Cuando comer vale lo mismo que la mensualidad de la hipoteca
David Muñoz (o Dabiz Muñoz, como él mismo se hace llamar) me ofreció buenos momentos durante el confinamiento aquel, no sé si lo recuerdan; sí, ese, ese, el del Covid, que igual se habían olvidado ya. Publicaba unos vídeos muy divertidos cocinando junto a su mujer, Cristina Pedroche.

Posteriormente, comenzó a subir unas piezas más concienzudas y mejor editadas en las que ya cocinaba él, no su señora. Si no los han visto, les aconsejo que lo hagan. Me gusta especialmente su pasión por la comida, por los sabores, los olores, las texturas… Transmite muy bien su devoción por el arte culinario y me resulta simpático en lo personal, la verdad sea dicha. Estos días está siendo escrutado a conciencia por dos noticias que podrían poseer (o no) un cierto grado de correlación: en primer lugar, la concesión del premio al mejor cocinero del mundo, otorgado por la lista The Best Chef Awards. En segundo lugar, su controvertida decisión de subir el precio de su menú en Diverxo, su restaurante más destacado, de los 250 eurazos que ya costaba a los 365 napos que le costará a partir del 1 de enero cenar allí.
Muy a la española, la gente no ha perdido el tiempo en extender el chiste ese que seguro todos conocen ya: si antes me ahorraba 250 euros no yendo, ahora me ahorraré 365 (más o menos). Asimismo, muy a la española también, a una parte notable de la población le ha faltado el tiempo para echar espumarajos por la boca, ciscándose en todo lo que se menea por una disposición tan radical y tan poco filantrópica. El silogismo está servido: “claro, aprovecha que lo acaban de nombrar mejor cocinero del mundo para subir los precios y encaramarse a la ola mientras dure la suerte”. No sé, será que me estoy haciendo viejo o que estaré ablandándome (o ambas cosas), vaya usted a saber, pero a mí no me escandaliza esta medida en absoluto. Se lo digo en serio.
Es bastante probable que en lo que me resta de vida nunca franquee las puertas de Diverxo, no porque me niegue a cumplir el ritual de apoquinar casi 400 euros por comer aduciendo algún motivo ético o moral, sino porque no dispongo de la cantidad de dinero necesaria para ello. O mejor dicho: afortunadamente dispongo de él, pero no para gastarlo en una cena de esas características. Y miren que me gusta comer y tirarme el rollo del sibarita de vez en cuando, pero 365 euros es demasiado hasta para un maestro (ya saben ustedes lo bien que vivimos los maestros, ¿no? Al menos, eso dicta la sabiduría popular). ¿Comería allí si pudiera? Probablemente sí.
Pero voy al meollo de la cuestión. En mi opinión (usted tiene la suya y yo la mía), tal subida de precio es irrelevante en su sentido último, ya que 250 euros suponía de por sí una barrera inabordable para la mayoría de los comunes. Cualquier persona que pueda pagar esos 250 euros sin que le tiemble el pulso puede cabrearse por la subida de precio, pero, lo más seguro, es que pueda pagar los 365 euros de la nueva tarifa. Otra cuestión será si decide o no hacerlo. Es algo parecido a si me subieran la ración de huevos rellenos de 8 a 15 euros: me fastidiaría, no digo que no, pero seguiría pagando por ello si dispongo de las cantidades necesarias para ello.
David Muñoz argumenta que esta subida obedece a la decisión de convertir su restaurante en un negocio rentable y poder, así, pagarle mejor a sus empleados. Si él lo dice será verdad, digo yo. Como motivo, me parece loable, y como argumento resulta consistente con la deriva económica de estos restaurantes. Según se dice, suelen ser deficitarios, forzando a los chefs a disponer de fuentes de ingresos paralelas. No puedo decirles si esta cuestión se repite siempre o no, pero sí puedo contarles algo que quizás sirva para aclarar la cuestión: durante el tiempo en el que Xanty Elías regentó Acanthum, tuve la gran fortuna de visitarlo un par de veces y disfrutar de sus propuestas. Recuerden que se trataba del restaurante con estrella Michelín más barato de España, pero, pese a ello, suponía un desembolso económico significativo en relación con los restaurantes que había visitado hasta el momento. Sea como fuere, una cuestión llamó mi atención las veces que estuve allí: ¿cómo era posible ganar dinero manteniendo ese nivel de gasto en empleados, vajilla, decoración, productos, maquinaria, etc.? Teniendo en cuenta el número de mesas (no más de diez, según creo recordar) de que disponía el local, no me salían las cuentas. La coreografía del menú permitía solo dos sesiones, es decir, no había forma humana de “doblar” mesas continuamente (en caso de que se pudiera), ya que la propia escenografía se iba perfectamente a las dos horas. Si esto pasaba en Acanthum, en Diverxo, sometido a la infinita presión de las tres estrellas Michelín, debe ser notablemente más grave. De modo que resulta más fácil entender (no justificar, que conste) los motivos de Muñoz para haber tomado la decisión de elevar sustancialmente el precio de su menú, aunque Carmen Lomana, indignadísima, haya puesto el grito en el cielo por tal afrenta a su bolsillo.
Así que no se me solivianten; si, como yo, no podían ir antes a Diverxo, tampoco van a poder ahora. Y si estaban ahorrando para ir, pues no les queda más remedio que continuar echando monedas en la hucha cerdito un poco más de tiempo. Si es este su caso, díganme cuando vuelvan si valió la pena, que será el momento de desempolvar la alcancía y ponerme a rebuscar en los abrigos viejos y los vaqueros, a ver si encuentro alguna moneda.