CARTA

El arte de hacerse invisible

Francisca Quintero Jiménez se ha hecho invisible un resplandeciente domingo de invierno que a ella le hubiera gustado ver.

El arte de hacerse invisible

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Una mañana como la de ayer habría salido a la plaza escoltada por el canturreo de los pajarillos, pertrechada de una mantita sobre las rodillas, su sonrisa y esos pícaros ojillos que lo han visto todo en la vida. Tendría mil cosas que contarnos a pleno sol, desde cómo le había ido la semana en la residencia, hasta recitarnos la última coplilla que le ha robado a las musas en sueños. A buen seguro que, mientras tanto, nos habría levantado un aquarius de naranja (a falta de un buen godovi de esos) y un montadito de pechuga de pollo con que esquivar el apetito y, de paso, a la cocinera. Escaqueándose de almuerzos de olla grande era una fiera, apuesto a que en un barracón de mujeres habría sido la que mejor tipo luciría para la guerra. En detalles y distancias cortas como esas, siempre fue la mejor, una monstrua. No cabe duda, como para muchas cosas más; de hecho, habría aprovechado cualquier desliz nuestro, un silencio entre frase y frase para colarse, igual que un jugón en una baldosa se encaja frente al portero, para acaparar nuestra atención, todos pendientes de ella, lo más posible para que la oyéramos abrillantar alguna anécdota que ya no queda nadie para recordar. No queda nadie porque también se han vuelto invisibles. Porque como ha leído mi mujer por estos mentideros, a veces más ciertos que los oficiales, los abuelos, ni se van ni se mueren: simplemente se vuelven invisibles.

El arte de hacerse invisible

Ella lo ha hecho sin hacer ruido, sin dar trabajo, sin molestar, como era su condición. Dormida, serena, plácida, en un vaivén ligero, y poco a poco, como un palio de silencio que se recoge un lunes santo. Y es que hay quien se empeña en pasar por el mundo con la misma delicadeza que un elefante en una cacharrería en mitad de la madrugada, con la poca gracia de una orquesta de batutas rotas, quejándose y regalando a los demás incomodidades hasta el último suspiro. «Hasta para irte has sido buena, mamá», le susurraba mi madre hace tres días, a su vera, en la última cama que ha tenido el honor y la gloria de dar reposo a su bendita espalda. No he tenido oportunidad de decírselo aún a mi madre, de explicarle que eso no es así, que no se ha ido, que solo se ha hecho invisible. Por eso, en cierto modo, esta carta es también para ella, para mi madre, y espero poder aclarárselo con estas líneas, que como demanda la ocasión, no serán pocas.

La abuela Paca (denominación de origen desde antes que yo me asomara al mundo) se ha hecho invisible con la elegancia natural de quienes nacen bendecidos por los ángeles, una línea de sincero agrado para los demás siempre en los labios y ese movimiento tan particular de cabeza de quien se conforma con todo. La abuela Paca ha sido buena por castigo, o eso dirían los de su quinta, los de un tiempo en que uno se iba al otro barrio de una cosa mala cuando daba miedo ponerle nombre a las cosas malas. Porque hasta para eso (yo también te lo digo) has sido buena, abuela. Ni un ay... ay... ay… de esos que embrujan pasillos de hospitales y encogen el corazón a quienes no saben lo que es pisar uno, la única verdad de la vida, porque aquí nadie se queda; ni un quejido, ni una muestra de dolor, ni un grito con los que muchos aporrean la puerta de San Pedro viéndose en el alambre, sobre la bocina. No lo has hecho, no lo has necesitado. Para ti ya estaba abierta. Te esperaban, para despecho de un santoral donde se miran de reojo y se dan de codos para hacerte hueco. Dicen por ahí que nadie se mueve de donde está si no tiene adonde ir. Y el sitio, allí arriba, te lo tenían reservado desde hace una eternidad.

El arte de hacerse invisible

Y quizás sea por eso que estoy tranquilo, pues no creas que no me disgustó no poder darte el procurador de buenas maneras que urge cuando uno cree a pies juntillas en lo que le vende la industria del misal. Alzacuellos tienen ahí a porrillo, abuela, pero tú sabes que no a todos les queda igual. Y yo no quería uno cualquiera para ti. Pero no pudo ser, no cuadraron las agendas. Hubiera sido además la excusa perfecta para agradecerle al padre Marco tanto bien que ha hecho por nosotros, para darle un fuerte abrazo y un beso, pues bien sabe él lo que le queremos en casa. Ministros como esos no hay muchos, como el padre Marco no hay dos. Aunque, eso sí, aprovecho para decirte que a Marco no le he visto una sola vez, ni yo ni nadie, el «espantaputas» anudado en la garganta, pues ya me confesó en cierto momento (sí, los curas también se confiesan, y sí, sé que te estás riendo con lo del espantaputas) que solo se lo pone para entrar gratis en los museos de Roma. Y sí, que me llamen antiguo, pero ya me encargué en su momento que el abuelo Rafa (tu marido) y mi suegro Mariano, que tanto os quería a los dos a rabiar, recibieran su sacramento. A pesar de ello, repito, estoy tranquilo. Abuela, tú misma eres agua bendita, de la que se guarda en frascos pequeños, como las grandes esencias puestas en lo más alto de una estantería, de las que se ven pero no se tocan.

