Muertos sin papeles

Parece que las noticias sobre inmigración ilegal en Europa se suceden últimamente. Al naufragio de una barcaza en Lampedusa a mediados de octubre le ha seguido la noticia del centenar de cadáveres hallados muertos de sed en el desierto de Níger, durante su travesía para llegar a Europa. Ayer se publicó que el Ministerio de Interior va a volver a colocar cuchillas en la valla de Melilla, de donde fueron retiradas hace siete años por las heridas que provocaban en los inmigrantes que intentaban saltar.

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Además, este mes se han cumplido diez años del hundimiento de la patera de Rota, tras la cual el mar fue devolviendo durante días los cadáveres de los inmigrantes fallecidos a las concurridas playas de una por entonces opulenta España, enfrentándola así a una realidad de la que pocos querían tener noticias. 

A menudo se oyen comentarios sobre la inmigración ilegal. Algunos se preguntan por qué vienen, si aquí no hay trabajo, por qué no consiguen antes de venir un contrato de trabajo, como hacían los españoles en los 60 cuando iban a Alemania… Incluso he llegado a oír que las mujeres que intentan cruzar el estrecho en pateras con sus hijos merecerían la cárcel por exponerlos de tal forma al peligro. Siempre he creído que si los testimonios de los inmigrantes que llegan a España pudieran ser oídos, podríamos entender mejor sus motivos y comprender cómo una persona puede estar tan desesperada como para subirse en una patera, intentar saltar una triple valla de seis metros o intentar pasar la frontera nadando de noche cuando no sabe nadar y apenas hace unos días que ha visto el mar por primera vez.

El viaje de estas personas comienza en alguna de las enormes y populosas ciudades de África. La imagen que nos llega de África suele ser básicamente la de un niño hambriento en el desierto, cubierto por harapos y rodeado de moscas. Pero África es muy diversa (y por cierto, bellísima) y existen grandes ciudades con barrios que no tienen nada que envidiar a las capitales europeas. En los suburbios de estas ciudades africanas el desempleo juvenil es mayoritario, mayor que el que tenemos en España actualmente y sin ningún tipo de cobertura por parte del Estado como pensiones, subsidios de desempleo o ayudas. Para muchos jóvenes no existe esperanza alguna de encontrar un empleo en su país y quedarse esperando tampoco es una opción. No estoy hablando de personas que viven en la extrema pobreza, porque esos ni siquiera disponen de los recursos necesarios para comenzar este viaje. 

A menudo las familias emplean los ahorros de toda la vida o incluso tienen que vender alguna pequeña propiedad. Algunos harán colas kilométricas en las embajadas de los países para obtener un visado o un permiso de trabajo que nunca llega. Otros decidirán comenzar el viaje sin papeles.

Este viaje dura años. He oído historias de viajes que han durado seis u ocho años, e incluso más. Hay tramos que se hacen en autobús, otros a pie, otros en camión. Cuando se acaba el dinero hay que parar y trabajar una temporada en alguno de los pueblos o ciudades del camino para poder continuar. El viaje está lleno de trampas, penalidades, mafias, malos tratos, violaciones y vejaciones. Para las mujeres es aún más duro, y muchas tienen que asociarse con algún hombre para que las proteja. Todo ello quizás explique por qué muchas mujeres llegan embarazadas o con hijos pequeños en brazos. Una de las etapas más duras transcurre en Marruecos, donde se producen episodios racistas contra los subsaharianos y cuya corrupta policía los persigue y somete a todo tipo de vejaciones. Produce escalofríos pensar que es precisamente esta policía a quien Europa ha dado la potestad de guardar sus fronteras, y es en sus manos en las que deja a los inmigrantes cuando son deportados.

La última etapa, la llegada final a Europa, además de peligrosa, es una de las más costosas, ya que hay que pagar a las mafias para que te embarquen en una patera o te ayuden a pasar la frontera a nado. Una vez llegados aquí, no hay marcha atrás. Atrás queda una familia endeudada, con la que apenas se han podido comunicar durante años y que no saben si su hijo, marido, hermano, sigue vivo o ha muerto en el desierto; queda el dinero empleado, los años gastados en el viaje, los sufrimientos padecidos. Cruzar el mar es sólo una etapa más y, en ella, como en las anteriores, muchos perderán su vida.

Europa es cómplice de las incontables muertes de inmigrantes que se han producido intentando llegar a sus fronteras. En primer lugar, por no dar visados en origen incluso en los años de bonanza, cuando los que llegaban eran fácilmente absorbidos por el mercado de trabajo. En segundo lugar, por implantar una política de inmigración asesina, cuyos esbirros son la policía marroquí y el Frontex, el dispositivo de control de las aguas del Estrecho de Gibraltar que obligó a los inmigrantes a desviarse hacia Canarias, condenándolos a una travesía aún más larga y peligrosa. Y por último, en complicidad con EEUU, por imponer una injusta política comercial, que impide el desarrollo económico de los países africanos. Ya no se si merece la pena preguntarse cuántos muertos más hacen falta para que nuestros gobernantes en Bruselas, siempre tan pulcros y correctos, cambien su postura. Hace años que son demasiados muertos y siguen mirando hacia otro lado. Quizás algún día tomemos conciencia de nuestra complicidad en tantas muertes y nos preguntemos cómo pudo ocurrir y cómo no hicimos nada para evitarlo.

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