Cerrado por vacaciones

Hoy me gustaría proponerles algo completamente diferente a lo que hemos estado compartiendo durante las últimas semanas. En esta ocasión me gustaría contarles un cuento. El motivo no es otro que despedirme hasta septiembre de esta ventana desde la cual han tenido ustedes la bondad de permitirme entrar en sus casas un ratito para hablarles de libros, cine, educación, etc.

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Estas semanas han sido maravillosas y sus atenciones muy por encima de mis expectativas. Por ello, me gustaría volver en septiembre con las baterías cargadas y nuevos temas en la mochila.

Y como siempre dice mi madre: “es de bien nacidos ser agradecidos”. Por ello comparto con ustedes este cuento. Se trata de un relato que profundiza en las relaciones personales y familiares, pero, sobre todo, aborda la cuestión de la identidad sexual y las consecuencias personales y sociales que conllevan el no esconderse, el dar un paso al frente y decir: “Esta/este soy yo”.

Nos vemos en septiembre. 

'Hay que saber morirse con clase'

                                      

          Poco antes de morir, Transi me llamó aparte. Aún podía levantarse de la cama y no estaba tan demacrada como la vimos un par de semanas después. Me condujo, tomándome del brazo, hasta una de las terrazas exteriores del hospital. A lo lejos, el mar refulgía como una cinta plateada bajo el sol de agosto.

    --Qué asco da morirse en agosto, Julito.    --No digas eso, Transi, por dios, que no te vas a morir.    Transi suspiró, fijó sus ojos soñadores en el horizonte y puso su mano sobre mi rodilla.    --Quiero que me jures una cosa, Julio –dijo, sin dejar de contemplar el mar, a lo lejos.    --Lo que sea, Transi, lo que haga falta.    --No quiero que me incineren. Quiero que me entierren.    --Pero, Transi, chiquilla, que no te vas a morir.    --Cállate y déjame terminar. ¿Me vas a dejar? –asentí--. Quiero que me entierren, Nada de quemarme. Yo he sido muy moderna para algunas cosas, eso ya lo sabes, pero en esto soy de lo más tradicional.    --¿Y por qué no se lo dices a tu hermano? Estas cosas es mejor hablarlas con la familia.    --No seas inocente, Julito. Parece mentira, con lo mayor que eres. A mi hermano le importa muy poco lo que se haga con mis restos. No, quiero que seas tú quien arregle mis cosas. Desde que murieron mis padres, tú eres la familia que me queda.

Se me hizo un nudo en la garganta. Transi y yo éramos amigos desde el colegio. Habíamos vivido todo lo que dos amigos pueden vivir y no habíamos tenido ni un solo enfrentamiento, desde aquel día en que me llamó “maricón” y nos liamos a hostias durante tanto tiempo que ambos acabamos en el suelo muertos de risa, sin fuerzas para nada más. Teníamos diez años. Desde ese día fuimos los mejores amigos posibles.

--No te vayas a poner a llorar ahora, anda, que me queda lo más importante por decir. Mira –y esta vez volvió la cabeza y fijó sus ojos verdes en los míos--, en esta vida hay que tener clase hasta para morirse, pero, hijo, una vez muertos, no hay manera de controlar lo que pasa a continuación. Así que te voy a pedir un favor muy importante, el más importante de nuestra vida como amigos. Cuando me muera, quiero que me pongan el vestido naranja de tubo, ¿te acuerdas? El que era clavadito al de Carmen Maura en “La ley del deseo”.

Claro que me acordaba, ¿cómo olvidarlo? Transi arrasaba cuando se podía aquel vestido tan ceñido. Había gente que se dislocaba las vértebras cervicales al volver la cabeza para contemplar las formas sinuosas de mi amiga.

