la huelva choquera y tabernera

El Mai y Fernando el Jipi, dos personajes de la noche en La Mandrágora

Ambos siguen habitando las leyendas urbanas que se cuentan en tertulias llenas de alegría y, claro que sí, un deje de nostalgia

Las noches y los días son menos sin personas que se saben libres y ejercen de forma soberana su entender la vida

La Punta Umbría más canalla de los 80: La Mandrágora, raíces al viento

El Macareno

Las bodegas del mosto de Gibraleón

Fernando El Jipi y Teresa La Punki se saludan H24
José Ramón Andikoetxea 'Andi'

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Era un serrano. Acabó por Huelva porque no había más remedio. Mai era y será un eterno de los bares y tabernas de Huelva y se le veía frecuentar, como dos ejemplos entre muchos, La Jangarilla o la Tasca´l´Matías. También aparece en un cuadro mítico de Rafael Mélida, en la puerta de En la Esquinita te Espero, con el también tristemente desaparecido Manu Arauz.

Mai mira hacia arriba y se acuerda: «er Mai tiene una anécdota… que nosotros, cuando empezamos, cuando habíamos hecho lo posible para comenzar, hicimos un poco, si se puede llamar así, de marketing. Alguna cuña publicitaria de tapaíllo en alguna emisora, por parte de algún colaborador, mecheros reciclados y ya, después, algunas camisetas. También unas pegatinas. Las pegábamos en cualquier sitio y él fue el que más puso. Porque estaba empeñao. Le dábamos un taco y se lo acababa y volvía al rato, se fumaba un pitillo, la mar de a gusto, y ya cuando veíamos nosotros el trabajo que había hecho... Era un tío muy diligente, un tío que tenía sus valores, la criatura. Lo que pasa es que lo mismo te las pegaba al derecho que boca abajo. Le daba igual. La verdad es que llamaba la atención… El Mai era un adelantao a su tiempo. Si tenía que ser en el cartel de la iglesia de la calle Ancha, pues también pegaba. Yo le decía, Mai, coño, nos va´buscá una ruina».

El Mai, a la derecha, en La Esquinita H24

Dolo añade que «era súper dispuesto y súper trabajador. Como estaba mucho en Caracoles, muchas noches se quedaba a dormir en… en la parte de fuera de nuestra casa, que le llamábamos el corral, aunque no era un corral. Y por la mañana se levantaba muy tempranito y mi tía también para hacer lo de fuera, baldear, decía ella, y El Mai le ayudaba. Y le encantaba y dejaba aquello súper limpio. Mu buena gente». «Allí en La Mandrágora también pasaba el rastrillo. Era mu apañao».

«Tenía las venas cortadas de la muñeca, y yo le decía que se apretara»

Dolo Vidosa

Dolo abre su pecho al recuerdo de un suceso que pudo acabar en tragedia y que, al final, nos provoca un tierno pellizco en el corazón. «Una mañana, era yo joven, serían los años 80, me levanté tempranito para coger el autobús de Damas. Al pasar por la plaza de las Monjas, que a esa hora estaba casi desierta, me encontré con el Mai que estaba chorreando de sangre. Le pregunté que qué le había pasado, pero no me lo sabía explicar. Solo decía algo de cristales. Entonces le pedí que se viniera conmigo y lo llevé a la Casa de Socorro, que estaba entonces en la calle Berdigón. Tenía las venas cortadas de la muñeca, y yo le decía que se apretara, porque cuando se la soltaba salía como si fuera un chorro con mucha fuerza.

Acuarela de Manuel Blandón de la aasa de la familia Rodríguez Zamora, actual Paseo de la Ría número 14 H24

Así llegamos hasta la Casa de Socorro, yo mareada de ver tanta sangre. Una vez allí enseguida se hicieron cargo de él y lo curaron. Estuvo un tiempo con las muñecas vendadas. Nunca supe cómo se hizo eso. Desde entonces, siempre que me veía, me decía si tú no ahí, Mai ya no aquí…».

Mi gran amigo Bernardo Romero abunda en la semblanza y en el devenir de este ser mágico que apareció un día por una puerta a la que aporreaba porque allí le dijo el psiquiatra Juan Mora que acudiera. Era la puerta de El Pavito en el número 22 de la calle La Palma. Dentro un montón de colegas en el bar de Javier Sousa.

Pepe El Mai sólo decía «mai, mai» o, como mucho, «paramamai». Saltó la tapia de su cárcel, que era un loquero mal hallado e inhumano. Saltó la tapia, es un decir, porque precisamente Juan Mora puso en marcha el programa «Salta la tapia» (1). Y llegó a Huelva y cayó sobre blandito. En los brazos de Bernardo y su jarka. Sus rotundos golpes en la puerta llegaron a una hora intempestiva, pongamos las cuatro de la madrugada, y, claro, los tejemanejes de la pandilla eran alrededor de estimulantes no autorizados. Incluso alguno llevaba, a saber de qué, una bola de opio.

