La fiesta del hombre muerto

El jueves me fui de fiesta con un hombre que posiblemente estaba muerto. Aún no lo sé con seguridad, porque marché sin despedirme, pero nada hacía indicar que dicho hombre estuviese vivo. Descansaba tirado inalterablemente a lo largo de la acera, desnudo de tronco y pies, arropadas sus piernas por un cartón quebrado.

Huelva24

Huelva

Esta funcionalidad es sólo para registrados

Su torso, congestionado de hematomas y desórdenes de pigmentación, alardeaba de costillar y algún que otro tatuaje azul. Doblegaba su columna de frío o asco, de manera que parecía como fotografiado dentro del vientre, arredrado feto que tal vez evocase, entre sueños o estertores, los delirios amnióticos de su propia maternidad. 

Llegamos a su posición porque estaba cerca del cuchitril donde sirven copas baratas,  a dos euros y medio si te pides cuatro. Como éramos cinco amigos, tuvimos que elucubrar bastante para beber de la manera más eficiente. De cada viaje al bar sacábamos cuatro copas en vaso de plástico a repartir entre cinco, con lo que uno de nosotros estaba condenado a no poseer ninguna copa mientras el resto bebía. Para democratizar el asunto, decidimos desarrollar un antiguo juego: sólo podíamos coger la copa con la mano derecha. Aquél que cogiese su copa con la mano izquierda, en mitad de una conversación o por la mera distracción de prender un cigarro,  se veía de pronto en la obligación de “pasar la copa al colega”… sin apurarla primero, claro. 

Echamos a suertes quién sería el primer damnificado de la oferta de cuatro copas diez euros. Afortunadamente no me tocó a mí. Le tocó a un colega que en los primeros envites del simposio no despegaba sus ojos de nuestras manos, como es de rigor, aunque en los compases iniciáticos nunca sucede nada. Todo el mundo está lo suficientemente cuerdo como para cerciorarse de la situación de su copa.  Merecería la pena postergar la atención para más adelante, cuando las copas comienzan a hacer efecto y uno principia a no distinguir entre el funcionamiento de una mano y el de un pie, cuánto menos el de una mano sobre su opuesta o complementaria. 

De pronto bajó por nuestra calle un aluvión de guiris huidizos. Venían de ser desahuciados de la calle de los bares, donde se forma tal barahúnda que hasta se oyen sus escarceos desde cientos de metros a la redonda. A su espalda, las luciérnagas azules de la policía restallaban contra los escaparates y poco a poco iban llenándolo todo de una ansiedad violácea. Los guiris corrieron calle abajo. La policía se asomó a la plaza donde estábamos nosotros y el hombre muerto, por donde acababan de bajar los guiris. –Aquí no se puede beber chavales – Nos dijo, educadamente. –Lo siento, ya nos vamos –Contestamos nosotros. 

Nos escondimos en una calle aledaña, muy estrechita, pero cuando se fue la policía volvimos a salir a la plaza. Allí solo reinaba ya el silencio de la noche, redondo y obtuso,  que algo tenía de calma funeraria. Permanecimos en la plaza más tiempo porque el volumen de nuestra conversación  no era tan alto como para coartar el sueño del vecindario. No obstante, a causa del ruido, decidimos despreciar el ritual de pasar la copa al colega, limitándonos a trasvasar las copas de mano en mano  y compartirlas sin mayor norma que la del sentido común. 

Tras varios viajes al bar, la amistad que nos unía a los cinco fue fortaleciéndose como por arte de magia. El nuevo régimen cooperativo estaba resultando muy exitoso y todos nos encontrábamos en un estado de embriaguez similar, con lo que nuestro tono de voz fue aumentando y también nuestros movimientos tornaron más bruscos, las palmaditas en la espalda cada vez más innobles, las collejas más aviesas y cada gesto más destartalado y más irreverente que antes de beber.      

Presos de una energía febril y de naturaleza espasmódica, coincidimos en buscar un bar en que desfogarnos bailando, ya fuere discoteca, disco-pub o taberna. Aquélla plaza sólo podía depararnos la previsible visita de la policía, que por lógica no habría de conservar la magnanimidad con que nos trató antes, sobre todo por haber desobedecido una orden de carácter irrefutable y convenientemente fundamentada en el sopor vecinal.

Nosotros mismos entendimos que aquellas voces y placajes que estábamos despachando no eran propias de la hora ni del lugar, con lo que nos enzarzamos en una interminable deliberación que habría de llevarnos a nuestro próximo destino. En lugar de elegir de antemano un bar en concreto, coincidimos en establecer una ruta que nos llevase por varios bares, previendo que algunos de ellos estuviesen cerrados y en otros nos prohibiesen la entrada por motivos varios.       

Tras tomar la decisión final nos dimos un abrazo considerable, fruto del cual cayó una copa. El sonido del plástico y los hielos contra la acera apenas si fue apreciable, dada la algarabía fomentada a través de nuestras manifestaciones de cariño. Sin embargo quedé mirando al suelo, al recoveco del acerado, por donde el líquido de la copa bajaba sinuosamente arrastrando hormigas y sedimentos, conformando una magnífica maqueta de una inundación auténtica. El líquido de la copa, a medias agua, ron y coca-cola, discurría en la dirección del hombre muerto, acechándolo lentamente a través de los polígonos sinusoidales de la acera, enfriando su espalda trémula, empapando y anquilosando los bordes del cartón que para él era colchón y manta, mortaja y sudario.   

Nos fuimos antes de que la copa tirada lo alcanzase. Luego llegamos al bar, bailamos, saltamos, nos revolcamos y volvimos casa. Ya en casa me acosté, completamente desabrido y roto, agotado por tanta diversión. Me enfundé en mi edredón con tacto de nube y me estiré en mi colchón de algodón o látex, que coge mi columna y la adapta de la manera más armónica y cómoda que jamás haya podido imaginar una espalda.  Allí en mi cama, casi arrebatado por el sueño, dediqué mi último pensamiento al reguero de copa que avanzaba, como una negra sentencia, en dirección a la espalda desnuda del hombre muerto, al que nadie tendrá en cuenta hasta que no empiece a oler a podrido. 

Comentarios
0
Comparte esta noticia por correo electrónico
Reporta un error en esta noticia