Incendio en el entorno de Doñana

Paisaje de luto

20.10 h. En las zonas en las que se ha vencido al fuego queda un bosque silencioso y negro, sin pájaros ni flores, con los pinos desnudos y carbonizados, la arena sin vegetación y mezclada con la ceniza aún humeante en un espacio tristemente diáfano y desolador. Una soledad que encoge el alma.

Paisaje de luto

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Paisaje de luto

El fuego continúa activo en el entorno de Doñana y contra él luchan con fuerza desde el sábado un gran número de efectivos. Todo un ejército de buena voluntad contra la macabra obra de uno o unos cuantos desalmados que, movidos por un placer oscuro o aún más negros intereses, tomaron la fatal decisión hacer saltar la chispa que enardeció para que las llamas lo devoraran todo y marcaran negativamente la historia.

Paisaje de luto

Y mientras la batalla se libra en primera línea contra el fuego, atrás queda un paisaje de luto, allá donde el crepitar flamígero de las altas temperaturas en la vegetación incineraron lo que era un entorno con reinante verdor y alegría. La maldad y su rastro cruel y atroz asestaron un golpe mortal a un corazón que parece no tener latidos tras este fin de semana de destrucción. Pisada tras pisada por allí hay impotencia, perplejidad e incomprensión ante el desastre, incredulidad y extrañeza, no puede ser el mismo lugar. En un silencio sepulcral, con ambiente fúnebre y olor a ceniza y humo, la vida de ese bosque ha quedado reducida a excepciones, resquicios del azar en un manto de desolación extendida despiadadamente. Es una soledad que encoge el alma y seca la garganta.

Ya no quedan rastro de los cantos de los pájaros ni de mariposas y libélulas ni otros insectos voladores, ni tampoco de las hormigas ni de las flores ni los arbustos de tantas especies que dan colores y sombra a la zona. El espacio ha quedado tristemente diáfano, ruinoso, desprendido de su magia y misterios. Como restos de un naufragio desperdigados por la playa, quedan los pinos aislados, carbonizados, aún calientes, cubiertos de escamas negras, con las ramas desnudas de hojas y afiladas, despidiendo el olor a muerte, rodeados de montones de cenizas, algunos aún humeantes. Son los restos de la hoguera en la que se consumió la vegetación, ahora polvo que tiñe de gris lúgubre la arena en la que florecía todo. Antes los senderos que recorrían corredores, ciclistas y paseantes era la única línea trazada en la exhuberancia natural y tras el fuego el tablero ha quedado despejado y no hay oportunidad de disfrute para nadie, creando inacción  y cavilaciones sobre el sinsentido y sus fatales consecuencias.

En la parte final del pueblo de Mazagón desde el inicio de carril bici hacia adentro, queda el rastro del miedo, donde se puede apreciar perfectamente como el fuego estuvo a escasos metros de las casas, que tuvieron que ser desalojadas pero están a salvo. Allí las llamas no alcanzaron mucha altura y se puede ver algo de verdor, sin brillo, en las copas de los pinos más altos. Más atrás, la huella es una mancha como de hollín en las fachadas blancas y tejados de las casas.

Paisaje de luto

Un helicóptero va y viene sin descanso portando agua y esperanza para que cese la degradación. Por la carretera hacia Matalascañas, a lado y lado se puede contemplar como los árboles cercanos al asfalto son los más afortunados, mientras que tras ellos, como petrificados, hay otras hileras de árboles encarnando un cementerio, negros y solos. Los caprichos del viento jugando con las llamas de manera desordenada han hecho que queden algunos rincones más o menos intactos y que se intercale el luto con el verde de manera rápida a la vista de quien va mirando por la ventanilla del coche, con asombro, rabia e impotencia. ¿Quién ha podido desear todo esto y ejecutarlo?

Ese paisaje que parecía ser ajeno a la mano del hombre, casi inalterable, con un infinito manto verde que hacía sentir que aquí mandaba la naturaleza, un coto vedado a cultivos y construcciones, ha sido herido con retorcida perversión y aún humeaban ciertas partes tras la lucha. Más adelante se ve como el camping Doñana había sucumbido a las llamas, el Parador de Mazagón no es un sitio de recreo sino de pesadumbre y también todo el entorno de la conocida playa de Cuesta Maneli es presa de la amargura.

Allí los troncos que delinean el aparcamiento están destrozados muchos de ellos y a su alrededor hay árboles muy negros, consumidos en una imagen desoladora para quien conozca el lugar antes de esta desgracia. Parece un desierto salpicado por raíces y troncos de árboles calcinados que apenas se aguantan en pie. Camino a la playa apenas quedan cuatro traviesas del sendero de tablas que suponía un paseo agradable entre la verde vegetación dunar en dirección al mar, ahora un descenso a los infiernos. El camino en este momento se vislumbra por las curvas de ceniza y pedazos sueltos que trazan con dificultad el rumbo y poco tienen que ver con lo que era antes. A los lados las dunas ya no son frondosas sino esqueléticas y todo el espacio da sensación de vacío. Es el mismo vacío que ahora sentimos todos, ultrajados. Riqueza natural convertida en tristeza, puestas de sol con lágrimas secas.

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