Picasso en Huelva y ahora en Lepe
Picasso estará en la John Holland Gallery hasta el 6 de septiembre, de miércoles a sábado en horario vespertino de siete a diez de la noche, y matinal exclusivamente los sábados de once a dos
La obra de Picasso regresa a la galería John Holland de Lepe con una serie de grabados sobre 'La Celestina'
La Galería John Holland mostrará unos grabados de Goya sobre la tauromaquia

La galería John Holland, ubicada en una antigua casa señorial de Lepe, rehabilitada por sus actuales propietarios, ofrece en la actualidad una exposición sobre la última obra gráfica de Pablo Ruíz Picasso. Se trata de los grabados que realizara el pintor malagueño para una edición de La Celestina cuando contaba ya con 86 años de edad. Este sería su postrero trabajo como ilustrador de obras literarias, aunque hasta el día en que la parca se lo llevó estuvo afanado en la realización de grabados y otra obra menuda en el tamaño, pero grande en un artista que ya para entonces era toda una figura y referencia del arte universal.
La muestra de estos grabados ha sido posible gracias a la relación que la galería lepera tiene con el Taller del Prado, quizás la más importante galería en lo que a grabados se refiere de toda España. Desde punta seca a aguafuertes o aguadas de tintas con resinas y otras técnicas que el ya anciano pintor realizaba a marchas forzadas, en interminables jornadas que le vieron hacer lo que había hecho durante toda su vida, trabajar a destajo por si la inspiración le llegaba que le cogiera trabajando, como solía asegurar el artista, con sorna y harta frecuencia.
La carrera profesional de Picasso pasó por distintas etapas, y no siempre fecundas en cuanto a lo económico se refiere. Las pasó canutas en más de una ocasión, hasta verse convertido en la referencia mundial del arte que fue y sigue siendo, lo cual fama no le hizo bajar la guardia ni un segundo, siguiendo con su febril actividad a lo largo de toda su vida, realizando una muy variada producción artística, que le llevaría de la cerámica al lienzo o del escoplo al grabado. Es el caso de estos que se exponen en la John Holland Gallery y que realizara a muy avanzada edad, rodeado de sus seres queridos, no muchos y no todos porque las relaciones con un artista siempre son complicadas, sobre todo cuando el número de esposas y amantes excede de lo humanamente soportable, como fue su caso. Pero quienes le rodearan entonces es de suponer que le animarían, digo yo, a que siguiera produciendo. Picasso, ya para entonces era una auténtica mina de oro, pero no chocheaba, como más adelante intentaré sugerir al lector cuando nombre a su herencia. Bueno, a su no herencia.

Falleció a los noventa y un años, y para entonces el malagueño había acumulado una obra de valor tan incalculable como complicada de cuantificar, aunque acabaría por estimarse en 45.000 piezas entre pinturas, dibujos, cerámica, escultura, tapices, y por supuesto libros ilustrados y las consabidas planchas de grabado para trabajos como este de La Celestina. A esto habría que sumar los bienes inmuebles y el parné que dejó a su muerte: un par de castillos, tres casas o más bien casoplones y millones de dólares, en cuentas corrientes, acciones, fondos o en oro. Murió el notable militante de los partidos comunistas de España y de Francia, sin haber hecho testamento. Un lío, aunque a decir verdad a don Pablo, con tantas mujeres y tantos posibles herederos a sus espaldas, aquello le importaba un pimiento. Recuérdese y si no lo saben tiren de hemeroteca, y vayan a las secciones rosa o del corazón, que Picasso tenía unas tensas, por llamarlas de algún modo, relaciones con sus ex esposas, ex amantes y demás aspirantes a heredar del papá o del abuelo artista, una banda de lo más variopinta a la que a veces ni les permitía entrar en su mundo, en un mundo que él presidía desde el cómodo butacón de la fama. Era un icono del siglo XX y lo sabía. Sobradamente, además. De modo, que después de su fallecimiento, lo de la herencia fue un lío, y a lío levuelto, ganancia de pescadoles.
