Lo que nos perdemos, oiga*
*Hoy les voy a hablar más como maestro de primaria que como escritor, y me voy a centrar en cuestiones directamente educativas, pero comprobará usted que lo que voy a decirle es perfectamente extrapolable a cualquier otra profesión.

Me viene sucediendo esto desde hace ya algún tiempo, sobre todo ahora, que ya voy haciéndome mayor y el poco pelo que me queda va tornándose ceniciento y otoñal. Pues eso, que se pone uno a pensar sobre la vida, sobre los desempeños profesionales, sobre la salud y todas estas cuestiones y termina uno hasta por reflexionar sobre asuntos importantes. Como le digo, hace un tiempo vengo dándole vueltas a lo que ocurre cuando alguien acaba su vida laboral al llegar a la jubilación. A mí aún me quedan, con suerte, veinte años para el retiro, pero comienzo ya a vislumbrar el futuro y compruebo a mi alrededor cómo mis compañeros van dejando su lugar en los colegios, institutos, universidades, centros de educación permanente, etc., a gente más joven, contemplando con estupor cómo nadie parece intentar aprovechar el espectacular legado que dejan estos profesionales tras de sí. Supongo que a mí me espera el mismo destino.
Hablamos de docentes con, al menos, treinta años de experiencia, cuyas carreras han transitado por diferentes leyes educativas a las que han tenido que adaptarse justo cuando habían empezado a entender los entresijos de la anterior; gente que ha pasado de unidades didácticas integradas a proyectos, pasando por situaciones de aprendizaje, método ABN o centros de interés; gentes que han vivido cambios tecnológicos asombrosos por los cuales se han visto obligados a reinventarse como especialistas en geniallys, googleforms, mensajeríadelSéneca, gamificaciones del aula y otros elementos del “ruido y la furia” de los tiempos actuales.
Les hablo de los docentes que han enseñado, protegido y amado a nuestros hijos, amigos, primos, padres, sobrinos, abuelos (y sus femeninos, que no tengo espacio para más) con la mejor disposición posible, siempre en constante búsqueda, siempre tratando de aprender de los errores para mejorar. Muchos de ellos tuvieron dificultades para dormir cuando pensaban en las condiciones personales de su alumnado, o en cómo demonios conseguir que Fulanito o Menganita se aprendiesen la tabla de multiplicar o las partes de una flor. Otros tantos cultivaron huertos escolares cuando aún no se habían convertido en acciones “innovadoras” o trabajaron “por proyectos” de forma intuitiva, cuando aún ni se conocía el término pedagógico.
Pues todo ese corpus de conocimientos y experiencia simplemente desaparece, queda en un limbo cruel, sin aplicación práctica alguna. Asumimos la jubilación como un rito de paso restrictivo que fulmina de un plumazo la vida útil y activa de millones de personas con mucho aún que aportar. No hablo de seguir trabajando, que el descanso se lo han ganado con creces, sino a seguir contando como fuente adonde dirigirnos en busca de consejo, apoyo o dirección. Todo ese acervo educativo (¡y de vida!) se diluye en el olvido, especialmente en una profesión en constante transformación epistemológica, cuestionada y maltratada muy a menudo desde diversos frentes y en una sociedad obsesionada con la juventud y abducida por el desprecio a la experiencia acumulada por el paso de los años.
Yo no sé ustedes, pero creo que nos equivocamos de cabo a rabo, como se suele decir. En un tiempo lejano del “nosotros” de hoy, el “anciano” (metafóricamente hablando, no se me enfaden los compañeros jubilados o a punto de ello) era venerado como miembro imprescindible de la comunidad: conocía dónde se encontraba el peligro, dónde guarecerse en caso de necesitarlo o cuáles eran las amenazas subyacentes ante tal o cual conflicto. Se le requería por su experiencia y sabiduría, porque, probablemente, se había hallado en una situación similar en su juventud y, si no había tenido éxito solventándola, sabía cómo evitar el descalabro o, al menos, disponía de puntos de vista experienciales útiles sobre la cuestión que fuere. Se los congregaba alrededor de la hoguera, en el ágora, en el senado o en la mesa camilla del hogar, buscando su mirada longeva y sensata. En este intercambio ambos mundos ganaban: el viejo comprobaba su utilidad como miembro importante del grupo y el joven se situaba en una posición ventajosa en el caso de volver a encontrarse con un peligro inminente.
Pese a las virtudes de esta reciprocidad evolutiva tan indispensable para la buena salud de una sociedad en crecimiento, hoy mantenemos una tozuda restricción a todo lo que huela de lejos a experiencia, como si estuviera apolillado o roto. No sé ustedes, pero a mí me inunda la tristeza cuando pienso en ello.
Si yo fuera quien pudiera tomar decisiones a este respecto, no duden en que buscaría la forma de concitar la veteranía de quienes se retiran con el empuje de las nuevas camadas de maestros y maestras, de tal modo que ambos mundos convergieran para ofrecer al maltrecho escenario de la Educación mayores opciones de éxito. Establecería espacios de conversación donde estos docentes con décadas de trabajo a sus espaldas pudieran intercambiar vivencias y opiniones, compartir su trabajo, sus ideas o sus objeciones y no perder nunca la visión de conjunto otorgada por la madurez. Piensen ustedes en el desperdicio de buenas ideas que supone soslayar el fruto de toda una vida de trabajo. Un desperdicio y una enorme y profunda pena.
Pongamos de nuevo a la Experiencia junto al fuego de la caverna, si me permiten la metáfora prehistórica, escuchemos qué tiene que decirnos, cuáles son sus vivencias, sus opiniones, sus consejos; permitamos que sus recomendaciones nos acompañen en el camino y que su aliento nos sirva de impulso para hallar el mejor camino posible.
Si nos olvidamos de ella, lo lamentaremos.