Día Internacional de la Mujer
‘Carmela la de la tienda’, la ‘superwoman’ que quizás fue mucho más que todo lo que no pudo ser
Su vida laboral irrumpió en su infancia, soñaba con ir a la Universidad pero sólo fue su hermano y sin embargo no paró de hacer cosas. Nunca quiso depender económicamente de un hombre y trabajó toda la vida. Es una jubilada que entiende que se luche por los derechos de las mujeres y se proteste por las pensiones. Estuvo al frente de una tienda que le hizo muy conocida en Cabezas Rubias más de 30 años y antes fue telefonista, trabajó en una fábrica en Barcelona, como costurera y en el campo sin desatender las labores del hogar y a sus dos hijas. No espera homenajes, pero en su familia se preguntan si no hubiera tenido alguno ya en su pueblo de ser hombre.

‘El trabajo dignifica al hombre’ (Karl Marx, 1818-1883) es una sentencia que se acuñó cuando la mujer no disfrutaba de los derechos que se celebran este 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, y cuando cualquiera de las reivindicaciones actuales apenas se planteaban en una sociedad insultantemente machista y retrógrada vista desde el presente. En la mirada colectiva de entonces las mujeres no trabajaban, no porque no lo hicieran en la práctica, sino porque su acceso al mercado laboral remunerado era limitado. No eran profesionales de nada pero forzadas necesariamente a ser infatigables, y con esa estrechez de miras y de acción, la dignidad también parecía lejos de manifestarse.
Quedan no pocos ejemplos de esas mujeres curtidas en el arte de ser y hacer de todo sin tener la consideración de nadie, década tras década, en un siglo XX tantas veces investido de modernidad en los acontecimientos notables de la historia, pero tan poco evolucionado en lo cotidiano. Los avances sociales para las de su género se manifestaban con menor velocidad que las arrugas en su rostros y la experiencia de mujeres como Carmen Macías Pérez, de 77 años, son hoy el testimonio vivo de que siempre hubo voluntad de prosperar pero pocos medios para hacerlo. Como las de su generación, las tareas del hogar fueron una herencia de obligado cumplimiento desde la infancia, donde ya vio cómo de lejos estaba de la igualdad la educación de hombres y mujeres, su acceso a los estudios y la mayoría de empleos. No obstante, con mucho esfuerzo labró un camino distinto al marcado, abriendo brecha para que sus hijas y nietos contemplaran un panorama no limitado por el yugo del género y lo tradicionalmente apropiado a la hora de soñar qué ser en la vida.

Actualmente se habla de la brecha salarial pero hay otra que también tendrá que ser superada, la del reconocimiento social, que debería ser saldada como mínimo con un “gracias” sincero que no han tenido muchas mujeres que tanto han aportado a los demás. Durante años han sido relegadas caprichosamente a ser invisibles, condenadas a que queden sus conquistas fuera de la escala de la meritocracia, en la penumbra, para ser víctimas de un doble rasero y que sea sólo la obra de los varones una heroicidad. Es por ello que tienen el derecho de autorreconocerse en sus méritos vistos con los ojos abiertos y las palabras justas de los demás públicamente.
‘Carmela la de la tienda’, como aún la conocen, es una mujer que nunca quiso depender de un hombre y trabajó toda su vida con espartano sacrificio. No espera homenajes, pero en su familia se preguntan si no hubiera tenido alguno ya de ser hombre en su pueblo. Lo piensan porque ante la discriminación e injusticia que percibía ejecutarse con naturalidad, y que tristemente asumía como normal por educación, no tuvo como respuesta la rebeldía, sino luchar contra el inmovilismo a golpe de trabajo diario para encontrar un sitio propio.
Sumergirse en el relato vital de alguien implica tomar conciencia de llamativos contrastes entre generaciones, de apreciar los distintos entornos que se dibujaban en los mismos lugares del presente, de ponerse en el lugar del otro y comprobar cómo en otra época todo era tan difícil que es inevitable no sentir vergüenza. Carmen es una jubilada que ha pasado la mayor parte de su vida trabajando, algo que continúa haciendo especialmente cada vez que sus recuerdos se ven acompañados por la familia que vuelve a casa para la tradicional comida de domingo.
En el ambiente rural de los años 40 en la localidad andevaleña de Cabezas Rubias, donde no había luz eléctrica ni agua corriente, nada invitaba a que los sueños se cumplieran en el seno de una familia que vivía del campo y que tenía presentes siempre “el respeto y los valores”. La infancia de Carmen fue prácticamente un suspiro y antes de darse cuenta pasó de jugar con muñecas de trapo que ella misma se hacía a realizar gran parte de las labores de la casa. “La cocina era de carbón y se hacía una candela para cocinar, por lo que a diario había que limpiar el hollín de las paredes, que cada semana se pintaban porque se ponían negras de la lumbre, y como entonces no había fregonas, había que ponerse de rodillas para limpiar el suelo”, explica trasladándose a ese momento, en el que asumía con normalidad la tajante diferencia entre su hermano Antonio y ella y sus otras tres hermanas. “Él no hacía las tareas domésticas. Mi padre quería que fuera a ayudarle al campo y alguna vez iba, pero mi madre insistió en que estudiara y fue el único al que se le pagó la Universidad”.

