De perros verdes y ratones coloraos

Escribo esta columna a sabiendas de que la persona sobre la cual voy a hablarles ya dejó de ser noticia en primera plana. De él quedan los  vídeos colgados en Instagram, Facebook o Tik Tok, cuyo eco residual circulará durante más o menos tiempo por el metaverso, en función del interés que suscite su recuerdo. Pero ya les digo yo que será poco. La memoria colectiva es corta e interesada, además de dolorosamente utilitaria.

De perros verdes y ratones coloraos

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Jesús Quintero fue uno de los grandes renovadores de la comunicación en España, especialmente en la dificilísima disciplina de la entrevista. Dueño de una presencia física ineludible, enmarcada por unos rizos rebeldes y una mirada honda, de voz poderosa y verbo florido y bien articulado, nadie podía considerarse inmune a su influjo. Dominaba el arte del silencio, provocando en el entrevistado la necesidad de rellenar ese mutismo con lo que fuera, incluidas sus convicciones más profundas o sus secretos más ocultos. Revitalizó el género del tête a tête, realizando entrevistas inolvidables a personajes de todo origen y condición, proponiendo siempre una estructura de programa arriesgada y, por ello mismo, irremediablemente abocada  a pelear en desiguales condiciones (salvo en honrosas ocasiones) contra productos enlatados, manufacturados y vacíos de contenido, tan caros a las parrillas de contenidos de las televisiones en España, incluida la pública, la que usted y yo pagamos con nuestros impuestos.

Tanto en radio como en televisión (donde más pudo explorar los vericuetos del complejo espíritu humano) nos deja una impronta subversiva, combativa y comprometida más con el oyente/espectador que con los productores ejecutivos de los canales donde trabajó. 

Entrevistó a lo más granado de la intelectualidad española de la época y también a lo más granado del lumpen patrio. Habló con todos y cada uno de ellos sin autocensurarse, preguntando lo que muchos queríamos que se les preguntara a esas personas, fueran criminales o santos laicos. Interrogó a reyes, presidentes, cantantes, actrices, delincuentes, curas, líderes sindicales, vagabundos… quien desfilase por sus programas quedaba atrapado por la fuerza gravitatoria de la galaxia Quintero. 

Pero todo esto ustedes ya lo saben; lo saben de sobra. Durante los últimos días se le ha rendido tributo en cualquiera de las plataformas audiovisuales existentes: se ha lamentado su fallecimiento en televisión, radio y prensa escrita (en papel y online), pero sobre todo, se le ha rendido un sentido homenaje en redes sociales…cómo no. 

A lo largo y ancho de sus cuentas y muros personales, miles de personas han destacado la importancia de su singular estilo y han compartido fragmentos de sus entrevistas más emblemáticas, lamentando su muerte y enfatizando el valor de su legado periodístico. 

A posteriori, como siempre, en esta España desmemoriada en la que solo se tiene la certeza de ser amado cuando te has muerto, como bien dijo alguien que ahora no recuerdo. Conviene recordar que Jesús Quintero llevaba años desvinculado de la televisión y la radio --no precisamente por voluntad propia-- esperando una última oportunidad de encontrarse con su propia esencia; oportunidad que nunca llegó, por supuesto, porque el personaje (que no la persona) ya no resultaba interesante ni lucrativo para nadie. Y quizás nunca se la dieron porque todos los que hemos lamentado su ausencia nunca nos manifestamos públicamente para que ello ocurriera. Enfrentémoslo: nos habíamos olvidado del Loco de la Colina, lo habíamos abandonado en el cajón de sastre de nuestras vidas, junto a otros personajes de la televisión “pre-virtual”, los otros “perros verdes” sin lugar en el mundo inmediato y desquiciado donde usted y yo vivimos.

Los últimos años se abundó sobre sus supuestas extravagancias o sus problemas familiares o financieros, entrando en la estela morbosa que gusta tanto a las versionas oscuras del alma de cada uno de nosotros. Antes de su muerte, lo último que había leído de él se refería a quebrantos económicos y dramas familiares, incluyendo peleas con sus hijas o supuestas escenas que demostraban su ruina económica. En estas noticias nunca hubo cabida para el recuerdo de sus excepcionales dotes de entrevistador, esas que ya nadie parecía recordar. Sospecho que Quintero nunca entró al trapo de estas acusaciones en forma de “noticias” porque conocía como nadie el efecto pernicioso de la opinión pública cuando esta ha decidido darte la espalda. Creo que su respuesta fue la mejor posible, dada la perfección con la que lo utilizaba: el silencio.

Ha ocurrido con Jesús Quintero y ya ocurrió antes con otras personalidades del mundo de la comunicación, el arte o el deporte, personajes arrinconados por nuestra propia capacidad para olvidar rápidamente. Y seguirá ocurriendo, me temo. Lo volveremos a ver con sujetos que hoy están en la cresta de la fútil ola de la popularidad y de quienes mañana apenas recordaremos su nombre. Hasta que mueran, claro: entonces nos acordaremos de golpe de su nombre e irrumpiremos en nuestros cubículos para competir en nuestras redes sociales por ser quien más lamente la pérdida. 

Estoy seguro de que las muestras de tristeza ante su fallecimiento son sinceras y profundas, por supuesto. No es mi intención dudar del clamor común que como sociedad hemos mostrado. Todos lamentamos su marcha y recordamos con nostalgia lo mejor de su paso por el mundo de la radio y la televisión. Pero reflexionemos sobre cuándo miramos a quienes antes no veíamos o no queríamos ver y cómo miramos ahora a quienes mirábamos hace poco tiempo con cierta conmiseración. Acuérdense del verso de Neruda:

“Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido”.

    

    

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