exposición de Mario Marín en el Museo de Huelva
Aparecidos
Sin la mirada el rostro no es nada. Quedan las personas, lo que incluye este envoltorio de genes inmortales que unos llaman cuerpo y otros simplemente vida, existencia. El artista Mario Marín expone en la sala Siglo XXI del Museo de Huelva una serie de pinturas con evidentes trazas de fotografías familiares, cotidianas, que muestran lo que somos al margen de lo que podamos sentir, de lo que podamos vivir.

La música es el silencio bien cortao
(Silvio)
Ese es el resultado que a nosotros se nos antoja de esta inquietante instalación que les puedo asegurar que al menos indiferente no va a dejar a nadie que la visite.
Son instantáneas sobre lienzo o sobre papel, monócromas, elaboradas con fidelidad al instante captado por una cámara o por un teléfono móvil, muy cercanas por lo tanto. Y en esas instantáneas no desaparece ninguno de los personajes allí retratados, capturados por el artista no podemos o no nos atrevemos a asegurar con qué intención. Para Marín los retratados son desaparecidos, mientras que para nosotros, ajenos a todo el proceso creativo, a toda esta construcción artística, para nosotros que somos otra mirada, son apariciones e incluso algo más que apariciones, son imágenes que nos hablan de las cosas que pasan a nuestro alrededor, de esas cosas que pasan desapercibidas hasta que alguien nos hace reparar en ellas. Eso es lo que hace con maestría el artista al eliminar las miradas de los personajes.
Todos los retratos, los grupos que se han retratado, están cortados a la misma altura del rostro, justo donde la mirada les podría dar vida, personalidad. Curioso encuadre que termina aislándolos, desplazándolos a un anonimato en el que el espectador puede mirarse con absoluta libertad y confianza. Allí están alineados todos esos rostros que no miran, que están para ser mirados, sobre el muro de la sala, silenciosos. Niños saltando sobre una cama, unos jóvenes deportistas posando antes de un encuentro de fútbol, celebrantes de una boda o un bautizo... Gente corriente. Ahí estás tú y estamos todos. En silencio, repito, en un silencio cómplice porque te hace ser uno de ellos, de esa gente no terminada de definir, desaparecida su presencia individual para hacerse colectiva.
En el suelo, pequeños soldados de juguete en tresbolillo. ¿Continúa su juego con el espectador el artista? Es inquietante rodear esa formación minúscula pero enorme a un tiempo. Son pequeños nudos de hilo que conforman una alfombra magistral que evitas pisar, hermosa, bien trabada, bella. Y el arte es la obra bien hecha. Luego que das una vuelta por la sala, vuelves a mirar, atrapado ya por un discurso que no sabes si compartes o no con el autor, pero que estás seguro que te ha atrapado, él, el artista te ha capturado. Esta es también una razón última del arte y del artista como tal, hacerse notar, gritar. Siempre fue así.
En Altamira hubo gente que a lo largo de miles de años, entre el solutrense y el magdaleniense, que se perdió en los adentros de una caverna para rogar entre gritos a los espíritus. Desde entonces el artista no ha parado de gritar. A veces, como hace Mario Marín en esta instalación donde juega a hacernos desaparecer, esta labor de gritar a los espíritus, que somos al fin y al cabo todos los demás porque en este viaje no nos acompaña nadie, puede ser sugerente, pero también inquietante, como aquellos bisontes rojos y negros que ayudaron a nuestros antepasados a gritar y a suplicar en silencio, porque los silencios también forman parte de la música, son parte esencial de la música y Mario Marín, ha interpretado en el Museo de Bellas Artes de Huelva una hermosa, exacta y bien compuesta pieza musical. El arte, como todo aquello que ha sido bien ejecutado, bien hecho.
Bernardo Romero es escritor y profesor de Historia del Arte