carta al director
Tiempo de vendimia
A veces, los olores que llegan a nuestros epitelios, activan algún resorte del cerebro haciendo que la memoria nos otorgue sensaciones que nos trasladan a otro tiempo, el tiempo preciso de nuestra infancia. Los aromas de la uva recién cortada en la vendimia y prensada en los lagares, nos trasporta a aquel tiempo en el que estas labores se alargaban hasta bien entrado el otoño.

Estos aromas que perfumaban nuestros pueblos, otrora abundantes en bodegas y lagares, hoy se ven reducidos a unas cuantas zonas localizadas en lugares muy concretos, donde al pasar podemos oler los efluvios de la uva exprimida, ese olor que nos hace retroceder en el tiempo y en la memoria, como seguro nos pasa a todos los hijos de esta tierra.
A primeros de septiembre, los niños del Condado regresábamos a nuestras obligaciones escolares tras las vacaciones veraniegas. Los más afortunados volvían a nuestros pueblos, con la piel bronceada, de cuyos poros aún rezumaban la salitre y el yodo obtenidos en grandes dosis durante casi dos meses de estancia en las Playas de Castilla, volvíamos al colegio, y los hombres se afanaban en preparar lagares y bodegas para la inminente vendimia cercana, de la que durante generaciones habían obtenido el oro liquido, sustento de sus familias.
El ambiente, aún caluroso, con los últimos coletazos del estío, estaba impregnado del aroma afrutado y pegajoso del mosto exprimido, y las hordas de moscas revoloteaban por doquier invadiendo la población convertida en díptero paraíso.
De camino al colegio podíamos ver las bodegas con sus puertas abiertas, puertas pintadas con el tercio inferior de color negro, y los dos tercios superiores de verde carruaje. Los portalones de los lagares abiertos de par en par esperando las primeras cargas de uva, en carros tirados por bestias o tractores, procedentes de los parajes vecinos y a los que habían acudido al amanecer las cuadrillas de vendimiadores, muchos de los cuales habían arribado a nuestros pueblos atraídos por los jornales que implicaba la recogida de la uva.
A la hora de la salida de la escuela, la actividad era más frenética si cabe, el estruendo de las despalilladoras eléctricas “Matías López” cuya insaciable boca era alimentada de racimos por hombres con horquetas, racimos de uvas que se amontonaban delante de ella, maduradas por la luna de agosto, de distintas variedades como Mantua Sanlúcar, garrido fino, Jaén blanco, beba, palomino, listan…; aunque la reina de todas y la más abundante era, y sigue siendo, la zalema.
Mis compañeros y yo quedábamos absortos, largo tiempo contemplábamos como la insaciable maquina despalilladora se tragaba los racimos de uva transformándolos en afrutado caldo. Contiguo al lagar y comunicado con este por una tubería o caño, se disponía una especie de pilón, o alberca, alicatada de azulejos blancos de 15x15, donde se iba depositando el zumo de la uva. Detrás de la maquina había un pequeño depósito de un escaso metro cúbico donde iba cayendo la pulpa de la uva; y por un lateral de la despalilladora, por un hueco con una portezuela de hierro sobre la que pendía unas pesas para presionar, se iba expulsando la masa de palitos de los racimos, hollejos, y pepitas en comprimido y compacto bloque, llamado orujo.
Del pilón contiguo al lagar donde se depositaba el precioso y aromático líquido, como sierpes, unas manqueras conectadas a las bombas, con el incesante traqueteo de sus motores, iban succionando el mosto que fluia hasta el interior de los conos de cemento o a los bocoyes y botas que se disponían en la lóbrega y fresca sombra de las atarazanas, bajo la atenta vigilancia del bodeguero.
De vez en cuando, un hombre del lagar, llenaba un cubo con la pulpa que se iba depositando en el pequeño hueco detrás de la despalilladora, y lo vertía a través de una reja de hierro, que protegía una poza en el subsuelo de la atarazana.
A veces, por la bodega, aparecía el camión de la alcoholera, y se llevaba el aromático montón del compacto bloque de orujo, que yacía amontonado en el corral de la bodega.
Una vez terminada la vendimia, y las cuadrillas de vendimiadores abandonaban el pueblo, de retorno a sus localidades de origen, todavía quedaba una pequeña vendimia, el “rebusco”, ya bien entrado el otoño con sus fríos amaneceres, de ahí la expresión “hacer más frio que rebuscando”, que consistía en que muchas personas recorrían las viñas cortando los racimos que habían quedado olvidados en la cepas por los vendimiadores, y eran llevados a las bodegas donde los compraban al peso, así burros, mulos y caballos, transportaban en serones la recolecta de racimos, que eran pesados en romanas a las puertas de los lagares, obteniendo un sobresueldo por su producto; generalmente eran jóvenes los que hacían esta actividad para ganarse unas perrillas para sus gastos.
Acabadas las labores de vendimia el zumo de uva quedaba en el interior de los conos, botas y bocoyes, en una efervescencia micro orgánica que no cesaba hasta la llegada del frio noviembre, momento en que cesaba la fermentación obteniéndose el vino joven o lo que llamamos mosto, si no hacia frio el bodeguero inyectaba anhídrido sulfuroso al mosto, contenido en alargadas bombonas, acabando con cualquier agente fermentador; más de una vez hemos entrado en las bodegas cuando utilizaban el gas sulfuroso, y la primera impresión era que nuestros bronquios se cerraban impidiéndonos respirar, tras un corto pero desagradable momento, recuperábamos esa capacidad.
Muchos años vivimos esta actividad habitual en el Condado, hasta que a finales de los 80 los precios del vino fueron en picado. Cada año, iba cerrando alguna bodega más. Las pocas que quedaron sobrevivían a duras penas.
El Estado subvencionó el arranque de viñas, promovida por la Comunidad Económica Europea, y ante los bajos precios del vino, muchos viticultores optaron por arrancar las viñas de las que habían vivido generaciones, y como consecuencia muchas pequeñas bodegas cerraron sus puertas para siempre.
Juan B. Fernández Sánchez