La Huelva olvidada: el fascinante legado de las tabernas que dieron nombre a sus lugares más emblemáticos
El Zeppelín, el Mantúa, o los Cuartelillos son el pasado de la hostelería de la capital y las raíces de los actuales establecimientos
El selecto club de los bares de Huelva con más de medio siglo de vida

Sería ya en los años ochenta cuando nos dimos cuenta de que éramos ricos, nuevos ricos por mejor decir. Descubríamos de golpe y porrazo los engañosos placeres del mantel de hilo y el suflé, la uva cabernet savignon y el delicioso color rosicler de las gambas blancas(1). Dejamos en consecuencia a un lado las tabernas, tan limitadas al mosto y los chochos, justo en ese lado oscuro de la memoria donde arrumbamos lo que preferimos olvidar. Pero hubo un tiempo en que el jornal estaba muy alejado de los vinos finos, dando apenas para el pesetero (2) y sobre el hule unos cacahuetes, supliendo el exceso de horas de televisor con la trascendencia del tute tras el complicado barajar de un mazo de naipes que normalmente podía alcanzar los tres centímetros de tomo. O más.
El naipe se movía de lo lindo en las tabernas de Huelva. El Zeppelín, en la calle La Seña, derivación de la Aceña, hoy Pérez Carasa, era el templo del subastao, como ocurría en el Antoñuelo antes de que arribaran a su ilustre mostrador gambas y cigalas de tronco, aceitunas y picos de pan, un menú limitado que hizo de aquella taberna marisquería y de calidad, de las más visitadas de las marisquerías de Huelva capital, que por aquellos tiempos, y es menester hacer un esfuerzo para recordarlo, era todavía casi pueblo pero donde había muchas más marisquerías que hoy, porque hasta la mejora de los transportes y las carreteras el marisco en Huelva estaba al alcance de buena parte de la población.
El Macareno: tubo de cerveza con papas aliñás
Y de tabernas, qué os voy a contar. En ellas se jugaba además de al tute, al quinito y a las siete y media en locales archivados ya en el olvido, como el Macareno, en la calle del Puerto y mirando a la calle de San José, donde por diez reales, te servían un tubo de cerveza con una platera de papas aliñás. Allí se jugaba a aquel juego de naipes del que se lamentaba don Mendo ante Magdalena: "... un juego vil / que no hay que jugarlo a ciegas, / pues juegas cien veces, mil, / y de las mil, ves febril / que o te pasas o no llegas, / y el no llegar da dolor, / pues indica que mal tasas / y eres del otro deudor, / más ¡ay si te pasas! / ¡si te pasas es peor!

Hubo toda una colección de tabernas en las que ni se jugaba siquiera, siendo refugio sombrío del aburrimiento y la indolencia arrimada a una jarrita de aguardiente de Hierro o media limeta de mosto de Bonares. Normalmente de Bonares, localidad que exportó a la capital no sólo vino, sino también vinateros que fundaron una infinidad de tabernas cuyo listado ocuparía un aburrido desplegable en estos digitales modernos de columnas ilimitadas.
Desde la casa de Joselito hasta la muy cercana avenida de Italia, había tres casi seguidas, con una de ellas especializada en patatas fritas de agradable recuerdo; entre San Pedro y La Merced, recordamos el Tomate, el Mantúa y otras cuantas más ya lindando con el excelso porte del café o el bar restorán, con Los Curros como bandera y luz de los mejores cafés que, junto al Colombia, se servían en toda la ciudad. Y más allá, todo un barrio que tomó nombre de una taberna, Las Colonias, fundada cuando se fueron a perder las dichas posesiones, tal como ocurriera con Las ocho horas, en el Punto (3), nombre que homenajeaba a la jornada laboral que por ley veía reducido el tiempo dedicado al trabajo, aumentando el dedicado al ocio, que en esos tiempos era el vino más que el pádel o el golf.