De la inmensa cantidad de obra que dejó a su muerte, se beneficiarían sus hijos y nietos, como Marina, una linda jovencita a la que nunca le importó lo más mínimo decir que odiaba a su abuelo, de donde se podría deducir que la niña salió a su acaudalado antepasado. Y no sólo la familia obtuvo una maravillosa herencia, el estado francés, aprovechando que el Valladolid pasa por Pisuerga, se quedó con un buen pellizco en materia de impuestos y gestiones habidas durante el larguísimo proceso judicial que siguió a su fallecimiento. Aquí, como ustedes podrán comprender, el que no corre vuela. Mas dejemos el capitalazo que acumuló don Pablo a lo largo de una fecunda carrera y centrémonos en los tiempos que no tuvieron más remedio que marcarle. Su infancia en primer lugar, con las estrecheces adjuntas a la profesión de su padre, pintor y profesor de dibujo, o en sus inicios en el complejo mundo del negocio del arte en Barcelona y París, mucho antes de que recibiera encargos tan gozosos como el que la República española, gobernada por sus compañeros de partido, le encargara para mayor fama del pintor que de la para entonces ya perdida República. Estamos hablando del Guernica, obviamente.
La República, en manos del Frente Popular, cayó por sus propias contradicciones y por su desorganización, además de por sus alianzas con el enemigo común de toda Europa, la Unión Soviética. Ya se sabe, las malas compañías, pero siempre tuvo la República el apoyo de buena parte del mundo del arte, sobre todo del más pegado al poder, una sinergia que sigue, y seguirá funcionando a las mil maravillas. El caso es que el gobierno legítimo de la República encarga a Picasso, quien empezaba a ser un primer espada del arte mundial, material propagandístico destinado a mover los corazones de los europeos. De poco sirvió este trabajo y otros con similar intención y origen, como el igualmente famoso estarcido Aidez l'Espagne de Miró, que tuvieron como destino el tan a propósito escaparate de la exposición universal de París de 1937. Pero ni por esas. La República cayó y el Guernica se convirtió en un icono contra las guerras, contra todas las guerras, un símbolo de la paz al que Picasso sumaría otro dibujo de líneas genialmente simples, una paloma con una hoja de olivo en el pico. De modo que, gracias a su incansable trabajo, el pintor malagueño fue ascendiendo como el icono que era él mismo, ataviado con su marinera camiseta de rayas, como paradigma de la libertad, de la igualdad y de todas las cositas buenas que en el mundo son, lo que se traduce en ser admirado y seguido por tirios y troyanos, lo cual, si tuviéramos el atrevimiento de traducirlo a términos puramente económicos, resultaría ser un chollo como la copa de un pino.
Atendiendo a su infancia, se podría entender su afán por producir y lograr una estabilidad en un oficio siempre tan cruel en lo económico como es el del arte, bastaría hacer un análisis rápido de la trayectoria paterna, o de su complicada vida en Barcelona o en París, cuando pintar pintaba tela, pero vender vendía más bien poco. Recordemos que su padre, el pintor José Ruíz y Blasco hubo de abandonar su querida Málaga al ser cesado como director del museo municipal de su ciudad natal. Hubo de coger a la familia, cuatro bártulos y emigrar a La Coruña para cubrir una vacante de profesor de dibujo en la Escuela de Bellas Artes. Este viaje no fue del agrado del padre, que solía lamentarse del cambio de paisaje para quien tenía en la pintura de la naturaleza una de sus especialidades. Existe una historia, quizás apócrifa y de la que ustedes tendrán que juzgar si es cierta o no. Es la de la presencia en Huelva de los Ruíz Picasso en este obligado periplo de Málaga a La Coruña. Resulta que en el puerto de Huelva hicieron parada, quedando unos meses en la ciudad. Habrían sido seis meses en los que trabajó en algún precedente de la Academia de Bellas Artes de Huelva, pues esta aún no estaba constituida, o bien en el Instituto de Enseñanza Rábida, en cuyo archivo no se ha encontrado la más mínima referencia a una contratación que por otro lado debió ser efímera. El caso es que Pepe Caballero, figura clave de las bellas artes en el siglo XX, refirió a su sobrino Miguel Ángel Rubira Caballero el hecho, histórico o anecdótico si lo prefieren, de una breve estadía de la familia Ruíz Picasso en Huelva, donde era posible por aquellos años embarcar en el paquebote que llevaba el nombre de la ciudad (1), dedicado a circunnavegar la península Ibérica cabotando por los principales puertos del litoral español (2). Esto se lo habría comunicado Pablo Ruíz Picasso a un entonces joven pintor onubense, a quien conoció en los años cincuenta en París y que le iniciaría en los caminos del cubismo (3).
