Esto también pasará

Me ocurre -no sé si a ustedes les pasa lo mismo- que cada vez me cuesta más trabajo seguir los derroteros de la política nacional (y regional y local… y hasta de mi comunidad de vecinos) sin experimentar un desapego rayano en el desprecio.

Esto también pasará

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Me encuentro diciendo más y más veces aquello de “estoy desvinculado de la vida política, no tengo ni ganas de votar”. Es un enunciado que empleo a menudo en estos últimos tiempos, tan extraños. La política se asemeja hoy a los trampantojos, esas ilusiones pictóricas de las que ya hablara Plinio el Viejo, hace algo más de dos mil años y que utilizan la perspectiva, el sombreado o el color para fabricar artificios plausibles, pero irreales.

A mi entender, la analogía con la famosa técnica artística es absolutamente congruente. Ambas parten de elementos reales para, mediante algún tipo de ilusión, engañar al cerebro, haciéndole ver algo inexistente en primer lugar. Si me dedicara a darles ejemplos, me podría llevar hasta pasado mañana sin despeinarme y carezco del tiempo y del espacio para ello. Ustedes los conocen de sobra.

Hace un par de días, un parlamentario del PP cometió el error (eso parece, un error, pero igual es un trampantojo) de votar en contra de las directrices de voto de su partido. Una mala tarde la tiene cualquiera, como diría el añorado Chiquito de la Calzada (cuánto se te echa de menos, fistro). Como ya sabrán, la opinión pública se “dicotomizó”, como siempre hace, por cierto: por un lado, los ladridos enfurecidos y los insultos, o bien el silencio avergonzado; por el otro, abundaron los humoristas de guardia, que aprovecharon la carilla de inocente del gañán para evidenciar la estulticia de la derecha, arrimando el ascua de la inteligencia y la cultura a su sardina y no a la del otro.

Asistí al “debate” (es urgente que encontremos un sinónimo al término en España, porque debatir, no debatimos, en eso no permito la discusión) entre divertido, sorprendido y, por último, cabreado. Al final del día -me dije- la cuestión sigue girando en torno a la rivalidad entre bancadas. La afición de unos se mostraba eufórica y legitimada, y la 'torcida' rival se echaba las manos a la cabeza, intentando dar con la tecla de qué demonios había ocurrido en el proceso de voto. Si miran ustedes por ahí, ya hay decenas de teorías de la conspiración (pirateo del sistema, compraventa de votos, etc.) ocupando el universo virtual (forma elegante de nombrar al vertedero de las redes sociales), dando explicaciones inverosímiles, de esas que tanto gustan a un amplio sector de la población. Y lo mejor de todo, es que ya no me sorprendería si alguna fuese cierta. En peores garitas hemos hecho guardia, ¿verdad?

Porque, verán, lo molesto de este esperpento digno de Valle Inclán no es, al menos para mí, ninguna de las cuestiones de las que les he hablado hasta este momento. Lo verdaderamente frustrante es la naturalidad con la cual asumimos que nuestros políticos tengan secuestrado su derecho a ejercer el voto en el sentido que les dicte su conciencia, más allá de disciplinas de partido y otras milongas tan caras a la política española. Hemos construido un entorno político tan similar a cierto periodismo deportivo de grito y navaja entre los dientes, que somos incapaces de aceptar la idea de la discrepancia dentro de un partido. Nuestra cultura paleolítica de clan considera traición votar en sentido contrario al impuesto por la dirección de los líderes nacionales. No digo que la reforma laboral haya salido adelante por una caída del caballo de nuestro protagonista, al estilo de Saúl camino de Damasco. Es más, parece una metedura de pata de alguien que quizás, solo quizás, no estaba del todo pendiente de la película. Puede que anduviera mandando un WhatsApp a su primo o puede que estuviera viendo el último episodio de su serie favorita. O puede que ninguna de ellas. Es posible hasta que estuviera atento y concentrado y simplemente cometiera un error. ¿Quién sabe? 

Pero vamos a suponer, solo por un instante, un escenario donde nuestro protagonista considerara beneficioso para el conjunto de la sociedad española la reforma laboral planteada ante el Congreso por el PSOE.  Es solo un ejercicio de especulación, no se me solivianten. Imagine a este buen hombre atrapado entre su voluntad y la disciplina de voto. Le debe el sueldo y las prebendas a su pertenencia al partido, es cierto, pero pensemos que se metió en esto para ayudar a sus vecinos (y conste que no me meto en el contenido de la reforma laboral; ni siquiera les he dado mi opinión. Eso será otro lunes) y dentro de su cabecita oye una voz que le impele a votar en conciencia contra lo dictado por su partido. ¿Qué debería hacer? ¿Cuál de los dos caminos es el correcto? Pero, por encima de todo, ¿no debería ser libre, como miembro del Congreso de los Diputados del estado español, de votar lo que considere mejor para quienes lo colocaron en su puesto, es decir, ustedes y yo?

En fin, no se preocupen demasiado. Ocurrirá como con aquel rey preocupado por su futuro y que, un día, reunió a los grandes sabios de su reino para que le entregaran un mensaje que lo reconfortara y ayudara en el futuro a tomar decisiones a él y a sus descendientes. Tiempo después, cuando huía de sus enemigos, acorralado entre estos y un precipicio insalvable, extrajo el mensaje para hallar consuelo ante su situación desesperada y pudo leer: “Esto también pasará”. 

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