Quién necesita una patria

En el día de la Hispanidad, efeméride del gran genocidio, comparecen en televisión pública todos los miembros de su campo semántico: la monarquía, el ejército y los pueblos oprimidos. Del campo semántico que atañe a los genocidios. La calle Cánovas de Madrid parece el fuerte de playmobil de no sé qué dios alocado, abarrotada de soldaditos de colores, gorritas estrafalarias, espadones, panoplias, vejestorios, reyes decrépitos, príncipes atávicos, princesas ortopédicas, reinas de cera y vientos de otras épocas y otras avenidas.

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En el graderío hay muchos niños que azuzan banderitas del reino y un retén de policía sigue de cerca a los anti-sistema. Algunos tercios lucen capas blancas y tarbushes morunos, grandes trompetas e histriónicas coreografías de cabaretera, un tanto incompatibles con las exigencias de la batalla. Sobre el cielo, ciertos aviones confeccionan nubes del color de España y queman el combustible de las golondrinas. 

Es todo tan diabólico en este día de España que hasta el nombre resuelve su prosapia imperialista. Hispanidad.  España como noción que se exporta y se asume, que se impone y se atraviesa. La fiesta que conmemora el inicio de la conquista de Latinoamérica allá por 1492, algo de lo que, por otra parte, no creo que debamos sentirnos avergonzados los españoles de hogaño. Al fin y al cabo, como acostumbran a aducir los nacionales, todas las civilizaciones incurrieron en la costumbre de guerrear contra otros pueblos, de sojuzgarlos, de someterlos, de saquearlos, por lo que nuestra vergüenza planetaria, de ser acumulable, no hallaría espaldas entre la humanidad de hoy donde apalancar su mórbida y obscena obesidad.  Sin embargo, lejos de rebatirlo, España se celebra en la dudosa gloria de una grandeza fundada en la ignominia, asumiendo una culpa que se desprende de los siglos con la boca abierta, como bebiendo de un cielo lluvioso de masacres. Ahí radica nuestra vergüenza. Nuestra vergüenza reside en esa paupérrima nostalgia de imperio, aferrada a un valor apestoso y a unos acontecimientos terribles. Reside en festejar la dominación y concebirla como parte de la identidad de la patria. 

Máxime cuando la patria no es tal. Han sacado los tanques a la calle, al cielo los aviones, al rey al palco, también al presidente, a algunos súbditos tras las vallas, es decir, han recreado una pequeña patria, pero curiosamente lo han hecho aquéllos que consienten que ésta haya dejado de existir como tal. De reunir una escala de patria, el palco presidencial debería acoger a sus dueños reales, banqueros, accionistas, poseedores de conglomerados mediáticos, de equipos de fútbol, de multinacionales de ropa y de alimentos, a todos ellos antes que a unos meros compromisarios de sus exigencias. A todos ellos que no tienen nacionalidad, como tampoco la tenemos sus asalariados. A ellos a los que España les importa un carajo, como un carajo nos importa a sus pueblos esclavos. Pues pienso que la patria, de ser algo, estaría hecha de gente, de gentes que convienen compartir servicios, idiomas, infraestructuras, modelos de organización, que erigen instituciones que salvaguarden esos intereses colectivos, que desarrollan su vida en consecuencia de su obligada convivencia en este planeta, que son lo suficientemente inteligentes como para aunar servicios y necesidades sin que se instale la contaminación del beneficio. Nosotros no hacemos patria, somos patria de otros. Somos la mina de oro de otros, al delegarles un Estado, al regalarles unas leyes que satisfacen su enriquecimiento, que nos hacen trabajar en condiciones leoninas, generando el paro preciso como para que estemos obligados a agarrarnos a sus condiciones, otorgándonos una deuda que tiene forma de yugo y tiene forma de religión monoteísta.  

No tenemos, pues, patria, ni empacho de patria, ni hartazgo de banderas, ni fobia a los himnos, ni miedo al rey. Tenemos necesidad de patria. La misma necesidad de patria de nuestros compatriotas asalariados portugueses, o griegos, o nigerianos, la misma necesidad de patria que alguien que nace en mitad del océano y no tiene pueblo donde aprender a hablar. Una patria cuyo día de fiesta conmemore la hazaña de un pueblo que supo imponerse, unido, internacional, contra el dominio de los robapatrias que hoy se ausentan de los palcos.  

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