EN EL GRAN TEATRO
Depedro, pura música en el crisol del mestizaje
Un enorme Jairo Zavala derrochó con su cualificada banda talento y autenticidad con la sencilla riqueza de sus canciones. Se llevó una oleada de palmas que supo hacer mar con sus variados ritmos, pegadizos estribillos y envolventes soniquetes para trazar un vivo mosaico cromático y de sabor, un cóctel de semillas y raíces del mundo que bebimos como el agua.


Hay mezclas que no salen bien, ingredientes que matan sus sabores, elementos que se repelen, químicas incompatibles… Los alquimistas articulaban la fórmula improbable que conducía a convertir un vulgar metal en oro, pero en la música el brillo parece más natural si se cuenta con el pequeño gran truco de reunir personalidad, talento, y el bagaje necesario como para que destilados en una canción resulten una joya original. Y bien podría tener cubiertos de anillos los dedos Jairo Zavala, que en el décimo aniversario del proyecto que lidera con el alias Depedro conquistó al público del Gran Teatro de Huelva y mejoró la expectativa que enuncia el título de su álbum, ‘Todo va a salir bien’.

Depedro es un crisol que resiste el fuego y con él mezcla con pasión una voz con alma y una guitarra que la araña y la templa en una espiral del ritmo y melodías que hace que liguen distintas raíces y razas, toques de sones que van de América a África, viajes vitales de quien siempre vivió con las ventanas abiertas. Es un ejemplo nítido de cómo hacer brotar como agua pura música con un cóctel de mestizaje bien agitado que nadie se resiste a beber.
Fue un concierto con variados ritmos, pegadizos estribillos y envolventes soniquetes, mucho sabor y un vivo cromatismo, a veces bailando, a veces más íntimo, pero siempre salvaje y emocionante, con letras que consiguen conjugar crudeza y optimismo, romanticismo y drama, moldeadas con altas dosis de una realidad a menudo incómoda, en la que no caben ambages ni imposturas. Se nota quien vive la música como algo natural, sin empaquetarse como producto, y la crea ejercitando el artesanado orfebre de palabras y acordes, un oficio en el que sólo reluce la pasión del público si quien transmite le imprime implicación y ganas de disfrutar, sin temor de saltar a la hoguera y que le sigan cómplicemente el juego.

El siguiente reclamo fue el acordeón expandiéndose y contrayéndose en ‘Nubes de papel’, otro tema rompedor que habla de vencer límites. Luego llegó otro cambió de ritmo. Soltó la guitarra eléctrica y agarró la acústica en un cruce supersónico al otro lado del Atlántico con ‘DF’ y la magia que encierra. Le siguió la calma preciosista con lastres y alivios de ‘Déjalo ir’, antes de sorprender adentrándose en el pasillo del patio de butacas para terminar de tener al público entregado en una oleada de palmas que hizo mar en ‘El pescador’, con todos en pie bailando cumbia y disfrutando de su frenesí de tambor.

‘Te sigo soñando’ fue otro ejemplo de ritmo y melodía embriagadora, embelesadora. Se acordó también “del más grande”, Serrat, al que versionó con ímpetu y descaro en ‘Fiesta’ para terminar de acalorar el ambiente. El público seguía arriba, entre las palmas, los bailes y las gargantas en acción. ‘Hay alguien ahí’, ’Flores y tamales’, ‘Antes de que anochezca’ y ‘Let me know’ también se desgranaron con brillantez.
Más adelante, más desnudo, bajo la intimidad de un foco de haz rayado, con guitarra y voz únicamente fue comenzando ‘Diciembre’. Se fueron sumando suavemente los instrumentos mientras verbalizaba “un soñador entre los locos” como punto álgido. Rompió a más el bajista Héctor Rojas haciendo de Pucho con estilo propio para hacer crecer la canción.

Y una nueva espiral de ritmo se desató y se fue enroscando en torno a un ‘Hombre bueno’, y fluyó hacia un lado del alambre en el contraste social de ‘Panamericana’. Zavala paró para dar las gracias de corazón y prometer que no volverían a pasar diez años para regresar. Fue la antesala de la comunión de almas en escala de ‘Llorona’, una versión muy suya con una escala de intensidad que anuda corazones a gargantas e implicó a todo el público en sus largos y emocionantes ‘oh, oh, oh; oh, oh’.
Con armónica, guitarra y voz se desenvolvió ‘La Casa de Sal’, su envidia del mar que tan lejos queda de Madrid. Le siguió ‘Mientras espero’ en un vals, que dio paso a ‘Vidas autónomas’, cargada de energía en una recta final que tuvo como contundente broche ‘Comanche’: “Mi mamá me dice, ¡Comanche!, Mi mamá me llama, ¡Comanche!”, gritaba el público con el soporte a modo de karaoke del telón, que se pobló finalmente de cinematográficos ‘The End’. La mezcla supo tan bien que la banda sonora de la película aún sigue resonando.