Ella no corrió la misma suerte en el aspecto educativo a pesar de sus ganas. Comenzó a ir al colegio con seis años, “la edad obligatoria entonces” y lo dejó a los trece porque “tenía que ayudar a mis padres”. Reconoce que “siempre quise ir a la Universidad y me hubiera gustado ser maestra, pero mis padres no tenían posibles, éramos cinco hermanos y le dieron los estudios a mi hermano Antonio, el único varón. Mis padres veían que se los tenían que dar a él y como vivían del campo no tenían dinero para más y además necesitaban ayuda”.
De este modo, antes de dejar definitivamente el colegio y con más dedicación después, amasaba pan, ayudaba a su madre a hacer queso y comenzó a echar jornadas en el campo cada vez más intensas “apañando” aceitunas y bellotas de la finca, donde también había ganado. Y todo sin perder ojo de las labores domésticas, como lavar la ropa a mano, ya que aún no había lavadoras, o ir andando a por agua a una fuente a las afueras del pueblo.
Más adelante, con unos catorce años, comenzó a coser con una modista del pueblo y posteriormente se fue a estudiar a Huelva corte y confección animada por su tía Matilde, quien la acompañaba en este intento de aprender un oficio, una aspiración en la que esta mujer siempre fue clave. “Era una mujer visionaria y adelantada a su tiempo e hizo mucho porque hiciéramos algo con nuestra vida. Yo no era mayor de edad y ella nos llevaba a todos sitios. Se quedó viuda y supo sacar a su hijo adelante y con sus medios le dio la carrera de farmacéutico”, explica.
La idea entonces para ella parecía clara, pues “ser costurera tenía prestigio en esa época. El oficio de modista era una buena salida para quien no podía estudiar. Era bonito y estaba bien remunerado. Era a lo más que se podía aspirar y estaba bien visto”. Además, entonces era un trabajo “exclusivamente de la mujer, ya que entonces no había sastres”. También hay que tener en cuenta que en aquellos años 50 no había llegado aún la revolución textil y no existían en el pueblo comercios que vendieran ropa ya confeccionada. Eso sí, como buena mujer de su época y en pleno régimen franquista, fue una más en la sección femenina para coser, cocinar y hacer manualidades, entre otras capacitaciones exclusivamente femeninas.