Y no vayan a creer que es excepción esto de Las Colonias, lo de poner nombre a las barriadas según el bar más popular de sus contornos es costumbre en Huelva como hoy lo es dedicar calles y monumentos a gente más o menos desconocida, léanse en el callejero los tintados letreros de tabernas que devinieron en barrios, como Las tres ventanas, el Huerto Paco, el Ciruelo o, nada menos que la Isla Chica, antigua venta que dio nombre a un barrio con un sabor distinto a pesar de la uniformidad que los 'mass medi'a nos imponen en estos tiempos de internet y tente tieso. Y en la Isla Chica, cómo no rememorar el bodegón El Almirante, con su alta techumbre y ese sabor de taberna fresca y limpia.

La ciudad creció y se llenó de tabernas, como era necesario, habría que ir concluyendo, como demandaba una clientela disparada y disparatada (4) por la actividad del puerto de Huelva, que hizo de esta zona de abrigada un lugar alegre y festero, llegando a ser uno de los puertos que disfrutaron de una de las más atractivas ofertas internacionales para el ocio activo en el apartado de los ejercicios de índole sexual. Por las calles del Gran Capitán o del Tío Cala, menudeaban las casas de tratos y las salas de fiestas, pero también las tabernas donde beber y hasta echar algo sólido al cuerpo por mor de que aguantara las estadas de los buques que arribaban a este puerto al que siempre, desde los tiempos de Roma (5), miró esta ciudad.
La del Matías y los Cuartelillos
Justo antes de que todo cambiara, de que nos llegaran mejores sueldos y la situación fuera más favorable, cuando aquello de la transición de la que hoy abominan algunos políticos salidos a saber de qué excavación arqueológica, antes de que supiéramos que el vino se meneaba delante de las narices, los jóvenes conspirábamos contra el régimen del general Franco en tabernas como la del Matías o en Los Cuartelillos, y recuerdo de entre todas ellas La Carbonería, Los Cuernos y el Valdepeñas, que no eran tres, sino una sola, una antigua carbonería a la que los dueños pusieron por nombre el de una localidad vinatera y adornaron sus paredes con carteles de toros, muchos carteles de toros. Allí, tal como ocurría en la última taberna que sobrevivió en la Isla Chica, una en la calle San Juan de la que no recuerdo el nombre o quizás ni lo tenía, freían el pescado de vez en cuando y ponían una bandeja sobre la barra por si a alguien le apetecía que lo pidiera.
Vázquez Montalbán bautizó comok el Bloomsbury onubense al grupo de intelectuales que se reunían en el Santa Fe, conocido popularmente como el Boni
Otra costumbre que se ha perdido, el de comer morralla frita, con lo rico que está el pescado de espinas. Y ya que estamos con las cosas del comer, deberíamos citar al menos a un lugar mítico, que sin ser taberna, sino bar, aglutinaba a toda la vasca de aquellos benditos tiempos, como antes había reunido a la intelectualidad onubense, era el Santa Fe, que siempre llamamos el Boni, por el nombre de su padre, Boni Seisdedos, padre del renombrado pintor. Vázquez Montalbán llamó a aquella reunión de escritores, pintores y músicos, el Bloomsbury onubense, por el grupo londinense de Virginia Wolf, Fosters, Keynes… Allí bautizó el Jimmy Llinares una tapa que a pesar de los años y de su nombre sobrevive en algunos bares, el fango.
Otro lugar con un ambiente tremendo, sobre todo a mediodía, era la taberna del Pechuguita, donde no faltaba tampoco alguna modesta tapa ni unos chochos para acompañar la cerveza que allí se tiraba a raudales.
Me podrán decir que me falta alguna taberna, pero esto no es un listado, sino un recuerdo desdibujado por el tiempo y donde me gustaría incluir un lugar complicado, el Cabana o la taberna del Ducha. Tenía un jaulón enorme y corrido entrando a la derecha que ocupaba toda la pared, lleno de pájaros, como los que entonces teníamos en la cabeza. En el interior de la barra, arquitrabe lleno de intención, se podía leer en letras mayúsculas y mayestáticas: «Es más difícil que una chivata entre anca el Ducha que un camello por el ojo de una abuja». Y lo que entró fue la policía que acabó con la taberna de la Barriada y con el enorme jaulón que destrozaron durante la redada. O eso cuentan. No volvimos a aparecer por allí.