Los problemas económicos en Picasso y en su entorno no pararon nunca. De La Coruña pasa en 1895 la familia a Barcelona, donde su padre obtuvo una cátedra en la Academia de Pintura de la ciudad condal, entidad en la que matricula al joven Pablo Ruíz Picasso, que con solo catorce años sorprende a quienes admiran una obra muy academicista inducida por su progenitor. El pintor pinta y sigue pintando sin parar, lo que no estaba dando los resultados esperados, nótese cómo en 1902, tras librarse de la mili con dinero prestado (4) por su tío, lo encontramos en París, en casa del poeta Max Jacob, compartiendo cama, el poeta y periodista trabajaba de día y dormía de noche, mientras Picasso pintaba de noche para dormir de día. Luego las cosas muy bien económicamente, lo que se dice muy bien, la verdad, no le debían ir.
En pocos años la constancia de Picasso empieza a dar sus frutos. Después de la época azul, vendría la más luminosa y optimista época rosa, y sobre todo las señoritas de la calle Avignon, con la que se podría decir que empieza a plasmar sobre el lienzo todo el lenguaje cubista que ha ido pergeñando, siendo un periodo en el que las ventas empiezan a menudear y el precio de su obra se incrementa notablemente. A partir de ahí, Picasso es, como los toreros en sus buenos momentos, un pintor cumbre. En este contexto hay que entender la obra gráfica que realizara para ilustrar una edición de La Celestina y que se exhibe en la John Holland Gallery, el pintor sin poder parar de crear y la familia, sus marchantes y todos los que tuvieron acceso al artista, aplaudiendo con las orejas cada dibujito que hacía, cada plancha que grababa. La mina de oro estaba en plena producción y en cualquier momento podía parar, y paró, el 8 de abril de 1973 se detenía en Mougins (5) el corazón de Pablo Ruíz Picasso.
(1) Un hermoso cartel serigrafiado con la imagen del paquebote Huelva y la lista de precios para pasajes y mercancías, salió hace poco a subasta, llevándosela un menda que ofreció cincuenta pavos más que quién esto suscribe.
(2) Por entonces Huelva era una ciudad cosmopolita y en franco ascenso demográfico y social. Su puerto era de los de mayor actividad e importancia en España.
(3) En el Museo Provincial hay obra expuesta de esta etapa de José Caballero, mientras que en los fondos municipales ya había pruebas a las que es de suponer que se le habrán sumado más obras cubistas de José Caballero al recibir el legado del pintor gracias al incansable trabajo que en este sentido ha desarrollado en las dos últimas décadas por José Luis Ruíz.
(4) Según la ley de reclutamiento y reemplazo de 1882 se fijaba en 2.000 pesetas el precio de la redención en metálico para evitar tener que hacer el servicio militar. Cuando Picasso entró en quinta un tío suyo le dio las dos mil pesetas para que el artista evitara tener que cumplir con la patria, estando reciente el desastre de Cuba y por venir otro desastre más, el de la guerra del Rif.
(5) En plena Provenza y mirando a la mar intensa de la Costa Azul se localiza la ciudad de Moguins y en ella Notre Dame de Vie, la residencia del pintor donde entregó su alma a saber a quién y que adquirió a los Guinnes para ofrecerla como regalo de bodas a su futura esposa Jaqueline. Se trata de una antigua Chapelle de la que os transcribo lo siguiente: «Jouxtant le Mas Notre-Dame de Vie, dernière résidence du Maître Picasso, la chapelle Notre-Dame-de-Vie trône au milieu d'une allée de hauts cyprès florentins dans une atmosphère toscane et sereine. Au loin, perchée sur son piton, on aperçoit la silhouette du vieux village de Mougins se découper dans le ciel…»