Currículum Vital
“El premio es la libertad” soliloquiaba yo, incesablemente, mientras buscaba argumentos para completar el currículum. No me inventé el eslogan. Lo vi en un anuncio de la lotería. “Juega, el premio es la libertad” y detrás seducía, con aire impostado, una foto cliché del Caribe.
Como el premio era la libertad, podía resultarme algo más razonable la cansada tarea de espeleología vital en que andaba enfrascado, arañando en los más escondidos escaques de mi memoria alguna garantía de validez para mi persona. Tenía que venderme, pues si bien el premio no era la libertad absoluta, si que podría aspirar a pequeñas dosis de la misma, como un preso al que le dejan mirar por la ventana de cuando en cuando. Avala mi validez existencial una carrera de letras, el clásico nivel medio de inglés y francés, fingida destreza en programas informáticos innombrables, Excel, Office, Photoshow, Knosys, plena disponibilidad horaria y una gran capacidad de genuflexión. Sería capaz, admito, de aguantar todas las horas que me propongan, al precio que convengan, con tal de asomarme a la ventana del presidio de cuando en cuando, para comprarle una cerveza a una paloma y negociar un techo donde vivir con Ángela a algún arrendador alado.
Es utópico, pero sería bonito que a mis 24 años pudiera valerme por mí mismo. Me encantaría que los próceres de recursos humanos del Burguer King creyeran en mi capacidad de hacer hamburguesas, pese a que en mi currículum no especifico nada a ese respecto. Sé que ya hay en su plantilla suficientes licenciados, graduados y diplomados, y que muchos de ellos tendrán másteres de hamburguesismo, hablarán alemán, sabrán dominar técnicas de mercado y relaciones públicas, tendrán mejor presencia y además no serán, como yo, comunistas confesos. Llegan innumerables currículos a todas las grandes empresas, currículos que se almacenan, guardan polvo y estorban. Ante este problemón, algunas han optado por inaugurar un buzón telemático, vía internet, una dirección de correo electrónico en la que los papeles no hacen bulto y no tienen rostro, ni huelen a nada. Es una determinación parecida a la que tomaron en el DIA que había debajo de mi casa, cuyos contenedores se llenaban de gente al caer la noche, gente que rebuscaba con las manos desnudas algún pecio alimentario aprovechable. Solucionaron este problema cerrando los contenedores con candado. La misma determinación han tomado las autoridades de algunas ciudades para atajar el problema de la prostitución. Como las putas se multiplicaban, las de la calle, y copaban las carreteras y se exponían públicamente al deshonor, como fornicaban en público y aparecían condones en todas partes, tuvieron que empezar a multarlas para que se fueran a otros lugares en que no fueran tan perceptibles a ojos de los ciudadanos de bien.
“El premio es la libertad” sostengo, alimentado por el anuncio de la lotería nacional. Y no lo rebato. Sólo me gustaría hacer hincapié en el papel formidable que cumple esta máxima en la construcción social del imaginario. Ya que si el premio es la libertad, la libertad entonces es un bien almacenable y negociable. Y puedes guardar tu libertad en un banco para que te rente libertad a plazo fijo. Puedes ahorrar parte de la libertad que la arrancas al desenlace de los meses para asegurar la libertad de tus hijos. Puedes concluir, de hecho, que el trabajo te hará libre. Y eso es lo que ponía en la entrada del campo de concentración Auswitch.
Me dio la impresión, mientras hacía el currículum, que lo estamos vendiendo todo. Que le estamos otorgando a todos los conceptos una propiedad ficticia, que estamos homologando nuestro patrimonio ideológico a un régimen de compraventa, que es el único que conocemos, pero no es ni el menos malo ni el único régimen posible. Lo que sí me parece reprobable es deducir que, en tan pocos años como lleva el ser humano sobre el planeta, ya haya alcanzado la más alta cota de desarrollo social. Admitir que las personas tenemos que vendernos para ser libres.