111010111 y buena suerte
En mi tierna etapa de estudiante, un profesor transgresor definió los artilugios que el hombre integra en su vida para superar barreras comunicativas y complementar su señal de un modo u otro como prótesis. Es decir, una extensión artificial que reemplaza o provee una parte del cuerpo que falta por diversas razones. El docente, que apenas duró en el cargo unos meses, le otorgó a estos artefactos un cariz de dependencia autoinducida no exenta de cierta sorna y veracidad.
No en vano, el ser humano es un fabricante en serie de falsas necesidades que se urge a satisfacer. En ese espectro de dispositivos incluyó, además del propio micrófono que usaba para amplificar su voz y que fuese inteligible por todos los asistentes; los móviles, que multiplican hasta el paroxismo el radio de alcance de un mensaje. Y es que hoy, esas pequeñas ayudas electrónicas no son un mero apoyo, sino el nudo gordiano de un nuevo modelo de conexión interpersonal plenamente integrado.
El perfeccionamiento de esas prótesis está desencadenando en el hombre un estado de minusvalía social congénita. Esa paraplejia comunicativa consiste en que solo somos capaces de transmitir aquello que se ajusta a los parámetros del medio que usamos. El canal convertido en el centro del proceso comunicativo. Un convoy que dirige unívocamente el mensaje a través de unos raíles predefinidos.
Transitamos como zombis, con los cuellos dislocados en dirección a una diminuta pantalla, abstraídos del entorno, imbuidos en un universo cognitivo estanco y altamente encorsetado. Las tecnologías (o su aplicación obsesiva) nos abren una ventana al mundo pero nos disuaden de salir a él, tocarlo, olerlo, escucharlo y apropiárnoslo. Al asomarnos el vértigo nos sacude, observamos de soslayo, abrumados por un frenético torrente de estímulos. La máquina no nos esclaviza, nosotros nos esclavizamos a ella.
La visión tan recurrente de decadentes guionistas en crisis creativa sobre una futurista rebelión de ciborgs que se sublevan a sus creadores es una teatralización hiperbólica y figurada no exenta de cierta verosimilitud, aunque muy matizada. Obviemos un escenario de oscuridad perpetua, invierno nuclear, la Estatua de la Libertad hecha añicos, la bandera americana descosida y manchada de sangre y la Casa Blanca en ruinas. Eludamos también el posible idilio entre uno de los personajes y el robot sensible que ha aprendido a amar (depravación al poder, aunque si Charlton Heston tuvo un affaire con una mona en el Planeta de los Simios, ¿por qué no?) y sacrifica su ‘vida’ para salvarle. Despojándoles de todo ese caudal dramático tan americano, esos androides ya existen y se extienden por todo el planeta. Son aquellos que compartiendo sofá se consultan el menú de la cena a través de un teclado, quienes lanzan una peonza girando una videoconsola, los amigos que se retan a una carrera sin salir de casa, para quienes ‘tq’ es la muestra más sincera de amor y ‘tqm’ la declaración formal más vinculante.
Equipados con la última vanguardia tecnológica, pero amebas sentimentales cuyo patrón emocional lo marca el ramillete de emoticonos a su alcance. “Los científicos han descubierto una nueva forma de chatear en directo, a través de la voz y en tres dimensiones… lo llaman tomarse un café con alguien”. Se trata de un post humorístico que circula por las redes sociales y que escenifica en clave cómica una realidad que nos está disociando de nuestro ecosistema social.
¿El próximo paso? Los niños nacerán con un móvil debajo del brazo y su primera manifestación de vida, nada más salir del refugio amniótico de la madre, será un emoticono con cara turbada y una lágrima como muestra de desaprobación ante el cúmulo de agravios a los que está siendo sometido.
Podemos cifrar un nuevo lenguaje acorde a las tecnologías, apropiarnos de una base idiomática y recombinar los símbolos a nuestro alcance para convertirlos en más funcionales. Con ciertos límites, la evolución de los códigos debe ir pareja al desarrollo de las tendencias actuales. El academismo pedante, estático y estricto representa un ideal estilístico obsoleto. Por ello, es fútil el empeño de algunos literatos de crear un dique de contención que evite la contaminación del habla regia con los nuevos hábitos que irrumpen irremisiblemente. Sin embargo, la sofisticación del medio jamás podrá sustituir componentes cruciales de este proceso que lo subjetivizan, que le otorgan un carácter espontáneo y vivo. Despojado de todo ello, la comunicación se asemejaría a un lenguaje entre máquinas que preconizaba Elwood Shannon, ciñéndonos a términos de información como valor cuantificable en una ecuación matemática.
El lenguaje analógico se deshumaniza. El rico y abundante caudal de significados que no se verbalizan, y cuyos sentidos se negocian con el receptor, están en declive. La kinesia, el campo de la proxemia, silencios, cadencia de las palabras, entonación, gestos involuntarios que denotan estados de ánimos, sensaciones… son factores cruciales que carecen de correspondencia en cualquier otro tipo de vía para relacionarnos con el prójimo. Sin este apartado el mensaje se desangra a través de una fulminante hemorragia connotativa. “Por aquí no se percibe el tono exacto de lo que digo y da lugar a malentendidos”. ¿Quién no ha oído eso que suena a excusa barata alguna vez durante una conversación virtual? Todo ese ruido semántico que se propicia, esas interferencias que distorsionan, son provocadas por desconexiones en la interlocución. Esos cortocircuitos que hacen saltar el diferencial, provocando una irreparable pérdida de información.
El psicólogo Albert Mehrabian concluyó a través de varios experimentos que en situaciones donde la comunicación verbal es ambigua, solo el 7% de la información se atribuía a las palabras, mientras que el 38% a la voz en todas sus vertientes, y el 55% restante al lenguaje corporal, constituido por todo el amalgama de gestos, posturas, miradas, etc.
Hemos fabricado un altavoz pero no sabemos qué decir a través de él. Creamos nuevas tecnologías pero desaprendemos el proceso humano que aplicamos a través de ellas. La metamorfosis androide está en marcha. La informática pronto será la nueva antropología. 111010111: y esta será nuestra forma de dar las buenas noches.