«Mai iba por todas partes, porque era un hombre libre, pero era de nuestra pandilla»

Bernardo Romero

El Mai llama, pero nadie sabe que es un ser inofensivo el que lo hace. Todos corren al inodoro a atiborrarlo de sustancias. Con un poco más de tranquilidad, El Mangla se acerca a abrir. «Es un inglés, un tío mu raro. Pregunta por ti». Javier, sosegado ya, «dile que pase». «Y a partir de ese entonces él siempre con nosotros. Iba por todas partes, porque era un hombre libre, pero era de nuestra pandilla», afirma categórico Bernardo.

Él hacía el trayecto Huelva-Punta, Punta-Huelva a pata. Un día se cayó en un pozo de aguas negras y así, hecho un desastre, llegó al bar de Bernardo en la costa: El Botavara. Lo llevaron a un piso que tenían cerca, como «piso franco» para acoger a colegas de marcha con necesidad de pernoctar. En la terraza, en pelotas y a manguerazo limpio, lo pusieron en condiciones. De esta experiencia solidaria se sabe que sí era hombre y no hermafrodita como se rumoreaba por los mentideros. Tampoco hace falta ser Rocco Siffredi. Además, Pepe estaba enamorado de Encarnita Polo. No le interesaban otras mujeres más que la que puso en boca de todos los españoles a un tal Paco y a los que robaban los corazones.

Disco de Encarnita Polo H24

A la tienda vecina de Julio acudieron para equiparlo de ropa decente, una vez que la que llevaba acabó necesariamente en la basura. Así me lo cuenta Bernardo siempre con la risa fácil y los recuerdos azarosos y festivos a un mismo tiempo.

Un día, a las once de la mañana, de bajada de ácidos andaba Bernardo con un amigo tomando café junto a la plaza de abastos de Puntumbría. Aparece de repente su amigo Mai. «Ay, mai. Vaso de leche tempá… un churrito ¿no?». La boca se la había hecho un fraile. «¡Y se trae una rueda de tejeringo!». Calentitos para un regimiento que El Mai ingiere sin bostezar y mojando en la leche tempá. De ahí se encaminan los tres hasta la Punta de La Canaleta, El Mai tirándose un cuesco tras otro y Bernardo y Juan Miguel partiéndose el culo mientras el de los pedos exclama con cada ventosidad «¡mai, mai!». ¡Menuda pareja de tres, en una mañana ya de sol hirviente!

Pepe El Mai era un trabajador nómada. Su itinerario incluía numerosos negocios donde limpiaba y ayudaba en cuanto podía. Su especialidad era recoger vasos y, a cambio, recibía una pavita de porro, veinte duros… a saber. De La Botavara tenía hasta llave. Allí llegaba «a limpá», hacía su faena y cogía el dinero que estimaba justo por su labor. Todo sin problema. Un día, con un televisor de culo recién comprado para un campeonato de fútbol, de esos tan importantes que hay de continuo, en lo alto del bar, entra Bernardo y aparece el televisor en el suelo hecho pedazos. «Estaba limpando, cayó visor». ¿Alguna duda?

Mai dormía donde podía. En los bares que le dejaban, en el corral, que no era un corral, de la familia de los Rodríguez Zamora, en algún coche que se habían dejado abierto, dando unos sustos de muerte con sus saludos inesperados: «¡mai, mai!».

De él se decían cosas como que «puede recoger los veladores de todos los bares de Pablo Rada en un santiamén, es inmune al frío y, lo más curioso, puede hacer desaparecer su cabeza retráctil. También puede cubrir con su labio inferior la nariz y los mofletes» (2). Era la inocencia y el hedonismo. Objeto de rechazo y cariño a partes iguales.

El Mai nació en Encinasola, dicen. Tenía familia por esa zona serrana a la que volvió para morir. Incluso era propietario de una cuota de una finca familiar. Nació en el año 1946 y murió con sesenta y nueve años. De niño vivía amarrado a un árbol porque le llamaban loco. Él era diferente y eso le condenó. La suerte le llevó a saltar la tapia y acabar con la buena gente con la que se encontró en la Huelva choquera y tabernera.

Manu Arauz y El Mai. Dibujo de Rafael Mélida.

El búcaro de Fernando

Fernando, bilbaíno, era un barbudo muy jipi, vestido con ropajes con aire de la India, mucha artesanía de cuero y barro, taparrabos cuando iba a la playa. Vivía en invierno en la aldea de Los Madroñeros (Alájar) y se bajaba a Huelva para hacer negocios. Pero para el verano él prefería el hervidero en el que se convertía Punta y bañarse como Dios le trajo al mundo en El Calé o en La Canaleta.

Fernando montó después su propio antro en una cochera, debajo de la iglesia de Nuestra Señora de Lourdes. Se llamaba El Búcaro y, aparte de las bebidas de rigor, triunfaba con un cóctel, servido principalmente en chupitos, denominado transgresivamente Orgasmo de Monja. Queco me pone al día: «la receta, que yo recuerde, no se correspondía con el cóctel Orgasmo porque el que hacíamos era con zumo de piña, vodka y granadina».

