La cirugía es tétrica en Huelva

La miro de refilón, casi de soslayo, intentando inhalar su atmósfera singular, castiza, vetusta… un rostro que susurre visualmente los vestigios de la historia, ese legado silencioso pero rico en matices que imprime carácter, la idiosincrasia de Huelva y ese lazo tácito de complicidad con sus vecinos.

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El azaroso destino del periodismo me llevó hace casi un lustro a instalarme en Badajoz, pero mi arraigo onubense es el responsable de que periódicamente retorne a mi tierra cuyo magnetismo deja en agua de borrajas la friolera de cinco horas de autobús que separan ambas localidades fronterizas. Casi nada. El amor todo lo puede. Nuestro idilio es vitalicio, sin fisuras, pero algo no funciona. En cada reencuentro, entre mi caminar por sus entrañas, noto que la estoy perdiendo. Está cambiando. 

El lifting inducido al que será sometida la casa del historiador Diego Díaz Hierro devuelve a la picota una polémica imperecedera en la capital: La amenaza perpetua que sufre el patrimonio arquitectónico. El Ayuntamiento, previa modificación del Plan General de Urbanismo, habilitará en su lugar un espacio dotacional-residencial aprovechando que no se encuentra inscrita en el Catálogo de Edificios de Interés del Plan Especial del Casco Antiguo. Una argucia legal que desmembrará otro de nuestros testimonios señeros, traficando con el pasado y la memoria de un pueblo resignado, que realiza insuficientes estertores a través de las redes sociales. La organización Platalea encabezó a principios de febrero una marcha exigiendo a las autoridades la conservación original de este espacio, con una repercusión notoria a través de la red pero escaso seguimiento físico. La concienciación ciudadana, un lobby articulado y potente, compromiso de las autoridades y alejar el canibalismo financiero de nuestras reliquias, son algunos de los tratamiento paliativos contra una epidemia compleja.  

Nuestros dirigentes, con don de gentes pero escasamente diligentes, son pasto de un severo trastorno dismórfico o dismorfofobia urbanística, dicho coloquialmente, adicción a la cirugía del ladrillo. Los síntomas de este síndrome son fácilmente identificables. Entre la habitual verborrea política, emerge una dislexia galopante que cortocircuita la diferenciación de conceptos claramente antónimos, o al menos no sinónimos. La enajenación mental subyacente del trastorno asocia conceptos como rehabilitar con derribar o demoler. El rigor histórico y cultural de nuestra tradición se evapora contaminado por la nube de polvo resultante tras la demolición de sus cimientos, que se quiebran y precipitan por la gigantesca falla de la gestión política. 

Hoy ya no paseamos por calles, deambulamos por quirófanos rodeados de implantes sintéticos que roban la expresión amable de la faz de Huelva. Un amasijo de refulgentes focos retuercen hasta aniquilar los habituales juegos de seducción entre la luz y la umbría, erigiéndose un burdel lumínico. Huelva lleva años sometida a un expolio constante por sus propios supuestos mecenas y benefactores. Sus fachadas, sus edificios, sus esquinas emblemáticas, sus rincones melancólicos y románticos, los espacios que dibujan su impronta, el sello distintivo como baluarte de su peculiaridad, quedan sepultados bajo toneladas de papeles mojados en forma de proyectos faraónicos y delirantes. 

Las estanterías de nuestra biblioteca callejera quedan cada vez más diezmadas por un remozado tribunal de la Inquisición que destruye los vestigios del pasado como en la Edad Media, intercambiando la hoguera por la hormigonera. La voz de Huelva, siempre ronca y áspera por el paso de los años, campechana, cercana y cautivadora, se apaga enmudecida por la mordaza del ‘progreso’, hinca la rodilla ante el vigor del histrionismo moderno, que nos deja huérfanos de sus relatos de siempre y aboca a las generaciones venideras al analfabetismo choquero.

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