Festival Teatro y Danza Niebla > Crítica 'Yerma'

Me quedo con Silvia

Comenzó anoche la temporada 2012 del Festival de Teatro y Danza de Niebla con un plato fuerte: Yerma, de Lorca, en versión de Miguel Narros, el reconocido director que ya la llevara a las tablas en los 90. El público ilipense, siempre exigente, se dio cita de nuevo en el patio de armas del castillo, con renovada expectación tras el alto nivel de la anterior edición.

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Lorca, inteligente y hábil, narrador de la realidad de la Andalucía rural de la época, sin duda, recoge sus experiencias después del periplo de su compañía de teatro ambulante La Barraca y plasma como nadie la realidad extrema del ambiente opresivo e hipócrita de un pueblo asfixiado por la pobreza, el machismo, la desigualdad y el fanatismo moral. Junto con La Casa de Bernarda Alba y Bodas de Sangre, Yerma constituyen la 'trilogía' (esta palabra que ahora está tan manoseada) del retrato de una sociedad que, acaso, aún hoy en día no ha desnudado de prejuicios su discurrir cotidiano.En Yerma, el drama interior de una mujer que desea fervientemente ser madre y que no puede serlo, se alimenta del otro exterior, no menos trágico: la tradición que exige una despiadada defensa de la 'honra' y donde no tiene cabida una mujer que no engendra hijos. A su vez, el paso del tiempo, va horadando el espíritu de la mujer tornando su fervor en odio y su ilusión en amargura. Silvia Marsó, la prolífica actriz barcelonesa, se hace cargo de manera sobresaliente del papel principal. Avalada por una dilatada trayectoria, desde el clásico hasta el musical y viniendo de  triunfar hace dos temporadas con Casa de Muñecas, de Ibsen; consigue desmarcarse del  ritmo marcada e inexplicablemente tedioso que se aplica en esta versión de la obra y apurar, hasta la última gota, un personaje que Federico puso sólo al alcance de unas pocas artistas. Indudablemente, lleva el peso de toda la obra y desarrolla con precisión y sensibilidad el abanico de registros a los que les somete su complejo rol; que van desde la inocencia, ternura, femineidad y pasión hasta la frustración, desamparo, amargura y desesperación.  Sólo por ella merecía la pena acercarse anoche al Castillo de los Guzmanes.  Por sí sola, es capaz de sostener una producción llena de contradicciones.Porque en esta versión de Yerma, los claroscuros de la trama parecen contagiarse a la producción y a unos personajes que piden algo más: los actores secundarios están bien, pero aparecen algo desaprovechados, especialmente los masculinos. Marcial Álvarez, como Juan, el marido indolente al amor de Yerma y, sin embargo, obsesionado por su hacienda y las habladurías de las gentes; no llega a desarrollar la fuerza que se supone al personaje y que, sin duda, el actor posee. Por su lado, a Iván Hermes, como Víctor, el amor imposible de Yerma, no se le permite plasmar una pasión que, ni latente, se percibe y comprobar si la ‘no relación’ entre ambos es algo más que de adolescente inocencia. La escenografía, de Mónica Boromello, igualmente plantea momentos excepcionales (como la presencia física del agua, con el río y la lluvia), en respuesta a todo el simbolismo que hay detrás del lenguaje lorquiano, pero, a veces, resulta chocante (como el hecho de que los actores tengan que interrumpir su paso para ‘saltar’ el estanque que constituye el río, bajando la vista y dando un paso incómodamente largo). Muy bueno el vestuario de Almudena Rodríguez Huertas. La proclamada música de Enrique Morente  y una efectiva iluminación de Juan Gómez Cornejo, contribuyen a envolver la ambientación que, no obstante, resulta algo fría e inconexa en su conjunto.El público, que volvió a llenar el aforo del castillo, despidió la obra con una ovación discreta aunque irrumpió en aplausos al final del segundo acto. Una señal inequívoca de lo desigual de una representación que debería llamar a Narros a ir en busca del pulso perdido. Si me lo permiten, yo me quedo con Silvia.

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