Fíjate lo que me decía ayer mi padre en el cementerio, mientras el fuego hacía contigo para mayor gloria del mar el trabajo sucio —o no— que le corresponde por imperativo. Me dijo algo que ya le había oído con anterioridad, de esas cosas que no se olvidan nunca porque siempre se recuerdan al pie del mismo sitio. Aprovechábamos el momento para escurrirnos hasta la losa de tus consuegros Miguel y Loli, donde junto a ellos reposa un tercer nombre, el de la abuela Isabel, la abuela de mi padre. Desde hace años están ahí los tres juntitos, en armonía, rodeados de ese silencio que huele a hierba recién cortada. Para que luego digan que las suegras y los yernos se llevan mal. En esa fuga dorada de nichos, me suelta papá que si hubiera conocido a su abuela Isabel, habría alucinado: «todo bondad, hijo, igual que tu abuela Paca. Lo mismo, lo mismo, lo mismo…», agradecido por esa suegra que le había regalado mi madre en recuerdo de sus mejores años de infancia. No se lo he dicho, porque son de esos momentos en que a uno le hubiera temblado la voz y no queda bien que su padre lo vea. Cosas de machotes. Pero me hubiera gustado decirle que qué suerte había tenido, que las había conocido a las dos. Ha sido más afortunado que yo. Aún así, solo por haberte conocido a ti, abuela, solo a ti, me siento más rico que nadie. Si la bondad pudiera venderse al peso, hoy estábamos forrados, de eso también estoy seguro. Y es que un médico, según me contaste un día, te dijo una vez que tenías el corazón más grande que el hueco. Y claro, así… qué remedio, así cómo no se puede caer de pie en el mundo. Y en el cielo.

Estoy convencido de que allá arriba poco falta para que te hagan la ola, que no has tardado en fardar con algún fandanguillo de tu tierra, desempolvando como de costumbre las poesías que aprendiste entre monjas en la casa cuna de Ayamonte, y convenciendo al personal de que tienes parentesco con grandes dramaturgos españoles e incluso con un premio nobel moguereño. Qué cosas tienes, abuela. Desde luego eres única. Contigo se rompió el molde.

El arte de hacerse invisible

Y tengo que decírtelo: te has ido como una campeona, sorteando las trampas que te ha puesto el día a día por delante, sobreponiéndote a cada envite, a cada golpe, sin saber lo que vendría a la mañana siguiente, lo que llegaría para machacarte, a ver lo que aguantabas, pagándole en cambio con una sonrisa a una posguerra de cartillas de racionamiento y estraperlo, de aquellas patatas y sardinas que me contabas alegre y pícara tan bien se te daba colar; de la felicidad de traer al mundo cuatro hijos a soportar la burla del destino enterrando dos, a criarlos todos con una mano inutilizada por un torpe cirujano que se pensaba que coser tendones era como hacer bolillos, cuidando nietos y bisnietos (qué tranquilo me quedo con que Marianna y tú os hayáis conocido), e incluso asistiendo en primera línea de batalla a la pérdida de tu gran compañero, de ese gordo que cayó en el cielo un veintidós de hace algo más cuatro diciembres y con el que ya te das la mano allá donde no nos alcanza la vista. Por todo eso eres una campeona.

Únicamente me resta decirte que solo te han faltado los guantes, abuela, porque has aguantado el último asalto como esas leyendas del cuadrilátero que nunca volverán, porque si algo tiene en común la vida con algo parecido a la muerte es con el noble arte de la lona, el sudor y la sangre, porque cada mañana uno se levanta para una nueva lucha, una nueva pelea, contra el mundo y sus circunstancias, levantándose una y otra vez después de caer, y así hasta el día siguiente en que todo empieza de nuevo, y así en larga fuga hacia un infinito al que no se le ve la cola hasta que se le ve, hasta que, de repente, llega el último combate, el último asalto, el que todos perderemos en algún momento, porque en el fondo y en parte somos lo que hemos perdido. Y tú te has ganado perderlo con el honor y la gloria de los héroe silenciosos que llegan invictos al final antes de que la vida haga de ellos el villano que todo el mundo odia.

Por eso sé que no te has ido, que si has aguantado tanto, ¿cómo te vas a ir ahora? Por eso es verdad que te has vuelto invisible simplemente, que en realidad todos los abuelos os hacéis inmortales para estar junto a nosotros, a nuestro lado, para decirnos al oído que aún no ha llegado el momento, que aguantemos un poco más, que nos levantemos, que lo mejor está por venir. Porque todo el mundo necesita alguien así a su lado, porque todo Rocky necesita un viejo Mickey en su esquina del ring, y porque incluso un aprendiz de juntar letras como yo necesita una inspiración hasta el último momento en que quizás la muerte me sorprenda en mitad de una gran historia por escribir.

Por todo eso nunca te olvidaré, abuela, porque eres un ejemplo, porque sé que siempre te tendré, porque sé que no te has ido, que estás ahí, mirándonos y sonriéndonos, y que simplemente no te veo porque simplemente te llevo dentro de mí.

Te quiero, abuela Paca.

Antonio J. Sánchez

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