Manual iconoclasta para onubenses
Conservo de mi infancia un Tiranosaurio parlante que formaba parte del merchandising de Jurassic Park, la película. Con aquel bicho colgado del sobaco emprendí las mayores expediciones de mi vida. Lo hacía rugir de ira por entre los corredores insondables de mi casa antigua, mostrándole las alacenas y apoderándolo del bastión de las muñecas, la habitación donde dormía mi hermana.
En dicha habitación, museo de cuerpos tiesos y caras hieráticas, nos abrimos a la vida mi Tiranosaurio y yo. El despilfarro de vestidos y colores parecía dotar a la estancia de su propio velamen, que si un soplo de viento hubiere entrado se hubiera armado tamaña algarabía, desordenando las prendas y los cachivaches varios.
Acerca de aquellos vestidos de muñecas soporto aún la mirada concupiscente de mi Tiranosaurio, con su boca abierta y su lengua de viejo verde rebasando la mandíbula. También fue culpa mía. Nos metíamos los dos bajo la falda de la gran Nancy, la única muñeca con bragas, y con mi dedo prensil sustituyendo su garra apartábamos la braga a izquierda o derecha de unos labios inexistentes, que confundieron durante un tiempo mis nociones fundamentales sobre la anatomía femenina. Al igual que el de la barbie, el chocho de la Nancy grande sencillamente no existía, estribando en sus bragas la principal similitud con las niñas reales, que no era poca cosa.
Mi hermana le compraba a la Nancy de las bragas muchos vestidos y abalorios. Tenía pendientes reales, se pintaba los ojos, combinaba falda corta y pantalón. La Nancy era ella. Junto a la Nancy, mi hermana era una diosa; había creado a su imagen y semejanza una muñeca real, insuflándole sus gustos estéticos, su sistema de valores, el amor por sus amigas, otorgándole el rango de ser viviente con un soplo hiperbóreo de imaginación infantil.
La Nancy le daba suerte, dormía junto a ella por las noches, escuchaba sus secretos y lamentaciones, exonerándola de sus faltas con su eterno silencio de muñeca sin vida.
Pero todo era un cuento. Mi hermana se enteró. No había nada en la Nancy que sirviera un ápice salvo la vida que ella, omnipotente diosa, le hubo otorgado a fin de satisfacer su esparcimiento. Mi hermana sería quien sufriera los rigores del parto que le procurase el príncipe azul. Mi hermana sería quien se descalabrase buscando ofertas de trabajos y no le serviría el escote de la Nancy para seducir al entrevistador. Fue mi hermana quien se devanó los sesos estudiando y quien obtuvo sus buenas notas en la carrera, por mucho que invocase la ayuda divina de la Nancy o la agalmatófila mediación de la virgen santa.
No sé si algún seminarista curiosón tiró de Tiranosaurio el sábado frente al Ayuntamiento para auscultar a la la virgen de la Victoria bajo el manto. Sé que hubo muchos dioses. Tantos como gente. Y que entre todos los dioses se compraron una corona de oro, que pesaba unos 4 kilos, amén del perifollo correspondiente a un acto de tal magnitud, escenarios, flores, ujieres, alcaldes y obispos. Sé que algunos dioses estaban en paro y otros era millonarios, y unos imploraban a la virgen por el fin de sus desdichas en tanto que otros rezaban por conservar lo suyo. Y sé que hoy no tendrán unos menos ni más de lo que tuvieron ayer, salvo la superstición infame de que el sacrificio económico redunde en su fortuna, en su dicha o en su salvación ultraterrenal. Y sé, como diría Saramago, que cuando muera el último de los hombres y mujeres que asistieron, la virgen de la Victoria habrá dejado automáticamente de existir; pues en ellos, sólo en ellos, vivió la Nancy y existió la virgen.
León Felipe