Por donde sí que íbamos porque había buena música y buen rollo, era a las Jangarillas, de la que algún iluminado afirmó que era la casa donde vivió Colón o alguna estupidez parecida. Era una casa quizás del XIX, pero no más allá ni en el tiempo ni en la historia. Hoy se sabe que al Almirante de la Mar Océana no se le perdió nada por una ciudad o un pueblo más bien, con cuatrocientos vecinos, algunos de los cuales tuvieron noticia de la empresa o fueron empujados a participar en la misma. Huelva vivía tiempos de decadencia, era un pequeño puerto pesquero abarloado al margen izquierdo del río Odiel, cuando toda la aventura del Descubrimiento se pergeñó en el estuario del Tinto y Huelva caía, en ese tiempo, muy a trasmano.
Y para acabar, un poquito de cante. El Huerto del Pelao, en lo que hoy es barriada de la Orden y creo recordar en un lugar que hoy ocupa el que fuera famoso edificio del Fantasma de la Orden, o por allí cerca. En el Huerto del Pelao siempre había un carrillo de manos cargado de lechugas, vino y buen cante. Si querías una lechuga la cogías y la lavabas en un grifo junto al lugar donde estaba abarloada la carretilla, y si querías cantar pues o lo hacías bien o mejor te callabas, porque callado, a veces, se está mucho mejor.
(1) Ya en alguna ocasión he tenido oportunidad de comentaros en mis recetarios que a las gambas se les añadía colorante para teñirlas del bonito color que ofrecían las por entonces apreciadas y cotizadas gambas rojas de Garrucha, por poner un ejemplo mediterráneo y andaluz, aunque todo el litoral, hasta Palamós, madre patria de no pocos habitantes de la Higuerita.
(2) El pesetero era un vaso de vino mosto, de escaso porte y similar a la sección de una caña, que costaba una peseta, de ahí su nombre. Estos vasos se llamaron, y aún en sitios de señorío se siguen llamando cañas, y el recipiente que contiene varios de ellos, cañero. La manzanilla, por ejemplo, siempre se bebió en cañas y no en catavinos, que son más propios del vino fino. El término caña ha trascendido del universo vitivinícola para dar nombre a la cerveza de barril en vaso corto.
(3) Hay en la Peña Flamenca de Huelva una fotografía enorme que ocupa toda una pared. En ella posan para la posteridad los camareros del Kiosco Isidro, propiedad del cantaor Paco Isidro, el que a Madrid con todo lo grande que era, le ganó con un fandango alosnero que cantó en lo alto del Conquero. Las cosas de Huelva. Pues bien, el dicho kiosco estaba en el Punto, cerca de donde estaba Las ocho horas y donde hoy un monumento recuerda al cantaor. El nombre, obviamente procede de los coches de punto, los coches de caballos que se alquilaban para ir de un lado a otro, los Uber de la época.
(4) Huelva fue una ciudad dinámica y próspera desde los años últimos de la decimonovena centuria hasta bien entrado el siglo XX. Y hablando del siglo pasado, recuérdese El siglo XX, otra taberna que devino en restaurante de lujo, si no en la decoración, por supuesto que sí en la calidad de sus productos. De este tiempo es el Skandinavik, nombre derivado de un mercante y que puede que no se escriba así, pero que se especializó en los chocos metíos en tomate con su poco de picante, que la marinería, abundante y diversa, entre sus necesidades fisiológicas también dejaba lugar a las pijotas y los chocos.
(5) Huelva siempre miró al mar desde los cabezos, la zona más saludable, aireada y alejada de las marismas, los caños y los esteros. Bajaba y se asomaba a unos puertos que según la dinámica litoral, se ubicaron en uno u otro lugar, basten dos ejemplos: en tiempos de Roma se ubicaba a la altura de la plaza de las Monjas, mientras que más adelante y como delata el callejero, se ubicó más hacia el norte, justo en la confluencia de las calles del Puerto y de San José.
(*) Cuando estamos en la taberna / nos da igual donde sentarnos, / sino apresurarnos a jugar / aunque nos haga sudar. Lo que ocurre en la taberna es que el dinero se nos va (Traducción más desvergonzada que libre del autor).