Etiquetas que condenan

Las etiquetas no ayudan, eso lo sabemos todos. Más bien son un obstáculo. Hacen daño las etiquetas que nos ponen. Son una losa que pesa, que acompaña y de la que es difícil desmarcarse. Sólo con hechos, con demostraciones, podemos aspirar a quitarnos ese dichoso distintivo, y a veces ni por esas.

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Son perjudiciales las etiquetas que nos llegan desde el exterior, decía, pero las que nos ponemos nosotros mismos son mucho peores. Las etiquetas exteriores son, eminentemente, negativas. Invitan a no esperar demasiado de nosotros en según que cosas. Las etiquetas propias, en cambio, son todo lo contrario. Son esas en las que nos destacamos sobre el resto, de un modo consciente o inconsciente, y damos razones para pensar que alcanzaremos el éxito o que, al menos, no defraudaremos. Esas etiquetas son traicioneras. Aportan una inicial sensación de euforia, impulsada por el entusiasmo y la expectación creadas alrededor, pero elevan el nivel de exigencia hasta el punto de que no cumplir las expectativas supone una total decepción. Es un arma de doble filo que se vuelve contra nosotros mismos.

Ejemplos hay muchos y actuales. En el panorama político, por ejemplo, el Partido Popular se autoimpuso la etiqueta de ser el partido del empleo, de la economía. Hay muchas cosas que se podrían poner en la lista de promesas sin cumplir por parte de los populares pero, sin duda, una de las cosas que más le pesan ante el electorado, Bárcenas a parte, es no haberse acercado, ni de lejos, a las expectativas creadas en algunos de sus votantes respecto a su capacidad para, al menos, aliviar el panorama laboral y económico del país. Decepción es la palabra.

Por su parte, el Partido Socialista es más de lo mismo. Sigue anclado en las señas de identidad que alguna vez tuvo pero que ahora no conoce. Se autodenomina de izquierdas, progresista y no sé cuántas cosas más, pero los escándalos de corrupción le salpican del mismo modo que a su máximo rival. Verse implicado en la trama de los ERE y poner trabas a su investigación va contra natura en un partido que siempre ha asegurado defender a los que menos tienen. El dinero público sirve, precisamente, para evitar desigualdades y es un delito que se apodere de él de manera ilícita cualquier partido, pero resulta más perverso que lo haga aquél que se da golpes en el pecho hablando de todas esas cosas y ataca al rival porque no se preocupa como él. 

No se me olvidan los sindicatos, esos creados para defender al trabajador y que le hacen el juego a las empresas cuando hay despidos masivos. Esos que se manifiestan contra la reforma laboral, pero que la aplican en sus propios trabajadores. Las etiquetas, que alto ponen el listón y cómo desnudan las carencias.

Y, pensando en todo eso, me acordé de Sergi Barjuan, del Recreativo, del proyecto. Cierto es que el rendimiento deportivo ha ido decreciendo en las últimas semanas hasta el punto de pensar que, si la liga dura un mes más, la preocupación por el descenso habría sido más que real. Las razones para el descontento son evidentes ahora, pero vienen de lejos, de cuando el equipo estaba más arriba. El motivo pueden ser esas etiquetas. Echando la vista atrás, Cervera (que no era santo de mi devoción) fue repudiado porque el juego del equipo era un pestiño y la llegada de Sergi abanderaba un proyecto con dos objetivos: buen juego, ofensivo y de toque; junto con ascenso a Primera. La segunda premisa se entiende que no debe ser inmediata, pero casi una temporada después, parece que Sergi y el club se pusieron el listón muy alto en cuanto a la puesta en escena. Un listón tan alto que ha provocado exigencias y críticas acordes con él y que han terminado por desquiciar al técnico, que de tanto dar bandazos da la impresión de que ha acabado incluso con lo que sí había construido (poco o mucho, es subjetivo). El partido de Las Palmas es el último ejemplo.

Somos esclavos de nuestras palabras, también de nuestras etiquetas. No se trata de no ponerse metas y compartirlas, sino de ser consecuente y acompañar las palabras con hechos. Es el postureo del que tanto se habla últimamente y del que sería conveniente huir. Siempre se está a tiempo de intentarlo.

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