional actual. Gana el que mejor compra. Lo que defendemos cuando animamos a nuestro club de fútbol —o de rugby en una de las cinco naciones— es la compra que han hecho los que lo dirigen, o los que lo poseen. No queda ya ningún vínculo entre el club, su filosofía y los jugadores que es capaz de fabricar. Todo es comprar. Y cuando nuestros amigos debaten con nosotros y nos dicen que su equipo es mejor sólo hablan de que el jefe de su departamento de compras —lo llaman nosequé técnico— es el más listo de la clase y el que más dinero tiene. 

¿No es eso lo que más nos gusta de nuestro coche? Lo hemos comprado nosotros, lo hemos elegido nosotros, y si además es caro, le enseñamos al resto el gran poder adquisitivo que tenemos. 

Tengo que confesarles algo. Nada me aburre tanto como una conversación sobre coches. Este domingo me voy a ver al Tharsis.