Imagen principal - El Mai y Fernando el Jipi, dos personajes de la noche en La Mandrágora
Imagen secundaria 1 - El Mai y Fernando el Jipi, dos personajes de la noche en La Mandrágora
Imagen secundaria 2 - El Mai y Fernando el Jipi, dos personajes de la noche en La Mandrágora

Fernando El Jipi pasó a llamarse Fernando El Empresario porque, por lo que cuentan, era un tanto… exigente. Mi amigo Queco me pone en situación con más precisión de la que él aventura con su primera frase: «Hola Andi, tengo ya muy mala memoria. Creo que trabajé allí en el verano del 90, un mes y medio más o menos. El segundo año lo invadió gente que se dedicaba al trapicheo y los asiduos dejamos de ir. Fue el segundo y último año que abrió. Fernando se quejaba que no íbamos, pero él no fue capaz de expulsar a esa gente que hacía que el ambiente no fuera el del año anterior.

Por la barra pasamos muchos jóvenes, ya que no se descansaba, el bar solía cerrar de 4 a 5, como no había descanso, la gente lo dejaba y lo retomaba otro. Allí trabajó Teresa La Punki, Miriam, Esther que era de Córdoba, Lupe, la hermana de Marisol, estuvo unos días. A mí me sustituyó mi primo Jaime.

Todos teníamos que ser conocidos de Fernando de todos los años que pasaba él en Punta. Nos conocía desde chicos, se puede decir.

«Fernando tenía montado con unas telas africanas, un apartado donde echaba las cartas y leía las manos al principio de la noche»

Queco

Fernando se pasaba todos los veranos leyendo las cartas, las manos. También vendía artesanía de cuero, pulseras… Allí mismo, al fondo del bar, Fernando tenía montado con unas telas africanas, un apartado donde echaba las cartas y leía las manos al principio de la noche. Aquel año le fue muy bien, jamás lo vi tan gordo como aquél verano.

El bar, si te acuerdas, era un garaje con bancos de madera y algunas mecedoras recogidas de la basura. La barra era de madera de conglomerado, repintada unas cuantas veces. La tarima sobre la que yo servía eran palets con madera de conglomerado encima.

El búcaro, que estaba sobre la barra y daba nombre al bar, lo rellenaba algunas veces de cerveza, otras de tinto de verano y alguna vez de aguardiente. Para mí era una movida porque tenía que estar pendiente, para que los niños no bebieran… que siempre venía alguno a beber del búcaro.

Allí se juntaba mucha gente a ciertas horas, tocaban la guitarra, cantaban, llevaban algunos cajones flamencos. Te acuerdas de ese que cantaba «por la ría, por la cara, por la quilla...», pues ese también cantó una de aquellas noches. Mis amigos Carlos, el Fosi y Fernando, también dieron noches de musiqueo por allí. Yo bajaba la música y pasaba, de estraperlo, alguna maceta de güisqui con cocacola para animarlos.

Charles Baudelaire, era el mote que le teníamos a un sevillano que siempre aparecía por allí al son de la música y de la fiesta, era otro asiduo del bar. Siempre recitaba Las flores del mal y nos hablaba del autor francés, simbolista. Y siempre se llevaba algún güisqui de más para que se callara un rato.

A primera hora, venían algunos de los otros bares, especialmente unos madrileños que tenían el chiringuito Casablanca, junto al albergue de Inturjoven (3). Ya no existe, lo demolieron al final de los noventa.

Como yo siempre era generoso con ellos cuando Fernando no miraba, siempre era muy bien recibido en sus locales, haciendo que la noche se alargara muchísimo y sólo viviera el verano por las noches.

Luis Fernández, Nando y Carlos, habituales del lugar H24

Yo lo dejé, después de pesarme en una farmacia, tuve que tomar una decisión por mi salud. Me pasé un mes y medio trabajando allí sin parar a descansar y visitando el Casablanca cada noche. El Casablanca no cerraba hasta que salía el sol. En fin, la Punta Umbría de aquellos años no paraba, era una fiesta continua».

Yo a Fernando me lo recuerdo por muchos garitos de Huelva capital. Con eso de que venía del Norte echábamos muchas parrafadas. Un lugar que frecuentaba era las escaleras de enfrente de El Gato del Pepeíllo. Había un edificio nuevo y allí se apalancaba el personal para tomarse las birras o fumarse un canutillo. Él se instalaba con su zurrón lleno de maría serrana e instituía, pongamos por caso, una oficina de venta. Cuando acababa la faena se veía alguno rebañando del suelo los generosos restos de «verdolaga» que habían acabado allí. Ya Fernando andaba en otra, posiblemente en su propia fiesta.

Las noches y los días son menos sin personas que se saben libres y ejercen de forma soberana su entender la vida. Mai y Fernando siguen habitando las leyendas urbanas que se cuentan en tertulias llenas de alegría y, claro que sí, un deje de nostalgia.

Notas al pie

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