    --Va a ser un espectáculo digno de verse, Transi, eso seguro.    --¿Me vas a decir Tránsito alguna vez, cariño? –dijo, pero en seguida se rio y me dio una palmadita cariñosa en la mejilla—Ya te lo he dicho, hay que saber morirse con clase.    --Considéralo hecho, Tránsito, te pondremos el vestido naranja, descuida.    --Y los zapatos de tacón con el estampado de leopardo.    --¿Cómo?    --Lo que has escuchado. Quiero que me pongas los taconazos de leopardo que siempre llevaba con el vestido de tubo.    --Faltaría más, Transi, cualquiera te aguanta si no te los traigo.    --Hombre, te aseguro que volvería del más allá solo para torturarte por no cumplir mis deseos. Ya sabes que esos zapatos son mi vida entera.    Nos levantamos y volvimos al pasillo. Estaban repartiendo los almuerzos.    --Bueno, Julito, ya sabes lo que tienes que hacer, ¿verdad?    --No te preocupes, Transi, lo haré como quieres, pero verás que será dentro de mucho. Imagínate la pinta que vas a tener con ochenta años embutida en un vestido naranja y con unos zapatos de leopardo.    Aquello la hizo reír de verdad. Fue la última vez que la vi reírse de aquella manera. La acompañé un rato más, mientras almorzaba una pescadilla hervida con patatas que apenas probó y una naranja que tuve que pelar yo, pues sus manos apenas tenían fuerza ya. Cuando me iba, pareció recordar algo.    --Julito, espérate, no te vayas –me acerqué a la cama; Transi estaba bellísima, con el pelo pajizo desbordándose por la almohada. Me miró con tanta seriedad como nunca-. No se te vaya a olvidar que mi nombre es Tránsito, no Francisco Javier. No dejes que mi hermano me la juegue, por favor. En mi lápida quiero que ponga mi nombre, pero el de verdad.         Transi se equivocó por poco; se murió en septiembre, no en agosto. Yo no estaba allí. Me había marchado hacía unas horas para asearme un poco y recoger algunas cosas. Se suponía que me quedaría a pasar la noche con ella. Pero su hermano me llamó y me dio la noticia.

Cuando llegué al hospital, ya la estaban amortajando. No me dejaron entrar en la habitación. El hermano de Transi y su mujer estaban hablando con un médico. Me acerqué a ellos. El médico les estaba contando los pormenores del fallecimiento con voz grave. Parecía afectado. Y seguramente lo estaría. Transi se había metido en la palma de la mano a todo el mundo con su simpatía. Siempre tenía una palabra amable, un comentario elogioso, una anécdota divertida. Recordaba el nombre de los hijos de las enfermeras, bromeaba con los celadores, atendía con respeto y veneración a los médicos y sonreía, siempre sonreía, iluminando cualquier lugar donde estuviera. El médico hablaba de fallo multiorgánico de origen incierto. Ofrecía la posibilidad de practicarle la autopsia, pero avisando de que no sería concluyente. El hermano de Transi asentía, con la cabeza gacha. Su mujer le cogía la mano. Parecía haber llorado, pero no podía asegurarlo. Ambos hermanos mantenían una relación superficial y fría. Rubén nunca había aceptado a Transi; nunca la llamó Tránsito, nunca la trató como a una mujer. Seguía refiriéndose a ella como Francis. Transi me lloró miles de veces, confesándome el dolor que sentía por la testarudez de su hermano. Yo le decía que, al final, su hermano recapacitaría y transigiría con la voluntad de ella, pero ese momento nunca llegó.

