A Morena y Clara (y a tantos otros)
No somos pocos quienes hemos percibido un cambio en la actitud de María. Desde que salió en el callejeros ha asumido cierta soberanía impertinente, de la que sólo encuentro referencias en aquel que decía que había comprado la calle Ginés Martín por cincuenta céntimos, aquel mendigo que tenía los ojos grandes y despoblados como aldeas, en cuyas pupilas iridiscentes se manifestaba siempre la añoranza de no sé qué sustancia reconfortante. 'La calle es mía', solía decir a la clientela de las tabernas, a fin de que pagaran su impuesto de usufructo.
María no dice que la calle es suya, pero lo es. Y lo sabe. Y si no le das nada, ni tabaco, te interpela con sus exabruptos y su necesidad, y te dice agarrao, ojú niño, ni un euro, qué tieso, y más cosas que suelta mientras se aleja, maldiciones gitanas que habrá aprendido en el barrio, con sus subjuntivos y sus veleidades inadmisibles, Que la ruina te caiga.
A veces veo a María cuando vuelvo de la autoescuela y ella regresa desde el centro, con los bolsillos tintineantes de calderilla, paseando su decrepitud en derredor del barrio, preocupando a los peatones hipocondríacos a base de esputos preñados de sangre y de bacterias. Por entonces no se acuerda de nadie. No levanta los ojos ni la cara. Y evocará probablemente aquella gloria, tal vez fingida, de cuando participó en Eurovisión junto a su hermana, la cual dice que murió asesinada y le trajo a ella su miseria irremediable, rayana en el tabaco y la papela. La gente desconfía de la historia porque no se parece en nada a la del vídeo. María no se parece a nadie y cuánto menos a una antigua estrella de la canción. La del vídeo del youtube es una muchacha, son dos muchachas, guapas y blanquinegras, jóvenes y antiguas, de voces cautelosas y sobrevaloradas y belleza efímera, como acaso nos está demostrando el presente. A día de hoy el rostro de María no posee nada bueno, sino la ausencia de otro rostro anterior, del cual ha heredado el pellejo anjeo y arrugadísimo como un cerebro de cuero, con sus innumerables cauces en la piel y sus huesos por fuera, su nariz finísima como un garfio y sus ojillos enanos y su pequeñez humeante y destartalada como la de una locomotora antigua.
Antes que María hubo otros, muchos, muchas, como la Cinti, de la cual guardo un recuerdo infantil estremecedor, y se me viene aún hoy su imagen de cojitranca a la cabeza, con el pavor sobreimpresionado de una niñez asustada por su desfiguración de yonki. El Gangui, con su barriga incalculable y su tufo de vino y sus cáscaras de habas que rapiñaba de los platos sucios; el que se vestía de gitana y ensañaba el pene; el Garrocho, con su cordillera de colillas en la mano que escondía tras la espalda; el Poeta; el Mai; la Patri; el Niño Migué, diferente a todos, venerable, genio, drogadicto, era una suerte encontrarlo y que interpretara cualquier maravilla con apenas tres cuerdas y dos orejas tocadas por la gracia de dios.
Se dice que la historia la escriben los vencedores, por lo que la gente de la que hablo no habrá de escribir la historia. Ni siquiera María, que conoce todas las historias de todas las palmas de todas las manos que dice prestidigitar, en las que finge adivinar el futuro con picaresca quincallera. Ni siquiera María, que es Huelva, es calle de Huelva, bar de Huelva, barrio de Huelva, mano de Huelva y droga de Huelva y miseria de Huelva. Ni siquiera María cuya comparecencia callejera supone una condición de ciudadanía onubense, cuya silueta es más conocida que la del litri y cuya memoria habrá de perderse por las generaciones, quedando de ella poco más que una sombra que camina en el discurso de la ciudad. Y es una pena que María no nos deje su historia. Que no recale en la memoria colectiva la vida de una mujer que, en cualquier caso, no es una mujer cualquier, ni una indigente cualquiera, sino una adivinadora estricta a la hora de exigir su sueldo, que para algo ha salido en Callejeros y en Eurovisión, una patrona sin día y sin santuario, que está, como buena patrona, en todas partes, con los ricos, los medianos y los desposeídos, exigiendo y dando a cada cual según su criterio, dinero o jaladitas de papel de plata. Que sea así por muchos años, o pocos, lo que a ella le convenga, pero que sea lo que le convenga a ella.
Ruego a María que me entienda, porque esta vez no quiero entrar a valorar la legitimidad de su pobreza, la naturaleza de su adicción o la pertinencia de los donativos. Quiero sólo reconocer la vigencia de su protagonismo y de sus propiedades: La calle, la gente, sus manos y mis céntimos. Su vida. Su escaño en nuestra historia ciudadana y su urbanita sagacidad de pedigüeña como parte del patrimonio colectivo. Que no se olvide la historia de María, aunque hoy sólo sea una sombra que camina, como todos nosotros y como la vida toda.