Sin embargo esta aspiración profesional se frustró al coger una gripe que la dejó inactiva un tiempo. “Yo estaba muy bien, aprendiendo mucho, pero enfermé y mi madre no me dejó ir más. No rechisté porque siempre hacía lo que ella me decía”. Corría el año 58, ya había luz pero no electrodomésticos ni alardes tecnológicos. Las comunicaciones se realizaban todas por carta o telegrama por lo que la llegada del teléfono fue un gran avance y una oportunidad de trabajo que Carmen y su familia no quisieron desaprovechar.
Sin tanto glamour como en la serie de Netflix pero con las mismas funciones, Carmen y sus hermanas Aurelia y Chani fueron ‘las chicas del cable’ en Cabezas Rubias. Ella ejerció de telefonista en dos etapas entre los 18 y los 32 años. La compañía Telefónica Nacional de España y el Ayuntamiento buscaba una familia que se hiciera cargo del servicio en su casa y la Macías Pérez fue la elegida entre las cuatro aspirantes tras varios exámenes (leer, escribir y cuentas). “Nosotras éramos tres chicas solteras y la casa era bastante grande y situada en el centro del pueblo”, comenta Carmen sobre las ventajas de su ‘candidatura’ al servicio. Se instaló una centralita y toda la tecnología pertinente y necesariamente tenían que estar 24 horas disponibles para atender llamadas.
“Ante cualquier emergencia tenía que haber alguien en la centralita, así que hacíamos turnos o si sonaba de noche atendía la primera que se despertaba”, expone mientras gesticulando explica cómo había un teléfono de pared, tenían unos cascos y conectaban en el cuadro la clavija del abonado solicitado. “La verdad es que lo capté rápido”, afirma orgullosa Carmen, que también recuerda la amenaza recibida de que “como escucháramos una conversación privada estábamos en la calle y perdíamos la casa y todo lo que teníamos”. Igualmente revive momentos poco agradables, como notificar sucesos trágicos.
Dentro de esta etapa como ‘chica del cable’ hubo otra menor, de 10 meses cuando tenía 24 años, edad a la que como otros muchos andaluces se marchó con su hermana Chani a trabajar a Cataluña en los años 60. “Queríamos trabajar y ganar dinero. Ese año fue muy malo en el campo, con la centralita nos pagaban una miseria y se lo quedaba mi madre. Queríamos ganar dinero y salir del pueblo y prosperar”, señala Carmen, que tenía familia materna allí. “Había trabajo para todo el mundo que quería, emigraba mucha gente y los andaluces eran bien recibidos”.
En cuanto a las condiciones, explicó que “estaba bien remunerado. Trabajábamos de ocho a dos y tras parar una hora para comer seguíamos por la tarde hasta las seis. Ganábamos unas 1.300 pesetas por semana y nunca hubo una huelga o una protesta”. A través de Correos mandaban la mayoría del sueldo por giro postal a nombre de su madre. “El trabajo no era de fuerza, sino de habilidad. Consistía en elaborar en una fábrica bobinas eléctricas para componentes como televisores y radios y preferían que los hicieran mujeres, aunque los jefes eran todos hombres”, detalla sobre una etapa en la que vivían con una de sus hermanas con sus familiares en L’Hospitalet de Llobregat y “muchas veces” se iban andando hasta Barcelona porque por la mañana sólo pasaban autobuses llenos sin pararse. Seguían sintiendo el yugo familiar, aunque “nos sentimos más independientes de lo que habíamos sido nunca. Mandábamos dinero pero nos comprábamos ropa, íbamos a la peluquería, al cine, a misa y a ver todos los monumentos”.
Como ella misma dice “nunca estuve parada” y es por ello que a la vuelta de Barcelona compraron con el dinero ahorrado una máquina de tricotar en Sevilla y se pusieron a tejer para producir prendas, algo que “se nos daba muy bien y teníamos mucha demanda en el pueblo”. Pero de nuevo tuvo que cambiar sus planes y marcharse obligada a Madrid a ayudar a su hermana Aurelia, que tenía una niña de 14 meses y otra criatura en camino. No obstante, fue en la capital de España donde conoció al que se convertiría en su marido.

En contra de lo que fue para muchas mujeres, en el caso de Carmen ella no se casó para ser mantenida por su pareja, sino que continuó trabajando y luchando por sus propios medios. Se casó el 5 de octubre de 1972 y entonces dejó su casa para establecerse en una nueva, que se vendía con un negocio en su interior. Allí se convirtió en empresaria y trabajadora autónoma ejemplar para ser conocida en su pueblo como ‘Carmela la de la tienda’. Se puso al frente de su establecimiento con 33 años y estuvo al pie del cañón hasta que se jubiló con 65. “Es la etapa laboral más larga que he tenido y la que más he disfrutado. Me gustaba mucho la tienda, especialmente el trato con el público. Le dedicaba las doce horas del día. Abría a las nueve de la mañana y cerraba sobre las diez de la noche”. Ejerció la venta al por menor de toda clase de artículos. Tenía comestibles, droguería, perfumería, mercería y especialmente todo tipo de ropa.
Llegó a ser muy conocida y tenía clientes no sólo de toda Cabezas Rubias, sino también de los Montes de San Benito y la mina de La Joya, entre otros lugares. Los primeros años trabajaba los 365 días del año, con sus domingos y festivos, pero con la Ley del Comercio ya en vigor cerraba los domingos. Y como una auténtica ‘superwoman’, lo que había demostrado ser siempre, sacaba adelante su negocio, su casa y la crianza de dos niñas. Lejos de tener una baja por maternidad como la actual, asegura que tras el parto volvió a ponerse al frente de su negocio “a los cuatro días”.
Con 77 años y una perenne sonrisa que ha resistido a todos los avatares acumulados, Carmen, cuya conciencia se ha hecho nítida, entiende que este 8 de marzo haya huelga, pues “las mujeres tiene razón en sus quejas y motivos de sobra. Las mujeres tienen que ganar igual que los hombres y tienen que poder ser madres y otra cosa más. Lo veo bien, porque quedad aún mucho por hacer”.
En su condición de pensionista también ve lógicas las protestas sucedidas en los últimos días. Opina que “se debería subir al menos las pensiones mínimas. Hay gente que ha trabajado toda la vida y cobra una miseria y el dinero se va rápido tal y como está la vida, así que veo bien que se echen a la calle”.
En un día en el que se pide que se pare el mundo sin la acción de las mujeres, queda claro que el mundo de hoy sería más crudo sin mujeres como ella. Carmen Macías Pérez ha sido mucho, quién sabe si más que todo lo que pudo ser.