El médico les estrechó la mano a ambos y se marchó. Rubén me pidió que me acercara. Nos dimos un abrazo corto e incómodo. Dijimos algunas obviedades del tipo “no somos nada” o “la vida es así” durante un par de minutos, hasta que Rubén se enderezó y me dijo:

    --Julio, el médico dice que le podemos hacer la autopsia si queremos. ¿Tú qué piensas?    --¿Yo? –contesté asombrado—No sabría qué decirte. Se trataba de tu hermana, yo no soy de la familia.    --Hermano.    --¿Cómo?    --Has dicho hermana, y era mi hermano.    Aquello me cogió por sorpresa. Me sentí ofendido. Solía sortear al hermano de Transi prestándole la menor atención posible, atribuyendo a la vergüenza sus desplantes, intentando ser indulgente, pero aquello me enfureció.    --Tu hermana era… es –corregí— una mujer. Legalmente, moralmente y desde cualquier punto de vista. Una mujer, te pongas como te pongas. Tránsito Expósito López. Esa es tu hermana. Puedes seguir negándolo si quieres, pero eso no cambia gran cosa. Es el nombre que va a figurar en su lápida, lo quieras tú o no.    Rubén se quedó callado unos segundos, contemplando la puerta cerrada tras la que se encontraba el cuerpo amortajado de su hermana.    --En cualquier caso, tú eres de la familia también –dijo, dueño de sí mismo--, así que me gustaría conocer tu opinión. ¿Le hacemos autopsia?    --¿Y para qué, Rubén? –repuse, hastiado, triste-- ¿Va a cambiar en algo el resultado? Tu hermana está muerta. Ahora lo que queda es ofrecerle el entierro que se merece.    Y entonces, caí de golpe en mi imperdonable negligencia.           Jamás he visto tanta gente en un velatorio. Así debe de ser cuando se muere algún famoso. Esto parece un funeral de estado. Hace mucho calor y solo son las once y media de la mañana. Estamos a mediados de septiembre, pero el verano se niega a ir dejando su lugar al otoño. Por cualquier rincón se ve gente sudorosa, abanicándose, mientras se saludan, charlan de cualquier tema o recuerdan a Transi. Fuera también se arraciman montones de personas buscando la escueta sombra de los aleros del edificio. Por los grandes ventanales se ve el mar, fulgurante y cegador, iluminado por el sol del mediodía.

Estoy sentado junto a Rubén y su mujer. Me han pedido que ocupe el lugar de la familia. Dentro de la habitación, el ambiente es irrespirable. Parece ser que el aire acondicionado se ha estropeado. Sonrío sin poder evitarlo. A Transi le hubiera encantado saberlo. Era una devota de la ley de Murphy. Disfrutaba mucho con los requiebros aleatorios del destino. Rubén le ha dicho al encargado del tanatorio que no se preocupe. El hombre ha colocado dos grandes ventiladores de pie y se ha ido apesadumbrado, casi tanto como nosotros, aunque por motivos diferentes.

A Tránsito le gustaban mucho los funerales. Decía que en ellos es donde la gente se muestra tal y como es de verdad. “Nadie finge en los funerales, Julito; el miedo a la muerte nos refleja tal y como somos, sin dobleces, sin sombras, solo luz”. Si pudiera hablar con ella le diría que todo el mundo la recuerda hoy con alegría, que en los corrillos se escuchan anécdotas divertidas y escenas en las que se destaca su ayuda desinteresada a los demás. Le diría que está acompañada por cientos de personas, que no está sola, que nunca lo estuvo.Rubén  me mira y sonríe.

--Te has lucido, tío.--¿Yo?--Tú verás, ¿quién si no?--¿A qué te refieres?--Mi hermana.

Me sorprende que se refiera a Transi como su hermana. Ha estado toda la mañana muy callado. Me pregunto si ha tratado de reconciliarse consigo mismo y con su hermana.    --¿Qué le pasa a tu hermana?--Que está guapísima. Desde luego, te has lucido –dice, riéndose, mientras algunas lágrimas bajan por sus mejillas--. No creo haberla visto tan espectacular en toda mi vida. ¿Sabes a quién me recuerda con ese vestido naranja y esos zapatos de leopardo?--No, ¿a quién? –digo, sabiendo inmediatamente lo que me va a decir y paladeando el placer que sentirá Tránsito cuando se entere.--No te lo vas a creer, pero es clavadita a Carmen Maura en 'La ley del deseo'.

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