EL AMOR NO ERA PARA TANTO

El agua no hidrata.. ¿o sí?

La clave, como siempre, se halla en la educación, pero en una educación «acogedora»

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Jesús González Francisco

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Si es usted usuario de redes sociales (y apuesto mi mansión en las Bahamas a que lo es) ya estará familiarizada con el asunto del que quiero hablarle. De una forma subrepticia, casi sin darnos cuenta, se ha ido colando en nuestras vidas, asumiendo una importancia cada vez mayor y generando un peligroso precedente en su forma de generar opinión y controversia. Me refiero al ubicuo podcast, ese formato nacido de una costilla de la radio y que, al calor de las redes sociales, se ha generalizado en todas las plataformas de contenido, especialmente en su versión de 'videopodcast', mucho más popular y relacionada con el consumo inmediato asociado a lo virtual.

Abre usted su Instagram, su Facebook o su Tik Tok y ahí están, innumerables vídeos con una estética conceptual similar: estructura espacial de entrevista, una toma de cámara frontal y otra lateral, entorno y luminosidad más o menos cuidados (depende, como siempre, de la inversión económica) y hala, a pontificar sobre lo humano y lo divino como si no hubiera un mañana.

Los hay para todos los gustos: cine, política, cocina, deportes, ciencia… Algunos son de gran calidad, otros incluso imprescindibles para acercar el conocimiento a quienes no lo encontrarían en otros formatos, pero algunos son un despropósito narcisista cuya repercusión contribuye a la sensación de extrañamiento intelectual que asola nuestra sociedad, incapaz de creerse ya nada, pues cada afirmación convive con su negación.

Haga la prueba y navegue un rato por las procelosas aguas del océano virtual. Además de los enternecedores (por insistentes) terraplanistas, hallará usted presuntos expertos que le dirán cosas tan marcianas como que el agua dentro del cuerpo no es H2O, sino H3O2, signifique eso lo que signifique, envuelto en una jerga pseudocientífica trufada de elementos animistas y mágicos, como la maravillosa «agua estructurada» (esta H3O2 de la que les hablaba), un agua «viva, inteligente y cargada electromagnéticamente». Y usted, como sabe de química lo mismo que yo de alta costura, pues duda, como es normal, y le concede trazas de verosimilitud, ya que el maromo que le sale en el vídeo no duda, no titubea, parece seguro de sí mismo y aplica lo que me gusta llamar «la falacia del prestigio», en virtud de la cual otorgamos credibilidad a quien «parece» que sabe, sin asegurarnos previamente de si realmente sabe algo de lo que habla.

Siguiendo con el agua, que es un asunto que da para mucha diversión, encontrará usted miles de vídeos que afirman que el agua no hidrata, que hemos sido sistemáticamente engañados por vaya usted a saber qué poderes oscuros y que compre usted el producto que se le ofrece en el vídeo, que es mejor que el agua misma. Y otra vez, usted duda, pues los «argumentos», por llamarlos de alguna manera, embarran el suelo con su galimatías trochocientifista, si me permite el neologismo. Usted sabe que si está deshidratado y se bebe un vaso de agua, vuelve uno a la vida, pero si un tipo serio, convenientemente iluminado, delante de un micrófono, dice lo contrario, pues será verdad, ¿no?

La ciencia y el conocimiento se encuentran en desventaja ante esta novedosa forma de alienación. Al estar constreñida por su propio método (bendito método, por cierto), carece de la flexibilidad necesaria para asumir la estupidez, pese a que la ciencia, a veces, sea utilizada de manera estúpida. ¿Cómo desmonta uno las afirmaciones de una persona que se hace llamar «terraplanista» o de alguien que asegura que el agua no hidrata? Es imposible y, además, irrelevante, pues el converso, aquel que abraza la idea de la planitud de la Tierra o de la incapacidad del agua para hidratarnos, no quiere ser convencido, pues al igual que un cristiano renacido «la verdad le ha sido revelada». Enséñele usted imágenes, dele datos, ofrézcale experimentos fiables, emplee usted todo su tiempo tratando de mostrarle la evidencia: dará igual, pues el sujeto desmontará los cimientos del edificio con alguna otra duda basada en visiones etéreas y pseudocientíficas.

El peligro, como suele ser habitual, no radica tanto en la forma, sino en el fondo. Estos artefactos audiovisuales poseen una cualidad ciertamente atractiva; se diseñan con cuidado y atraen a un público muy diverso que ha perdido (con razón, en algunos casos) la devoción por la ciencia como escenario ideal para hallar la solución a los problemas de la sociedad. Al contrario que la ciencia, estos vendehúmos profesionales apelan con maestría a la parte mágica que habita en todos nosotros, la que teme a la oscuridad y tiembla cuando un relámpago ilumina el cielo acompañado segundos después por un estruendo inaudito. Ante un espectáculo de tal naturaleza, existirá un sector importante de la población que preferirá creer al chamán que le asegura que son los dioses quienes han liberado ese poder, molestos por el comportamiento de sus súbditos y no darán crédito a la explicación compleja y ardua que habla de electricidad, ionización, composición química y otros conceptos de difícil deglución.

La solución a esta tendencia es, por supuesto, difícil, compleja y necesariamente progresiva. La clave, como siempre, se halla en la educación, pero en una educación «acogedora», es decir, aquella que no trate de humillar a quienes creamos equivocados, sino que aproxime a la luz de los datos a aquellos que proponen dudas ante las certezas, con paciencia y pedagogía honesta, sin intercambios furibundos ni arrogancia, pues tanto quien fía en la ciencia sus esperanzas de conocimiento como quien no, buscan lo mismo: respuestas a sus preguntas.

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